Casi todo, en las mismas fechas: En Uruguay, ganó holgadamente Tabaré Vásquez en la primera vuelta la presidencia de la República, en tanto su partido -el Frente Amplio- tendrá una mayoría legislativa holgada, con un Ejecutivo de nuevo tipo gobernando en todo el país. En Venezuela, las fuerzas bolivarianas arrasaron en 20 de los 22 […]
Casi todo, en las mismas fechas:
En Uruguay, ganó holgadamente Tabaré Vásquez en la primera vuelta la presidencia de la República, en tanto su partido -el Frente Amplio- tendrá una mayoría legislativa holgada, con un Ejecutivo de nuevo tipo gobernando en todo el país.
En Venezuela, las fuerzas bolivarianas arrasaron en 20 de los 22 estados que integran este inmenso país, durante las elecciones de gobernadores y alcaldes, incluyendo la estratégica alcaldía de Caracas.
En Brasil, el PT mantuvo la mayoría del voto popular en las elecciones regionales, aunque perdió Sao Paulo y Porto Alegre.
En Nicaragua, el FSLN barrió, literalmente, a los viejos y corruptos partidos de la era pos-sandinista en las elecciones departamentales y coloreó masivamente, con la bandera roji-negra, el mapa del pequeño país centroamericano.
Quizás porque «no se vería bien» que las «nuevas o viejas izquierdas» y los nacionalismos progresistas jalonen tanto voto popular a la vez en América Latina, una perspectiva regional de información y análisis de estos recientes triunfos, fue ex-profesamente minimizada o no asumida por todos los mass media de América Latina.
Quizás se deba a que, todavía, ni siquiera caen en cuenta de lo que pasa en la nueva realidad del continente.
Veamos…
Tenemos por vez primera en América Latina un poderoso «bloque regional de poder«, como lo define Heinz Dieterich, que a mi modo de ver es emergente y pugna por nacer, y que -sin duda alguna- es de nuevo tipo:
Gobiernos progresistas simultáneos, disímiles pero concordantes entre sí, se ejercen en Brasil, Venezuela, Argentina, Uruguay, Panamá y Cuba. En tanto que, de sur a norte, crece la actoría política y la movilización constante de los movimientos sociales en casi todos los países.
Experiencias así, en solitario, como las que hoy conmueven al Uruguay, Argentina, Brasil o Venezuela, eran sencillamente impensables en los sesenta (la era de las invasiones y las tiranías tropicales), los setenta (la muerte de Allende y la era de las dictaduras sangrientas), los ochenta (el cerco a la pequeña y digna Nicaragua y la era de Reagan), y los noventa (el «fin de la historia» a escala planetaria).
Son, hasta el momento, seis experiencias gubernamentales, distintas, sí, pero de matrices similares y rasgos comunes: independencia nacional, soberanía, integración latinoamericana, búsqueda de un modelo post-neoliberal y participación social como eje político hacia una democracia participativa de nuevo cuño. Y, a la vez, tenemos una sólida presencia de movimientos sociales con capacidad de convocatoria y movilización en casi todo el continente, en medio de una crisis apabullante del modelo que no consigue estabilizarse en casi ningún país de la región, y la ruptura estratégica de su expresión política tradicional: la ‘democracia’ formal.
La batalla por la «Patria Grande« en el siglo XIX:
Esa simultaneidad en un proceso de cambios, América Latina sólo la pudo observar en el pasado, una vez: a inicios del siglo XIX, cuando se gestaba la independencia continental, abriéndose paso región por región (los Andes, el Sur, Centroamérica y el Caribe); mientras los ejércitos de Bolívar, Artigas, San Martín, Sucre, Hidalgo, Petión, Morazán y otros, pactaban y ejecutaban una estrategia común: la derrota política y militar del colonialismo español, por un lado; y, por otro, el nacimiento de la Patria Grande como expresión de «nuevo continente, nueva humanidad», utopía trunca desde 1830 hasta la actualidad, en que emergen nuevos elementos de transformación continental, en un escenario mundial que -paradójicamente- es unipolar, es decir, presuntamente adverso.
