Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Los musulmanes eran sanguinarios y traicioneros. Lanzaron un ataque sorpresa contra el ejército francés y masacraron a todos y cada uno de los soldados, 20.000 en total. Hace más de mil años, en los pasos de montaña de España, la horda musulmana acabó con los mejores soldados al mando de Carlomagno, incluido su valiente sobrino Roland. Después, según el famoso poema que inmortalizó la tragedia, Carlomagno se cobró su venganza derrotando de forma aplastante a todo el ejército musulmán.
La Chanson de Roland, un poema épico escrito en verso en el siglo XI acerca de una batalla acaecida en el siglo VIII, es un elemento fundamental en las clases sobre civilización occidental en los institutos de todo el país. Una «obra maestra de drama épico», en palabras de la afamada traductora Dorothy Sayers, que ofrece un prólogo útil a los estudiantes antes de que se pongan a ahondar en lecturas sobre las Cruzadas que comenzaron en 1095. Y algo más inquietante aún, el poema ha educado a generaciones de judeo-cristianos para que consideren a los musulmanes como pérfidos enemigos que una vez amenazaron los cimientos mismos de la civilización occidental.
Sin embargo, el problema es que toda la epopeya está construida sobre una curiosa falsedad. El ejército que cayó sobre Roland y sus soldados francos no era musulmán en absoluto. En la batalla de verdad, allá por el año 778, los asesinos de los francos fueron vascos cristianos furiosos con Carlomagno por el pillaje perpetrado en su ciudad, Pamplona. No hubo epopeya alguna, la batalla surgió de una disputa parroquial en las complejas guerras de la España medieval. Más tarde cuando reyes y papas y caballeros se prepararon para guerrear en la Primera Cruzada, un poeta anónimo readaptó el texto para que sirviera a las necesidades de una emergente guerra santa de la cruz contra la media luna.
De forma similar, pensamos en las cruzadas como el arquetipo del «choque de civilizaciones» entre los seguidores de Jesús y los seguidores de Mahoma. En realidad, en la versión popular de esas Cruzadas, el adversario musulmán tomará el lugar de una serie notable de pueblos a los que los Cruzados consideraban enemigos, incluidos los judíos asesinados en los pogromos camino de Tierra Santa, los católicos rivales masacrados en los Balcanes y en Constantinopla, y los herejes cristianos cazados en el sur de Francia.
Muchos siglos después, durante la Guerra Fría, los fabricantes de mitos en Washington realizaron algo parecido, sustituyendo un grupo monolítico etiquetado «comunistas sin dios» por un grupo disparatado de nacionalistas anti-imperiales en un intento de transformar conflictos en lugares remotos como Vietnam, Guatemala e Irán en luchas épicas entre las fuerzas del Mundo Libre y las Fuerzas del Mal. En años recientes, la administración Bush hizo de nuevo otro tanto al representar a los nacionalistas árabes como diabólicos fundamentalistas islámicos cuando invadimos Iraq y nos preparamos para derrocar el régimen de Siria.
La construcción de mitos similares prosigue actualmente. La reciente aparición de la islamofobia en Estados Unidos se ha hecho fuerte a partir de varias suplantaciones inauditas. Un presidente claramente cristiano se ha convertido en musulmán en las mentes de un importante número de estadounidenses. El amable erudito islámico Tariq Ramadan se ha trastocado en un fundamentalista de libro en los escritos de Paul Berman y otros. Y un centro islámico en el bajo Manhattan, proyectado por partidarios del diálogo interreligioso, ha devenido en una «mezquita extremista en la Zona Cero» en las apariciones en televisión, en los discursos políticos y en los petardeos de Internet de una determinada camarilla de activistas de extrema derecha.
