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La vida diaria de la ocupación en Afganistán vista por una periodista ‘atraillada’

Fuentes: Tom Dispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Introducción del editor de Tom Dispatch

Al terminar la semana de presentación de los documentos de Wikileaks, es posible que la verdadera importancia de lo que sucedió no haya consistido de las revelaciones específicas de esos 92.000 archivos de datos originales de la frustración estadounidense en Afganistán, 2004-2009 (gran parte de lo cual no habrá sido una novedad para cualquiera que haya leído nuestro sitio en todos estos años). Simplemente puede ser que, por segunda vez en un solo mes -la primera fue el despido de McChrystal y el nombramiento de Petraeus- la guerra olvidada por el tiempo ha estallado en las primeras planas de los periódicos estadounidenses y llegado a encabezar las noticias en la televisión como una historia fuera de control.

Ante una guerra cada vez más impopular, los titulares auguran malas noticias para Washington. Traiciones paquistaníes, ‘oleadas’ talibanes, corrupción afgana, el estado lamentable del ejército y la policía afganos entrenados por EE.UU. y -un tema mucho menos destacado en la cobertura en EE.UU. que en Gran Bretaña- la matanza o las heridas de grandes cantidades de civiles por las fuerzas estadounidenses (así como los encubrimientos de las mismas) no son lo que el gobierno de Obama hubiera preferido para las noticias de la semana sobre la guerra. El esfuerzo bélico de EE.UU. ya se estaba derrumbando y necesitaba desesperadamente un continuo anonimato, de modo que noticias consumidas por todos, incluidos los informes sobre el aumento de las muertes de estadounidenses y de la OTAN, ciertamente no estaban en la lista de cosas deseadas por Obama. Y tampoco es sólo el público. Como señala el periodista Jim Lobe, la historia de Wikileaks «sólo puede aumentar el pesimismo que se ha propagado del ala liberal del Partido Demócrata al corazón del establishment de la política exterior, e incluso a un número creciente de republicanos».

Es seguro que la publicación de estos documentos no ayuda a motivar a los aliados de la OTAN, cuyos ciudadanos están cada vez más ansiosos de dirigirse hacia las salidas en Afganistán. Pero en todo esto hay algo que ha brillado por su ausencia -sin que llame la atención-: cómo esos eventos han sido vistos a través de los ojos afganos. Por impactantes que hayan sido las revelaciones de Wikileaks, han sido análogas por lo menos de una manera a la cobertura que hemos visto durante años. Esos documentos provinieron de oficiales militares y de la inteligencia estadounidenses de un nivel relativamente bajo y reflejan en gran parte la guerra tal como es vista a través de ojos estadounidenses. Lo que presentan -de un modo potencialmente devastador- es la frustración militar de EE.UU. por una situación que desde hace tiempo va de mal a peor. En esta ciénaga de informes, los afganos tienen un papel claramente colateral, lo que no sorprende.

Al leer estos documentos, nos mantenemos, como es generalmente el caso en nuestras noticias, atraillados con estadounidenses en el terreno, viendo un mundo que es un traicionero campo de minas afgano (y paquistaní). La colaboradora regular de Tom Dispatch Ann Jones ve Afganistán y el esfuerzo bélico de EE.UU. desde una perspectiva muy diferente. Ha resultado ser una rareza en la manera como nos ha informado en estos años. Llegó a Afganistán en 2002, después de los ataques del 11-S, a trabajar con mujeres afganas en sus problemas. A diferencia de casi cualquier otro estadounidense que escribió sobre la experiencia, se atrailló en un mundo afgano.