La simultaneidad de un proceso de cambio, como anota Dieterich, sólo fue posible en América Latina entre la década de 1811, en que se inician las guerras de independencia -mancomunadamente- en todos los países dominados por España, hasta 1824, en que se sella la expulsión definitiva del Ejército del Rey, de casi todo nuestro continente. Ayacucho, como refiere el Congreso Bolivariano de los Pueblos, marca el fin militar del imperio ibérico en Nuestra América y evidencia -de manera abierta- la simultaneidad y participación activa, en una misma estrategia continental, y en una misma batalla original, de los ejércitos liberadores, cuya mayor asimetría era la visión del tipo de régimen que debería tener la naciente patria grande.
Nuevo escenario, nueva estrategia: la «Patria Grande» en el siglo XXI
Hoy, una nueva simultaneidad regional aparece en escena: Ya no es la década de los sesenta, con la heroica pero derrotada experiencia del foco guerrillero en casi todos los países de América, aunque Cuba mantuviera estoicamente la experiencia de «socialismo en un solo país«. No es la década de los setenta, con una sola nación (Chile) sobrellevando trágicamente la soledad del «socialismo en elecciones». No es la década de los ochenta, en que procesos armados insurreccionales se desencadenan en casi toda Centroamérica, con enorme heroísmo sí, pero en medio de una bipolaridad que, por encima de la voluntad de los pueblos de estos pequeños países, empieza a resquebrajarse en el mundo, ruptura en la cual la región centroamericana, desafortunadamente, no tenía el «peso» geopolítico y geoestratégico para su propia supervivencia y para marcar la senda de otros procesos, más complejos, en el resto del continente. Tampoco es la década de los noventa, cuando la homogenización de las democracias neoliberales imperaba, monolíticamente, en el horizonte de América Latina.
Es la primera década del siglo XXI y en América Latina muchas fuerzas de cambio, nuevas y antiguas, pugnan desde el ejercicio social y electoral, el poder político en la zona y marcan «Nuestra Nueva Era» a través de una movilización constante, dinamizando así procesos gubernamentales de nuevo tipo y dando en el planeta la primera campanada de alerta: es en América Latina, durante los últimos años del XX y los primeros años de este nuevo siglo, que se empieza a alterar el mapa político y social del neoliberalismo y sus «democracias de baja intensidad»: las insurrecciones indígenas, desde Chiapas a Bolivia, los estallidos sociales de Argentina, Ecuador y Paraguay, empiezan a vislumbrar esta nueva situación que hoy evidencian Chávez, Lula, Kirchner, Torrijos y Tabaré. Situación en la que juegan y jugarán un papel estratégico los movimientos alter-mundistas de Europa, Asia, África y EEUU.
Esta nueva situación, para convertirse en real «Bloque continental de poder», requiere de un elemento nodal: Quebrar la hegemonía estadounidense de dos siglos y, de paso, la Dictadura Unipolar de una década. Ese es, nada más y nada menos, el reto que se impone con el «nacimiento» de este emergente bloque de gobiernos progresistas y de movimientos sociales a lo largo y ancho de Nuestra América, donde las agendas tienden a superponerse y acelerarse, y en el que sin pueblos poco podrán lograr los gobiernos, por más voluntad política que tengan y liderazgos estratégicos que asuman.
Ese también es el peso de cuatro décadas de búsqueda y reencuentro, que sobrellevan estos nuevos triunfos. De allí el «silencio» de la Casa Blanca, cuyos principales halcones acaban de sumar a Tabaré a la ‘académica‘ visión del imperio: es decir, a la «lista de los populismos radicales» en la región (ver: editorial de Diario La Nación de Argentina: «Temor al populismo en EEUU»).
Atlántico vs. Pacífico:
El desafío de este proceso está, precisamente, en la simultaneidad regional de la emancipación: desde el Sur soplan nuevos vientos para toda América y, por curioso azar, la correlación de fuerzas empieza a concentrar fuerzas y a desplazarse desde el Atlántico: Uruguay, Argentina, el gigante Brasil, la poderosa quinta economía petrolera del mundo -Venezuela-, e incluso la «callada» Panamá, comparten aguas de este «océano geopolítico», donde finalmente calza Cuba, en las aguas del Mar Caribe.