Esta transformación del Islam en una violenta caricatura de sí mismo -como si Ann Coulter se hubiera transformado de repente en el rostro del cristianismo- se produce en una coyuntura un tanto extraña en Estados Unidos. Los crímenes del odio y la retórica anti-islámica, que se dispararon de inmediato tras el 11 de septiembre de 2001, han ido menguando. Ningún ataque terrorista importante se produjo en EEUU o Europa desde las bombas de Londres en 2005. El actual presidente estadounidense ha tendido la mano al mundo musulmán y ha retirado el controvertido acrónimo GWOT [siglas en inglés de «Guerra Global contra el Terror»].
Es decir, que todos los elementos parecían estar en su lugar para que pudiéramos pasar página en uno de los capítulos más negros de nuestra historia. Sin embargo, parece como si nos hubiéramos quedado estancados en el siglo XI en una perpetua batalla de «nosotros» contra «ellos». Como muertos vivientes que no paran de salir de su ataúd, nuestras anteriores «Cruzadas» no desaparecen nunca. En efecto, todavía parece que seguimos combatiendo las tres grandes guerras del milenio, aunque dos de esos conflictos hayan acabado hace tiempo ya y el tercero se haya, retóricamente, reducido a «operaciones de contingencia en el exterior». Las Cruzadas, que finalmente se agotaron en el siglo XVII, continúan moldeando hoy nuestra imaginación global. La Guerra Fría terminó en 1991, pero los elementos clave del credo anticomunista aparecen desastrosamente injertados en el nuevo adversario islamista. Y la Guerra Global contra el Terror, que el Presidente Obama renombró silenciosamente poco después de llegar, se ha plagado de metástasis con las guerras que su administración prosigue en Afganistán, Pakistán, Iraq, Yemen y otros lugares.
Quienes en Europa y en Estados Unidos jalean esas guerras afirman que están difundiendo una llamada de atención sobre la continuada amenaza de al-Qaida, los talibanes y otros militantes que reivindican la bandera del Islam. Sin embargo, lo que realmente mantiene despiertos por la noche a los islamófobos no son los marginales y de aspecto atrasado fundamentalistas islámicos sino más bien la creciente influencia económica, política y global de la corriente mayoritaria y moderna del Islam. Abundan los ejemplos del Islam lidiando con éxito con la modernidad, desde la nueva política exterior de Turquía y la fuerza económica de Indonesia a los partidos políticos islámicos participantes en las elecciones en el Líbano, Marruecos y Jordania. Sin embargo, en lugar de tranquilizar, esas tendencias sólo incitan a los islamófobos a intensificar sus batallas para «salvar» la civilización occidental.
Mientras nuestras inacabadas guerras sigan ardiendo en la conciencia colectiva -y siguen causando estragos en Kabul, Bagdad, Sanaa y las Zonas Tribales de Pakistán-, la islamofobia dejará sentir su impacto en nuestros medios, en la política y en la vida cotidiana. Sólo si ponemos fin con decisión a las Cruzadas del milenio, a la Guerra Fría que duró medio siglo y a la década larga de Guerra contra el Terror (cualquiera que sea su nombre) superaremos la peligrosa división que tantas vidas se ha llevado, tanta riqueza ha malgastado, además de distorsionar la comprensión misma de nuestro ser occidental.
Las Cruzadas continúan
Con su miedo irracional a las arañas, los aracnófobos sienten terror tanto de inofensivos zancudos como de las venenosas arañas ermitañas marrones. En casos extremos, un aracnófobo puede ponerse a sudar con sólo mirar fotos de arañas. Desde luego, es razonable ponerse a buen recaudo de las viudas negras. Sin embargo, lo que hace que un temor legítimo se convierta en una fobia irracional es la tendencia a englobar a cualquier grupo, arañas o humanos, en una categoría letal y después exagerar la amenaza que representan. Después de todo, las picaduras de araña son responsables como máximo de un puñado de muertes al año en Estados Unidos.
De forma similar, la islamofobia es un miedo irracional al Islam. Sí, ciertos fundamentalistas musulmanes han sido responsables de ataques terroristas, ciertos fantasiosos acerca de un «califato global» siguen conspirando ataques sobre percibidos enemigos y ciertos grupos como los talibanes de Afganistán y al-Shabaab en Somalia practican versiones medievales de la región. Pero los islamófobos confunden estas pequeñas partes con el todo y después ven yihad terroristas bajo cada almohada islámica. Y rompen a sudar ante la mera foto de un imam.