Su emocionante libro Kabul in Winter [Kabul en invierno] nos ofreció una ventana a las vidas y preocupaciones afganas, no las estadounidenses. Entre todos los periodistas que se han atraillado con los militares estadounidenses, es lo que posiblemente la haga única -de modo que preparaos para una mirada al modo de guerra estadounidense en el terreno que será diferente de todo lo que habéis leído. A propósito, en el nuevo libro de Jones War Is Not Over When It’s Over (que será publicado en septiembre), se atrailla con mujeres que han sufrido traumas y pesadillas en otras zonas de combate del mundo. Es imperdible. Tom

«Aquí hay dragones»

 

Vehículos blindados a prueba de emboscadas, tobillos fracturados, competencias de pedos, y otras instantáneas de la guerra de EE.UU. en Afganistán

Ann Jones

En los ocho años que he informado sobre Afganistán, me he «atraillado» regularmente con civiles afganos, especialmente mujeres. Recientemente, sin embargo, con la `’oleada’ de tropas estadounidenses y de periodistas que agarran el ritmo de la «estrategia» militar de contrainsurgencia (más conocida por su acrónimo, COIN), decidí introducirme también al programa. En junio pasado, presenté una solicitud para ‘atraillarme’ con el ejército de EE.UU.

Corteses correos electrónicos de especialistas de asuntos públicos del ejército piden a los periodistas que provean evidencia de seguro médico, un requerimiento que interpreté como una admisión de que la guerra no es una actividad saludable. Ya lo sabía, claro está -desde el lado civil. Además había leído numerosos artículos y libros de colegas varones que habían arriesgado el pellejo con los soldados estadounidenses en Iraq y Afganistán. Lo que me impresionó en su trabajo fue que incluso cuando describían meteduras de pata que provenían de los mandamases, esos periodistas todavía lograban hacer que la empresa militar sonara consistentemente heroica. Me pregunté qué es lo que podrían estar callando.

De modo que envié un escaneo de mi tarjeta de Medicare. Me preocupaba que esta evidencia de mi ciudadanía ya mayor, en combinación con formar parte del «sexo débil», el que supuestamente estamos rescatando en Afganistán, provocarían dudas sobre mi aptitud para misiones «fuera del perímetro» de una Base de Operaciones Avanzadas (FOB, por sus siglas en inglés, pronunciada «efeob»] en Afganistán oriental a sólo unos pocos kilómetros de las áreas tribales de Pakistán. Pero no, obtuve mi ‘atraillamiento’ solicitado -prueba de que no se requería ni aptitud ni heroísmo (algo que mis colegas varones nunca habían revelado). Después de todo, mi edad y género no fueron ningún obstáculo. Como sabe Miss Marple de Agatha Christie, la gente dirá casi cualquier cosa a una señora de edad supuestamente estúpida.

Los chicos y sus juguetes

Después de haberme mostrado crítica de las políticas estadounidenses desde el principio, no vi nada en las diversas bases del ejército que visité que hiciera cambiar mi opinión. Un día en esa FOB, mientras me preparaba para salir en una misión, el sargento a cargo escribió los nombres de los soldados en la pizarra, seguidos por «Terp» para identificar al intérprete afgano-estadounidense que nos acompañaría, e «In Bed» [atraillada], que era yo. Hizo un chiste sobre periodistas que son más agresivos que soldados. No yo. Y no estaba sola. Ya había encontrado a numerosos sujetos mayores en otras bases, en su mayoría reservistas que habían tenido trabajos que les gustaban apasionadamente -maestros, entrenadores, músicos- y mujeres e hijos que amaban, que sólo querían volver a casa. Uno me dijo: «Tal vez si tuviera diez años menos me metería en esto, pero ya no soy un muchacho».

El ejército me había enviado una lista de reglas básicas para periodistas -en su mayoría asuntos de sentido común como no imprimir el tamaño de la tropa o los planes de batalla. También recibí una lista de cosas para llevar. Era el tipo de lista que las madres reciben cuando envían a sus chicos al campamento: cantimplora, linterna, toalla, jabón, papel higiénico (para esas excursiones lejos de la base), sacos de dormir, etc. Pero también había otras cosas: protección ocular balística, guantes a prueba de fuego, un gran cuchillo, blindaje corporal, y casco de Kevlar. Considerando la suma de mis impuestos destinada al Pentágono, pensaba que el ejército tendría unos pocos chalecos antibalas adicionales para prestárselos a los periodistas visitantes, pero no, uno tiene que llevar el suyo.