Por azar, a los andes nos ha tocado el reverso de la medalla: en el Océano Pacífico están los principales bastiones de la resistencia del modelo al bloque que pugna por nacer: la Colombia de Uribe, el Ecuador de Gutiérrez y el Perú de Toledo, intentan tener un rol distante que, afortunadamente, no puede resistir por mucho tiempo, pues el peso geopolítico de estos tres países no permite asegurarles cantar victoria ante un Sur cada vez más vigoroso. La «teoría del dominó» es, como nunca, una tesis geopolítica acertada: si cae uno de ellos, pongamos por caso Gutiérrez, ese «bloque retrógrado» sucumbe, o tiene que sumarse a la Unión del Sur.
El primero, Uribe, empezó a disminuir los hasta ayer «unánimes» apoyos de cara a su probable reelección, y acaba de beberse un reciente trago inédito: la primera marcha indígena masiva (80 mil personas) contra su estrategia bélica y su mandato, en tanto que la Alcaldía de Bogotá y otras ciudades, por vez primera en la historia de Colombia, la ganaron fuerzas de izquierda. El segundo, Gutiérrez, acaba de ser «barrido» en las elecciones seccionales, convirtiéndose éstas en un «revocatorio de hecho» que pronto tendría desenlace «formal». El tercero, Toledo, mantiene un margen de simpatías que en tres años jamás logra sumar más del 5%.
Y, finalmente, en términos geo-económicos, Chile, también en el Pacífico, se apresta a jugar en dos canchas: entre ser el país «modelo» del neoliberalismo «exitoso», o sucumbir a la Unidad del Sur. Su papel será contundente, desde el punto de vista táctico, más no estratégico: impedir la unidad sudamericana en ciernes, someter a Bolivia a un conflicto que amenace la integración, pero -por si acaso- sumarse al bloque progresista de naciones si su aislamiento amenaza su visibilidad internacional ante la Unión Europea o los gigantes asiáticos.
La primera en dar cuenta de este «caprichoso azar geográfico» del poder, fue Gloria Gaitán, la hija del líder colombiano Jorge Eliécer Gaitán. En una conversación con el autor de este texto, hizo referencia, dos años atrás, a la curiosa ubicación marítima de los bloques de poder en Sudamérica: el bloque retrógrado en el Pacífico, con Uribe, Gutiérrez y Toledo; y el bloque emergente en el Atlántico, con Brasil, Argentina, Venezuela y Cuba. Ahora se suman Panamá y Uruguay.
Y es que ya no se trata de agrupaciones guerrilleras que alteran las fronteras nacionales en los sesenta; ya no es la Unidad Popular solitaria en Chile; ya no es Centroamérica incendiada pero atenazada, y con un gobierno sandinista acosado por la principal potencia mundial. Éste, es un proceso simultáneo que tiene a Sudamérica como escenario del cambio y a las principales potencias de la región (por su peso geopolítico, su extensión territorial, su densidad poblacional, sus recursos naturales y energéticos, su cultura política y la experiencia de sus pueblos), como el «Centro de Gravedad Estratégico» que, más temprano que tarde, intentará «absorber» al bloque progresista a la Bolivia del dudoso Meza, o a la probable nueva Bolivia del MAS, al Paraguay de Duarte, al Ecuador pos-Lucio Gutiérrez, al Chile de Lagos y a la Centroamérica del hasta hoy «callado» Torrijos en Panamá, del FSLN en Nicaragua y del pueblo movilizado en Costa Rica.
Por supuesto, hay asimetrías inconclusas, incertidumbres objetivas y nubarrones de presagios que nos obligan a mantener ponderación en el futuro de esa simultaneidad regional. Si los gobiernos progresistas de América Latina, definidos como «el nuevo eje del mal» por el diario conservador «La Prensa» de Nicaragua, no adelantan cambios sociales internos inaplazables y transformaciones democráticas en la economía, la política y la sociedad, el bloque regional emergente se hará trizas. Con que uno caiga, como predice Dieterich, caerían los demás, inevitablemente. La gringa teoría del dominó, pero al revés, hará lo suyo. Y, de paso, se habrá perdido una oportunidad histórica que, muy difícilmente, podrá presentarse en los siguientes treinta años. De allí que el papel de los movimientos sociales sea estratégico hoy: no esperar a que fracasen sus propios procesos y los procesos gubernamentales progresistas, radicalizar los fenómenos que se abren en el continente y profundizar los cambios, acompañándolos y no mirándolos desde una postura distante, típica de ONG’s asépticas y no de pueblos politizados, pues esa fisura entre gobiernos progresistas y movimientos sociales, aplaude y aplaudirá la Casa Blanca como «una ventana de oportunidad» en el quinquenio.