Los miedos irracionales tienen a menudo sus raíces en nuestras débilmente recordadas infancias. De forma parecida, nuestro miedo irracional ante Islam parece tener su origen en acontecimientos que sucedieron en los primeros días del cristianismo. Hay tres mitos que se han heredado de la era de las Cruzadas y que constituyen el núcleo actual de la islamofobia: los musulmanes son intrínsicamente violentos, los musulmanes quieren adueñarse del mundo y no se puede confiar en los musulmanes.
El mito del Islam como «religión de la espada» fue un elemento básico en el arte y en la literatura de las Cruzadas. De hecho, las atrocidades cometidas por los dirigentes y ejércitos musulmanes -y hubo algunas- apenas alcanzaron a rivalizar con las matanzas de los cruzados, que volvieron a tomar Jerusalén en medio de un verdadero baño de sangre. «Los montones de muertos causaron un problema inmediato a los conquistadores», escribe Christopher Tyerman en God’s War [La guerra de Dios]. «Gran parte de la población superviviente musulmana se vio obligada a limpiar las calles y trasladar los cadáveres fuera de las murallas para quemarlos en grandes piras, ante las que ellos mismos fueron masacrados». Los judíos de Jerusalén sufrieron un destino similar cuando los cruzados los quemaron vivos en su principal sinagoga. Por el contrario, cuatrocientos años antes, el Califa «Omar no pasó a nadie por la espada cuando tomó Jerusalén, firmando un pacto con el patriarca cristiano Sofronio por el que se comprometió a «no coaccionar a nadie en base a la religión».
El mito de los inherentemente violentos musulmanes perdura. El Islam «enseña la violencia», según proclamó en 2005 el televangelista Pat Roberson. «El Corán enseña la violencia y la mayoría de los musulmanes, incluidos los supuestos musulmanes moderados, creen abiertamente en la violencia», fue lo que escribió el Teniente General Jerry Curry (retirado del ejército estadounidense) que sirvió con las administraciones de Carter, Reagan y Bush padre.
Los cruzados justificaron su violencia con el argumento de que los musulmanes estaban dispuestos a adueñarse del mundo. En sus primeros días, el imperio islámico en expansión imaginó en efecto una dar-es-Islam [Casa del Islam] cada vez mayor. Sin embargo, en la época de las Cruzadas, ese estallido inicial de entusiasmo por la guerra santa se había agotado hacía tiempo. Además, el occidente cristiano albergaba su propia serie de deseos en lo que se refería a extender la autoridad del Papa a cada rincón del planeta. Incluso aquel temprano creyente en el poder suave que fue Francisco de Asís, se sentó con el Sultán al-Kamil durante la quinta Cruzada para tratar de liquidar el Islam a través de la conversión.
Actualmente, los islamófobos describen la construcción de la Casa de Córdoba en el bajo Manhattan como otra intentona del milenio: «Esto es parte de la expansión y dominio islámico», escribe la blogger de derechas Pamela Geller, que convirtió la «Mezquita en la Zona Cero» en una obsesión de los medios. «El Islam es una religión con una gran agenda política», advierte el ex musulmán Ali Sina. «El objetivo último del Islam es gobernar el mundo».
Esos dos mitos -el de la inherente violencia y el de las ambiciones globales- llevaron a la firme convicción de que los musulmanes eran por naturaleza poco fiables. Robert de Ketton, un traductor del Corán del siglo XII, hablaba mal del Profeta Mohamed en la forma habitual diciendo: «Como eres un embustero, te contradices a ti mismo en todo». La sospecha de falta de honradez la asumió también cualquier cristiano que tuvo posibilidad de coexistencia con el Islam. Por ejemplo, el Papa Gregorio creía que el Cruzado Federico II, en el siglo XIII, era el mismo Anticristo porque había desarrollado estrechas relaciones con los musulmanes.