Tal vez fue una señal de lo que estaba por venir ya que pronto me vi colmada de quejas de soldados y contratistas civiles por igual: insuficiente blindaje, insuficientes vehículos, insuficientes helicópteros, insuficientes armas, insuficientes soldados -e incluso cuando parecía haber mucho de todo, quejas de que nada era del tipo exacto que se necesitaba. Me pareció un problema especialmente estadounidense que parecía subyacer casi todo lo que se veía en el frente oriental de esta guerra. Esas quejas, de hecho, parecían provenir de la naturaleza misma de la empresa militar estadounidense -de su mezcla tóxica de paranoia, presunción, y buenas intenciones.

Tomemos la paranoia, que supongo forma parte del territorio. No se estaría allí si no se pensara que hay enemigos por todas partes. Rechacé un vuelo militar para el breve salto de la capital afgana Kabul a Bagram, la principal base estadounidense -una «ciudad» en rápida expansión de más de 30.000 habitantes. En su lugar, pedí a un amigo afgano que me condujera en su coche.

Un oficial de Asuntos Públicos me advirtió que conducir era «muy peligroso», pero el único problema que encontramos fue un convoy militar estadounidense que iba en la dirección contraria, paralizando el tráfico. Durante más de una hora, estuvimos esperando en la carretera junto a docenas de conductores afganos, contemplando un desfile de inmensos camiones remolcadores que transportaban otros vehículos grandes: aplanadoras y transportes blindados de personal de varias denominaciones, desde Humvees a MRAP (Siglas en inglés para vehículos resistentes a minas protegidos contra emboscadas). Mi amigo dijo: «No lo comprendo. Tienen todas esas enormes máquinas. Las colocan sobre camiones y las transportan a lo largo y a lo ancho de la carretera. ¿Para qué?»

No pude obtener una respuesta, pero tuve una pista cuando tomé un helicóptero del ejército de Bagram a una base más pequeña y encontré a un contratista privado parcialmente responsable por el mantenimiento de vehículos del ejército. Me dio un CD para que se lo entregara a su capataz en la FOB a la que iba. En lugar de música, contenía un manual de instrucción para reparar el último modelo de M-ATV, un gigantesco transporte de personal con un casco en forma de V diseñado para repeler la explosión de bombas al borde de la ruta. Están reemplazando actualmente los MRAP más antiguos y los Humvees de un suelo bajo letal. Los Humvees, por su parte, son transferidos al Ejército Nacional Afgano, cuyos soldados son más prescindibles que los nuestros. (Ya veis lo que quiero decir cuando hablo de presunción.) De pié en medio de un sitio repleto de M-ATV que ya necesitaban arreglo, el capataz pareció evidentemente feliz de recibir ese CD.

Es una medida de nuestro sentido de presunción, pienso, que mientras los talibanes y sus aliados todavía van a la guerra portando sus anchos pantalones y camisas de algodón tradicionales, nosotros los estadounidenses inventamos incesantemente cosas para sentirnos más «seguros». Ya que nadie puede estar seguro, menos que nada en la guerra, cada nuevo desarrollo tiende a resultar insuficiente y es casi seguro que creará nuevos problemas.

A pesar de todo, los estadounidenses presumen de su derecho a la seguridad. Por lo tanto el MRAP fue diseñado para encarar un doble ataque de temor: bombas al borde de la ruta (artefactos explosivos improvisados) y emboscadas. Me entrenaron para que fuera como pasajera en un MRAP a una misión que nunca tuvo lugar, pero al hacerlo aprendí dónde están los asideros para esas frecuentes ocasiones en las que los inestables MRAP caen dando vueltas de campana por la ladera de una montaña.

El entrenador habló con tanta seguridad de lo que había que hacer en caso de una vuelta de campana que casi me dio la impresión de que bastaba girar las caderas y enderezar el vehículo, como si fuera un kayak. Pero no, una vez que comienza a rodar, se acabó. Hay que arrastrarse para salir y caminar. (Y basta de hablar de protección contra emboscadas.) Luego, uno de esos grandes camiones que vimos en la carretera a Bagram tiene que salir y acarrearlo de vuelta a la base, donde el capataz con su nuevo CD con el manual de instrucción puede tratar de arreglarlo. Es, en breve, el motivo por el cual el MRAP de 7 pasajeros está siendo reemplazado por el M-ATV de cinco, un inmenso vehículo todo terreno blindado que no tiende tanto a darse vuelta. Como lleva menos soldados, sin embargo, hay que usar más vehículos, y estoy segura de que ya veis a dónde lleva eso.