Sin embargo, es tal la magnitud del desafío que presenta la emergencia de este bloque regional de poder (porque esta simultaneidad regional y no otra experiencia concreta americana, es la mayor amenaza a la dictadura unipolar de Washington en el «patio trasero»), que hacía pocos días, en no muy publicitada noticia, el Subsecretario de Estado Adjunto para Asuntos Hemisféricos del Departamento de Estado de los EEUU, Dan Fisk, anunció que agilitaría un viaje a Managua y Centroamérica para mantener conversaciones «con las fuerzas democráticas y liberales del país y el continente», todo ello tras un fin, que son dos, realmente:
1) Cómo impedir el retorno de los sandinistas al gobierno en Nicaragua en el 2006, a través de la unión de la derecha nicaragüense que, en estas últimas elecciones, participó fragmentada, como la venezolana en su momento; y,
2) Cómo organizar estrategias que permitan «defender la democracia» de «los nuevos riesgos» que presuntamente traen para ella los repetidos y tumultuosos triunfos de las izquierdas en América Latina.
El imperio, más sabio que los intelectuales críticos, tiene conciencia de clase. Por ello no pierde tiempo en calificar y conceptuar cada uno de los complejos procesos que vive América Latina desde ópticas «mamertas» como en Colombia tipifican al dogmatismo de izquierdas.
Simplemente desestabiliza cada uno de esos procesos, los subvierte, los fractura, los disgrega, los intenta destruir.
¿Y el Ecuador?…
Depende de nosotros el desenlace estratégico. Los desenlaces, en el nuevo escenario continental, ya no sólo dependen de la fatalidad triangular, es decir de la poderosa embajada, de la cúpula de la iglesia católica y de unas FFAA que, en el caso ecuatoriano, no tienen norte. La tríada no es invencible. Así sucedió, con bemoles y todo, en el Ecuador de 1997 y del 2000, en la Argentina del 2001, en la Bolivia del 2003, en la salida costarricense de la OEA en el 2004.
El desbalance táctico (pues el desenlace pos-Gutiérrez está bajo el hegemónico control de la partidocracia), puede convertirse en una opción estratégica si las fuerzas políticas de izquierda y centro-izquierda, los grupos nacionalistas y traicionados de las FFAA, la sociedad civil progresista y -sobre todo- los movimientos sociales e indígenas, rompen con el «fatalismo» de creerse «auxiliares» de todo desenlace. Si en el acelerado proceso que viven Ecuador y América Latina, se someten a una «cirugía rápida» de su miopía crónica y miran, por fin, el horizonte continental e insertan en su agenda, la unidad del país al poderoso bloque emergente que ha nacido en América Latina.
Empero, tenemos una certeza: con Gutiérrez, es simplemente imposible que el Ecuador sea parte de ese naciente bloque de unión sudamericana. Acaba de declarar que «tal vez» no viajará a la cumbre de Río, donde -como bien sabe la Casa Blanca- el brioso Sur intentará acortar los plazos para el nacimiento formal de la Unión Sudamericana, programada para el 9 de diciembre en Ayacucho (Perú) por Duhalde en sus visitas relámpago, tan poco publicitadas por los mass media y los partidos políticos tradicionales.
¿Estamos a la altura de la actual hora americana, o nos dedicamos a seguir adivinando si es «mejor» que Lucio Gutiérrez se quede en el cargo, que León Febres Cordero, «el Padrino» de la Derecha ecuatorial imponga su salida, que el Vicepresidente asuma la presidencia sin ton ni son, que el Congreso nacional lo decida todo, que esperemos el 2006 para unificar una tendencia que, unida, barrería con los restos de la vieja república ecuatoriana fundada en 1830?
Alexis Ponce es Vocero nacional de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, APDH del Ecuador