Para los islamófobos de hoy, los musulmanes de fuera son igualmente terroristas al acecho. En cuanto a los musulmanes en casa: «Los musulmanes estadounidenses deben enfrentarse y», escribe el novelista Edward Cline, «repudiar el Islam o permanecer en una silenciosa quinta columna». Incluso musulmanes estadounidenses que ocupan altos puestos, como el congresista Keith Ellison (demócrata por Minnesota), están bajo sospecha. En una entrevista de la CNN de 2006, Glenn Beck dijo: «Me sentía nervioso pensando en esta entrevista con Vd. porque siento tener que decir cosas como: ‘Señor, demuéstreme que no está trabajando con nuestros enemigos'».
Estos tres mitos de islamofobia florecen en nuestra época, al igual que lo hicieron hace un milenio, debido a una maliciosa confluencia del fundamentalismo islámico con el Islam mismo. Bill O’Reilly canalizó claramente este pensamiento cruzado cuando afirmó recientemente que «la amenaza musulmana al mundo no es algo aislado. ¡Es inmensa!». Cuando el Subsecretario Adjunto de Defensa para Inteligencia William Boykin, en un infame sermón en 2003, tronó: «Lo que hago hoy aquí es reclutarte para que te conviertas en guerrero del reino de Dios», estaba emitiendo un llamamiento cruzado a las armas.
Pero O’Reilly y Boykin, que representan la violencia, duplicidad y expansionismo de la mentalidad de los cruzados occidentales de hoy en día, estaban también invocando una tradición más reciente, más cercana en el tiempo y mucho más familiar.
El mito totalitario
En 1951, la CIA y la emergente elite anticomunista, incluyendo al que pronto sería presidente Dwight Eisenhower, crearon la Cruzada por la Libertad como componente clave de una creciente campaña de guerra psicológica contra la Unión Soviética y los países satélites bajo su control en el Este de Europa. El lenguaje de esta «cruzada» era intencionadamente religioso. Abarcaba a los «pueblos profundamente arraigados en la herencia de la civilización occidental que vivían bajo el aplastante peso de una dictadura sin Dios». En su llamamiento a la liberación del mundo comunista, se hacían eco de la retórica cruzada de casi mil años de antigüedad para «reconquistar» Jerusalén y otros puestos de avanzada de la cristiandad.
En la teología de la Guerra Fría, la Unión Soviética sustituía al mundo islámico como el infiel en el que no se podía confiar. Aunque fuera inconscientemente, los viejos mitos cruzados sobre el Islam se trasladaron fácilmente a determinados supuestos sobre el enemigo comunista: los soviéticos y sus aliados deseaban apropiarse del mundo, no se podía confiar en su retórica de coexistencia pacífica, ponían en peligro la civilización occidental y luchaban con un salvajismo único y con voluntad de martirizarse a sí mismos en aras a conseguir un bien ideológico mayor.
Para colmo de ironías, los gobiernos occidentales estaban tan obsesionados con combatir este nuevo flagelo que, en los años de la Guerra Fría y en seguimiento de la teoría de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, se dedicaron a alimentar un Islam radical como arma. Como el periodista Robert Dreyfuss detalla hábilmente en su libro «The Devil’s Game» [El juego del diablo], la financiación estadounidense de los muyahaidines en Afganistán fue sólo una parte de la cruzada anticomunista en el mundo islámico. Para socavar a los izquierdistas y nacionalistas árabes que pudieran alinearse con la Unión Soviética, Estados Unidos (e Israel) trabajaron con los mullahs iraníes, ayudaron a crear Hamas y facilitaron la expansión de los Hermanos Musulmanes.