Un beneficio de nuestra adicción a material caro, de última tecnología, por defectuoso que resulte ser, es que la producción privada de armamento mantiene ahora en vida a nuestra economía y enriquece a algunos sujetos militares-industriales. Un defecto es que -aunque les cueste comprenderlo a los soldados estadounidenses en la línea de fuego- realmente debilita nuestra tan pregonada estrategia COIN. Los afganos que combaten en sus pijamas de algodón interpretan la dependencia occidental de blindaje pesado como una medida de nuestro miedo -para no mencionar la inferioridad de nuestros dioses, ya que no parecemos dispuestos a contar con su protección. (Al contrario, el centinela en la pequeña base del Ejército Nacional Afgano adyacente a la FOB que estaba visitando dormía en un catre en el techo, expuesto al fuego enemigo con su tetera al lado, confiando en su dios, o sabiendo tal vez algo sobre el «enemigo» que nosotros no sabemos.)

Todo el confort de la guerra

En la gran escala de las bases estadounidenses, pensad en Bagram como una ciudad, en las bases secundarias como pequeños pueblos, en las FOB como condominios fuertemente protegidos en paisajes rurales, y en los COP (puestos avanzados de combate) externos como campamentos a los que no te gustaría enviar a tu hijo. Una FOB se encuentra, por definición, bastante lejos en los márgenes, pero debo decir directamente que cuando el helicóptero me descargó con mi blindaje corporal completo (y notablemente pesado) y mi casco de Kevlar en mi FOB designada, no me pareció en nada como «el frente».

Debería explicar que mi imagen duradera de la guerra proviene de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, de la que mi padre volvió con muchas medallas, discapacidades para toda la vida, y horribles álbumes ilustrados que no me permitieron ver cuando era niña. En esa guerra, los hombres vivieron durante muchos meses sin cambiar de uniforme, en trincheras embarradas o congeladas, infestadas de ratas y sabandijas, a menudo en medio de sus propios excrementos y sus propios muertos.

La FOB del frente en la que aterricé y sus soldados, al contrario, estaban de punta en blanco. El crédito de que así fuera lo merece en gran parte el trabajo extraordinariamente barato de equipos de filipinos, indios, croatas, y otros, atraídos de países distantes por contratistas privados estadounidenses en busca de beneficios, responsables de que nuestros soldados se sintieran en casa lejos de la suya. Las calles de la base están distribuidas en una cuadrícula. Carpas en filas ordenadas son protegidas por sacos de arena estándar y sus primos súper dimensionados, inmensas barreras Hesco [jaulas metálicas] repletas de piedras y escombros.

Las carpas son enfriadas por estruendosos tornados de aire acondicionado, gracias a equipos alimentados por gasolina cuya importación cuesta al ejército unos 100 dólares por litro. Los encargados necesitan entre tres y cuatro horas por día para rellenar los gigantescos generadores que suministran el aire frío, de modo que me sentí culpable cuando, para no tener que tiritar mientras dormía, embutí mi toalla en los tubos suspendidos desde el techo de mi carpa.

Están construyendo edificios más permanentes y algunos, ya construidos por afganos y no considerados suficientemente buenos para su habitación por estadounidenses, van a ser reconstruidos. Incluso en FOB distantes como ésta, el auge de la construcción es prodigioso. Hay un gran gimnasio con los últimos equipos de culturismo, y un centro de refuerzo de la moral equipado de teléfonos y bancos de ordenadores conectados a Internet que son utilizados casi continuamente. Un centro de comidas sirve a toda hora costillas asadas, bifes, y colas de langosta, aunque todo haya sido cocido hasta que ser irreconocible por esos trabajadores mal remunerados para quienes esa cocina es terriblemente extraña.