Aunque la Guerra Fría terminó con la repentina desaparición de la Unión Soviética en 1991, la forma de pensar de esa época -y la de tantos Guerreros del Frío que la ostentaban- nunca desapareció con ella. La mitología prevalente fue simplemente transferida de nuevo al mundo islámico. En la teología anticomunista, por ejemplo, la palabra más maldita era «totalitarismo», utilizada para describir la esencia de todo lo que abarcaba al estado y sistema soviéticos. Según la glosa que aquella temprana neoconservadora Jeanne Kirkpatrick proporcionaba en su libro «Dictatorships and Double Standards» [Dictaduras y dobles raseros], Occidente tenía todas y cada una de las razones para apoyar dictaduras autoritarias de derechas porque se oponían tenazmente a las dictaduras totalitarias de izquierdas, las cuales, a diferencia de las autocracias con las que nos aliábamos, eran supuestamente incapaces de llevar a cabo reformas internas.
Según la nueva escuela «islamofascista» -y sus acólitos como Norman Podhoretz, David Horowitz, Bill O’Reilly, Pamela Geller-, los fundamentalistas eran sencillamente los «nuevos totalitarios», retrógrados, fanáticos e incapaces de cambiar, igual que los comunistas. Para un tratamiento más sofisticado del debate islamofascista, echen un vistazo a Paul Berman, un intelectual liberal de tendencia derechista que ha intentado demostrar que los «musulmanes moderados» son fundamentalistas con traje de reformistas.
Estos Guerreros del Frío abordan todos ellos el mundo islámico como una masa indiferenciada -en espíritu, una moderna Unión Soviética-, donde los gobiernos árabes y los radicales islamistas trabajan codo con codo. Sencillamente, no consiguen entender que los gobiernos sirio, egipcio y saudí han lanzado sus propios ataques contra el Islam radical. Las marcadas fisuras entre el régimen iraní y los talibanes, entre el gobierno jordano y los palestinos, entre chiíes y sunníes en Iraq, e incluso entre los kurdos desaparecen todas en la licuadora totalitaria, al igual que los anticomunistas no conseguían distinguir entre el comunista de línea dura Leonid Brezhnev y el comunista reformador Mijail Gorbachev.
En las raíces del terrorismo, según Berman, están los «inmensos fracasos de coraje político e imaginación dentro del mundo musulmán», en vez de las violentas fantasías de un grupo de posiciones extremas religiosas o las operaciones militares tipo Cruzada de Occidente. Es decir, algo ya defectuoso en el núcleo mismo del Islam es en sí responsable de la violencia perpetrada en su nombre, una línea argumental notablemente similar a la que hicieron los Guerreros del Frío sobre el comunismo.
Todo esto, desde luego, representa una imagen en espejo de los argumentos de al-Qaida acerca de la perversidad intrínseca del Occidente infiel. Al igual que durante la Guerra Fría, las líneas duras se refuerzan mutuamente.
La persistencia de los mitos cruzados y su transposición al marco de la Guerra Fría ayudan a explicar por qué Occidente es capaz de cargar con tantas ideas equivocadas sobre el Islam. Sin embargo, no explican el reciente repunte de islamofobia en EEUU después de varios años de relativa tolerancia. Para poder entenderlo, debemos volver a la tercera guerra inacabada: la Guerra Global contra el Terror o GWOT [siglas en inglés] lanzada por George W. Bush.
Avivando las llamas
El Presidente Obama puso buen cuidado en potenciar su imagen cristiana durante su campaña. Se le vio repetidamente rezando en iglesias y evitando aplicadamente las mezquitas. Hizo cuanto estuvo en su mano para borrar las huellas de identidad musulmana de su pasado.
Por supuesto, sus opositores hicieron todo lo contrario. Subrayaron que su segundo nombre, Hussein, desafiaba su inscripción de nacimiento y aseguraban que estaba demasiado próximo a la causa palestina. También intentaron volver a las circunscripciones liberales -especialmente a los judíos estadounidenses- en contra del presunto presidente. Al igual que Federico II en una generación anterior de fundamentalistas cristianos, desde que entró en la Oficina Oval, se ha convertido en el Anticristo de los islamófobos.
Una vez en el poder, rompió con las políticas de la administración Bush hacia el mundo islámico en unos cuantos aspectos. En efecto, siguió adelante con su plan para retirar las tropas de combate de Iraq (con algunas excepciones importantes). Ha intentado presionar al gobierno del Primer Ministro israelí Benjamín Netanyahu para que pare la expansión de asentamientos en los territorios ocupados palestinos y negociar de buena fe (aunque lo ha hecho sin ejercer el tipo de presiones que podrían haber dado resultado, como reducir o incluso cesar de exportar armas estadounidenses a Israel). En un muy publicitado discurso pronunciado en El Cairo en junio de 2009, se acercó retóricamente también al mundo islámico en un momento en el que estaba también eliminando la expresión «Guerra Global contra el Terror» del vocabulario del gobierno.
Sin embargo, para los musulmanes de todo mundo, la Guerra Global contra el Terror prosigue su curso. EEUU ha orquestado un incremento en Afganistán. La guerra de aviones no tripulados de la CIA en las fronteras pakistaníes sigue intensificándose velozmente. Las Fuerzas Especiales de EEUU actúan en estos momentos en 75 países, al menos quince más que durante los años de Bush. Mientras tanto, Guantánamo continúa abierto, EEUU sigue practicando las entregas extraordinarias y el asesinato sigue siendo un componente activo de la caja de herramientas de Washington.
Los civiles asesinados en esas operaciones de contingencia en el extranjero son en su mayoría musulmanes. Los seres a los que atraparon e interrogaron son fundamentalmente musulmanes. Los edificios destruidos son en gran parte de propiedad musulmana. Como consecuencia, la retórica de los «cruzados e imperialistas» utilizada por al-Qaida cae en oídos receptivos. A pesar de su discurso en El Cairo, los índices de popularidad de EEUU en el mundo musulmán, ya bastante sombríos, se han hundido aún más desde que Obama llegó al poder: en Egipto, han pasado del 41% en 2009 al 31% en la actualidad; en Turquía, del 33% al 23%; y en Pakistán, del 13% al 8%.
Las guerras, ocupaciones, asaltos y repetidos ataques aéreos de Estados Unidos han producido gran parte de ese descontento y, como el científico político Robert Pape ha defendido constantemente, también la mayoría de suicidios bomba y otros ataques contra las tropas y objetivos occidentales. Eso se llama venganza, no religión; como lo fue para los estadounidenses después del 11/S. Como el comentarista M. Junaid Levesque-Alam señaló astutamente: «Cuando tres aviones se precipitan contra iconos nacionales, ¿acaso se llenaron de rabia y odio los corazones estadounidenses sólo después de consultar los versículos bíblicos?».
Y sin embargo, esas sombrías cifras de las encuestas no significan actualmente un rechazo a los valores de occidente (a pesar de las seguridades ofrecidas por los islamófobos de que reflejan exactamente eso). «Se han hecho numerosas encuestas», escribe el encuestador Stephen Kull, «por parte del World Values Survey y el Arab Barometer, que muestran un fuerte apoyo del mundo musulmán a la democracia, a los derechos humanos y a un orden internacional basado en el derecho internacional y en unas Naciones Unidas fuertes».
Es decir, nueve años después del 11/S, ha surgido un segundo repunte en la islamofobia y en los ataques de terroristas crecidos en casa, como el del supuesto terrorista de Times Square, a partir de dos presiones entrecruzadas: por un lado, las críticas estadounidenses a la política exterior de Obama creen que ha abandonado la lucha de civilizaciones más importante de nuestra época, mientras que por otro, desde el mundo musulmán muchos consideran la política exterior de la era Obama como una continuación, incluso como una escalada, de las políticas de guerra y ocupación de la era Bush.