Hay una lavandería extraordinariamente rápida y, en cuanto a los servicios higiénicos y duchas -sólo puedo hablar de los pocos marcados «para mujeres» – eran los mejores que haya visto en parte alguna en Afganistán. Un letrero sugiere cortésmente que se limite la ducha a cinco minutos, un gesto hacia el coste de pagar a contratistas en busca de lucro que tienen que pagar el transporte del agua necesaria, y luego acarrear a sitios no revelados el copioso vertido de las letrinas estadounidenses. (En Bagram, ese vertido va a un río convenientemente cercano, una fuente de agua para innumerables afganos.) El detrito restante de esa FOB en plena expansión es descargado a un foso y quemado, junto con una cantidad impresionante, pero no revelada, de botellas de plástico para agua. Todo esto ayuda a explicar el coste anual de mantener a un solo soldado estadounidense en Afganistán, calculado actualmente en un millón de dólares.

No me malinterpreten. No estoy a favor de trincheras inmundas. ¿Pero por qué acicalar la guerra como si se estuviera en casa? Si la guerra fuera indisimuladamente tan repugnante y brutal como es, también podría tender a ser corta. Soldados liberados de ilusiones podrían amotinarse, como muchos hicieron en Vietnam, o desertar e irse a casa. Pero este tipo de seudo-guerra moderna, más confortable, es diferente.

Muchos jóvenes soldados me dijeron que realmente viven mejor en el ejército, incluso cuando han sido enviados al ‘frente’, que en su vida civil, donde no podían llegar a fin de mes, especialmente cuando trataban de pagar por la universidad o de criar una familia trabajando en uno o dos trabajos de bajo salario. No se amotinarán. Les va mejor que a muchos de sus amigos en casa. (Y son dedicados, lo que explica actos de heroísmo personal, incluso en una causa insensata.) Probablemente volverán a alistarse, aunque muchos me dijeron que preferirían abandonar el ejército e ir a trabajar por un salario mucho más elevado para contratistas privados con fines de lucro que ahora «atienden» la guerra estadounidense.

Pero lo extraño es que ninguno parece cuestionar el confort relativo de esta vida en la guerra (ni la falta de equidad de la vida civil infructuosa que queda atrás) -por lo menos para los mejor situados para observar de primera mano el contraste entre nuestras guarniciones y el exiguo equipamiento y condiciones de vida de los afganos, amigos y enemigos. En su lugar, el contraste parece inspirar a muchos soldados con un aprecio renovado por «nuestro modo de vida estadounidense» y una determinación por «hacer cosas buenas» por el pueblo afgano, tal como muchos sintieron que hacían por el pueblo de Iraq.

Subrayo todo esto porque nada que había leído sobre el servicio como soldados, me preparó para la dimensión de estos conforts -o el tedio que los espera. Muchos soldados no salen de la base. Realizan trabajos de escritorio, entregan suministros, administran la logística, reparan vehículos o radios, abastecen generadores y camiones, planifican proyectos de «desarrollo», manejan asuntos públicos, o actualizan mapas tácticos inscritos (en ciertos sitios que no puedo mencionar) con admoniciones como «Aquí hay dragones» o «Aquí hacen cosas malas». Enfrentan el tedio de tareas ordinarias, poco heroicas, repetitivas.

La herida más común que probablemente sufren es un tobillo fracturado, gracias a la alfombra de piedras sueltas de Afganistán oriental -exactamente del tamaño para tropezar. En la pared de la clínica médica de la FOB hay un afiche con dibujos sistemáticos e instrucciones para fortalecer los tobillos, una parte de la anatomía que no es realzada por ninguna de las máquinas de ejercicio en el gimnasio. Los médicos suministran mucho ibuprofeno y mantienen a mano un suministro de muletas.