Ahí radica la ironía: al lado del indiscutible aumento del fundamentalismo de las últimas dos décadas, aunque sólo unos pocos se decantaron por la violencia, el mundo islámico ha experimentado un cambio que se carga el chiclé de que el Islam ha impedido el desarrollo económico y político. «Desde los primeros años de la década de 1990, 23 países han desarrollado un buen número de instituciones democráticas, con elecciones limpias, con partidos políticos competitivos y vigorosos, mayores libertades civiles o mejores protecciones legales para los periodistas», escribe Philip Howard en The Digital Origins of Dictatorship and Democracy. Turquía ha emergido como vibrante democracia y actor importante de la política exterior. Indonesia, el país que cuenta con mayor población musulmana del mundo, es ahora la mayor economía del Sureste Asiático, ocupando el puesto número dieciocho en la lista de economías más fuertes del mundo.
¿Están los islamófobos omitiendo esta historia de concordia del Islam dominante con la democracia y el crecimiento económico? ¿O son precisamente estos elementos (y no el islamofascismo protagonizado por al-Qaida) los que realmente les molestan?
Las últimas preocupaciones de los islamófobos dicen mucho a este respecto. Después de todo, Pamela Geller, actuó de forma típica al perseguir no a una mezquita radical sino a un centro islámico a dos manzanas de la Zona Cero propuesto por un partidario del diálogo interreligioso. Como escribe el periodista Stephen Salisbury: «La controversia sobre la mezquita no va realmente sobre una mezquita en absoluto; es sobre la presencia de musulmanes en Estados Unidos, y de la ansiedad y temor en libre flotación que ahora dominan la psique de la nación». En su última ocurrencia, Geller está proponiendo un boicot a la sopa Campbell porque lleva certificación halal -la versión islámica de la certificación kosher de un rabino- de la Sociedad Islámica de Norteamérica, un grupo que, a propósito, se ha esforzado en denunciar el extremismo religioso.
Mientras tanto, Paul Berman ha dedicado su último libro, The Flight of Intellectuals [El vuelo de los intelectuales], ha deconstruir los argumentos no de Osama bin Laden o alguno de su calaña sino de Tariq Ramadan, el más importante teólogo de la corriente islámica dominante. Ramadan es un hombre firmemente comprometido en superar las viejas distinciones entre «nosotros» y «ellos». Crítico de Occidente por el colonialismo, el racismo y otras enfermedades, también se enfrenta a las injusticias del mundo islámico. Esta muy lejos de ser un fundamentalista.
Y, a propósito, ¿qué país ha conseguido, más que cualquier otro, que haya más islamófobos europeos? ¿Pakistán? ¿Arabia Saudí? ¿el Afganistán talibán? No, la respuesta es: Turquía. «Los turcos están conquistando Alemania de la misma forma que los kosovares conquistaron Kosovo: utilizando las altas tasas de nacimiento», argumenta el islamófobo alemán de turno Thilo Sarrazin, miembro del Partido Social-Demócrata de Alemania. La extrema derecha ha llegado incluso a unirse alrededor de un referéndum de alcance europeo para mantener a Turquía fuera de la Unión Europea.
A pesar de sus muchos defectos, al menos George W. Bush sabía lo suficiente para distinguir islam de islamismo. Al ir contra un centro islámico completamente normal, contra un erudito islámico perfectamente normal y un país islámico totalmente normal -todos ellos asentados en la corriente principal de esa religión-, los islamófobos han declarado actualmente la guerra a la normalidad, no al extremismo.
Las victorias del Movimiento del Tea Party y el incrementado poder de los militantes republicanos en el Congreso, por no mencionar el renacimiento de la extrema derecha en Europa, sugieren que vamos a tener que vivir durante algún tiempo con toda esta islamofobia y las tres inacabables guerras de Occidente contra el Resto. Las Cruzadas duraron cientos de años. Esperemos que la Cruzada 2.0 y la oscurantista etapa en la que estamos insertos tengan una duración mucho más corta.
John Feffer es co-director de Foreign Policy in Focus en el Institute for Policy Studies, escribe su columna regularmente en World Beat y en 2011 publicará un libro sobre islamofobia en City Lights Press. Pueden leerse sus ensayos más recientes en su página en Internet. Desea agradecer a Samer Arrabi, Rebecca Azhdam y Peter Certo toda la ayuda prestada en la investigación.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/
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