Lo que pasa

Como se trata de una base de infantería, sin embargo, la mayoría de los escuadrones se aventuran regularmente fuera del perímetro, y la discapacidad característica, probablemente a largo plazo que los soldados traen con ellos son rodillas rotas -por el gran peso de las cosas que llevan puestas y cargan. El comandante de la base me recordó uno de los principios de COIN: la seguridad debe ser establecida por medios no letales. De modo que la mayoría de las misiones de la infantería son «patrullas de presencia», descritas por un oficial como «andar por sitios en los que no nos dispararán sólo para mostrar a los ‘afs’ (afganos) que los mantenemos seguros».

Yo también salí del perímetro en una de esas patrullas de presencia, una misión a una aldea, y -siento decirlo- no fue un paseo amistoso. La tarea de un soldado es «concentrarse»; es decir, tener cuidado con los enemigos. De modo que no se pueden «distraer» saludando a gente por el camino o deteniéndose para conversar. Entrar a la sala de una aldea para saludar a los ancianos, por ejemplo, podrá parecer cordial -ganar corazones y mentes. Pero irrumpir con fusiles listos destruye ese sentimiento amistoso. Hablando como alguien que ha visitado a los afganos en sus casas durante años, tengo que decir que esa actitud no causa una buena impresión. Es probable que tampoco sea bien aceptado en vuestra ciudad.

Tampoco parece funcionar. Desde que los militares de EE.UU. adoptaron COIN para «proteger a la población», las víctimas civiles han aumentado en un 23%; 6.000 civiles afganos fueron muertos el año pasado (y es indudablemente una subestimación). No es sorprendente que la presencia de soldados estadounidenses no haga que muchos afganos se sientan más seguros, sino puestos en más peligro, e incluso inspira a algunos a tomar las armas contra el ejército ocupante. Cada vez con más frecuencia, por lo menos en el área en la que estaba atraillada, una patrulla de presencia no letal se convierte en un enfrentamiento letal.

Un día, cerca del fin de mi atraillamiento, vi a un oficial de asuntos públicos que enmarcaba la foto de un soldado muerto en un tiroteo y la colocaba sobre la pared junto a la oficina del comandante, junto a fotos con marcos negros de otros siete soldados. Esta fuerza de combate estadounidense había estado en la FOB sólo durante unas pocas semanas, después de reemplazar a otro contingente, pero ya había perdido ocho hombres. (También habían muerto cinco afganos, pero sus retratos brillaban por su ausencia en la galería de los recuerdos.) El ejército toma una foto de cada soldado al comienzo de su servicio, de modo que la tiene disponible cuando la necesita; es decir cuando un soldado es muerto.

La mayoría de las bases y puestos avanzados de combate estadounidenses son bautizados con los nombres de soldados muertos. Cuando un soldado es muerto -o «cae» como gusta de decir el ejército- el servicio de Internet y los teléfonos de la base son bloqueados hasta que una delegación del ejército ha golpeado la puerta de los miembros sobrevivientes de la familia. De modo que, incluso si alguien es uno de los soldados que nunca abandonan la base, siempre es recordado de lo que sucede afuera. Y luego, usualmente al acercarse la noche, algunos enemigos ocultos en los picos alrededor de la base comienzan a dispararle, y los artilleros estadounidenses responden con obuses que levantan grandes nubes de roca y polvo de las montañas hacia el cielo vespertino.

Haciendo el bien a los afganos

En la base oí hablar incesantemente de COIN, la «nueva» doctrina resucitada del desastre de Vietnam en la esperanza irracional de que esta vez funcionará. Por mi experiencia en la FOB, sin embargo, es bastante obvio que la parte de corazones y mentes de COIN ya es una causa perdida, y una práctica generalizada entre los militares, de la que no han hablado otros periodistas atraillados, ayuda a explicar el motivo. De modo que lo que sigue es una exclusiva de TomDispatch, por cortesía de hombres afgano-estadounidenses que sirven de intérpretes para los soldados. Se sentían embarazados hasta la agonía cuando mencionaron esa costumbre, pero desesperados por detenerla. COIN especifica que los militares encuentren y hagan amigos entre los ancianos de las aldeas, tomen té, planifiquen el «desarrollo», y atraigan sus corazones y mentes. Varios intérpretes me dijeron, sin embargo, que cada reunión incluye a algunos jóvenes soldados estadounidenses cuya creación de lazos afectivos al estilo de los vestuarios incluye tandas de hilarantes pedos.

Para los hombres afganos, no hay nada más vergonzoso. Un pedo es la prueba de que un hombre no puede controlar ninguna parte de su sistema bajo el cinturón. Por lo tanto un hombre que pedorrea deja de ser un hombre. No puede ser tomado en serio, ni tampoco ninguna de sus ideas, promesas, o planes.

Con una ignorancia supina de cosas semejantes, el ejército sigue planificando junto con sus consultores civiles (representantes del Departamento de Estado, del Departamento de Agricultura de EE.UU., y diversos contratistas independientes que componen lo que se llama el Equipo de Terreno Humano encargado de interpretar la cultura local y de ayudar de ganar a la gente del lugar para nuestro lado). Algunos hablan de «construir infraestructura», otros de promover el «buen gobierno» o de planificar el «desarrollo económico». Todos hablan de «hacer el bien» y de «ayudar» a Afganistán.

En un lío típico en el terreno real de Afganistán, expertos del ejército que estuvieron previamente a cargo de esta base ya habían hecho construir un puente suspendido por un millón de dólares sobre un río a cierta distancia, pero no habían pensado en obtener derechos de tierras, de modo que no hay ninguna carretera que conduzca a él. Ahora el especialista estadounidense local en agricultura quiere introducir alfalfa a esas montañas áridas y rocosas para alimentar a manadas de ganado que pastorean sobre todo en su mente.

Sin embargo, mientras estaba registrando en mi cuaderno de notas los detalles de sus ilusorios planes, el comandante de la base me dijo que ya se había visto obligado a «dejar de lado el desarrollo». Estaba ocupadísimo enfrentando un inesperado ataque talibán. En todo Afganistán, los ataques insurgentes han aumentado un 51% desde la adopción de COIN como la estrategia del día. En el frente oriental, donde el comandante había servido seis años antes, ahora enfrenta una «oleada» de intimidación, asesinato, ataques suicidas, bombas al borde de la ruta, y combatientes con más capacidad técnica de lo que había visto hasta ahora en Afganistán.

Unos pocos días después de nuestra conversación, el comando en Afganistán fue transferido al general Petraeus, el santo renovador del manual de contrainsurgencia de los militares. Me pregunto si el comandante de la base ya le había dicho a Petraeus lo que entonces me dijo a mí: «Lo que estamos librando aquí ahora es una guerra convencional».

Yo había estado «en el frente» de esta guerra menos de dos semanas, y ya necesitaba vacaciones. Cuando estuve fuera del perímetro de la base me había llenado de tristeza al observar a muchachos serios, fuertemente armados y blindados, mientras trataban de convencer a afganos de barbas blancas -hombres de extraordinaria dignidad- quienes han visto todo esto antes y conocen el resultado.

Estar en la base era aburrido, a menudo tenso, y a veces igualmente triste cuando caían soldados. Entonces el comandante de la base, a pié, escoltaba hasta la base a los vehículos blindados que volvían de un combate, como un oficial de caballería de otros tiempos podría ingresar a un frente en la frontera, guiando a un caballo sin jinete. La escena se vería bien en una cinta de Hollywood sobre la guerra: emocionante en esa forma sentimental en Tecnicolor para instilar un significado heroico a una muerte innecesaria y sin sentido.

Una noche me acosté afuera bajo una profusión de estrellas y una media luna islámica. Invisible en la oscuridad, no pude dejar de oír a un soldado que había salido a hacer un llamado a casa con su teléfono celular. «En realidad necesito hablar contigo hoy», dijo, y buscando torpemente las palabras, perdió el control. «No», dijo finalmente, «Estoy bien. Te llamaré más tarde.»

El día siguiente, llevando mi casco y mi blindaje en mis brazos, subí a un helicóptero y me fui.

……….

Ann Jones es autora de Kabul in Winter (Metropolitan, 2006). Su libro más reciente sobre mujeres en zonas de conflicto: War Is Not Over When It’s Over, será publicado por Metropolitan en septiembre.

Copyright 2010 Ann Jones

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Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175280/