«Respondit, diré a Su Señoría que rogado por el señor Giacomo Mora, barbero, que le diese podredumbre de la que sale de la boca de los cadáveres infectados, le pregunté qué quería hacer con ella, a lo que respuso que quería fabricar un ungüento para untar los cerrojos y las puertas de la ciudad para […]
Estas palabras proceden del interrogatorio de Guglielmo Platea durante el proceso realizado en Milán contra los «untori» o «aspersores». Su exuberancia misma, el reconocimiento de los hechos y su exageración hasta llegar a afirmar que los inspiró el Diablo delatan el proceso inquisitorial, el resultado de la tortura. La tortura, como afirmaba uno de sus máximos expertos mundiales, el General Augusto Pinochet en una entrevista a un cadena de televisión francesa, «es la técnica de obtener verdades o mentiras mediante la humillación y el dolor». La tortura no permite obtener ninguna certeza, pero logra declaraciones que justifican al poder torturador y humillan a la víctima, en el Chile neoliberal de los 70, en el Milán del XVII o en el Moscú de 1936.
La peste de Milán de 1630 es conocida por el relato de Manzoni en Los novios (I promessi sposi). Como en otras pestes de la literatura, por ejemplo la peste de Argel que relata Camus, la peste milanesa dibuja un retrato moral de la sociedad. Alrededor de la enfermedad cundió un pánico que amplificaba el producido por la propia peste, el provocado por los «untori», personas ficticias o reales acusadas de untar con secreciones de enfermos de la peste o de cadáveres los pomos y cerrojos de las puertas u otros lugares que la gente tocaba habitualmente, con la finalidad de extender el contagio. Esto dio lugar a persecuciones de personas o grupos de personas sospechosos de dedicarse a esa actividad y a un caos social generalizado.
Desde la Antigüedad, las enfermedades mortales contagiosas se vieron como un castigo divino. Piénsese en la peste que golpea Tebas en Edipo Rey y por la cual la población se pone en busca del culpable, del pecador que la originó, encontrándolo por fin en el rey inconscientemente incestuoso. Hoy mismo estamos asistiendo en la España de la crisis y del fin de régimen a escenas semejantes. La operación de relaciones públicas del gobierno de Rajoy trayendo a España desde África a un misionero español enfermo de ébola junto a otra religiosa empezó como un sainete, pero puede acabar en tragedia, pues antes de fallecer el misionero fue tratado por personal médico sin formación específica para este tipo de enfermedades, con un equipamiento deficiente y en unas instalaciones fuertemente degradadas por los recortes y a punto de ser cerradas. Lo que había hecho el gobierno de Rajoy este verano, bajo el aspecto de un desacostumbrado y por ello hipócrita acto de humanidad -que este gobierno nunca tuvo con los millones de víctimas de sus políticas de austeridad- no fue ni más ni menos que introducir en España y en la UE un reservorio de una de las enfermedades infecciosas más peligrosas y mortales que se conocen. Esta vez, como en el resto de la gestión de la crisis, el gobierno actuó contra el sentido común y contra el interés general.
Pocos meses después, Teresa Romero, una de las enfermeras auxiliares que trataron al sacerdote enfermo, y que no fue objeto -al igual que todos sus colegas- de ninguna medida de seguimiento tras haber estado en contacto con un reservorio de ébola, cae enferma. Teresa, víctima de un contagio debido a unas condiciones de trabajo enteramente inadecuadas para la gestión de esta delicadísima situación, ha sido acusada por las autoridades sanitarias de ser la causante de su enfermedad y de posibles contagios de otras personas, llegándose a afirmar que podría incurrir en responsabilidad penal. El marido de Teresa ha sido internado en cuarentena en un centro hospitalario y el perro de la pareja, en contra de la opinión de los especialistas en este tipo de enfermedades que recomiendan su puesta en cuarentena y observación ha sido sacrificado obedeciendo al refrán «muerto el perro se acabó la rabia».
El gobierno ha estado, por lo tanto, escondiendo su responsabilidad e inventándose «untadores» del ébola como Teresa Romero y su perro Excalibur. Para las autoridades, se trata de escurrir el bulto, de rechazar cualquier responsabilidad política, a pesar de la evidencia de que el reservorio de ébola causante de la enfermedad de Teresa y de los posibles contagios de otras personas fue introducido en España por el gobierno. Poco importan las evidencias.
Volviendo a la literatura, en la fábula de Esopo Los animales con peste de la que existe versión francesa de La Fontaine y española de Samaniego se cuenta una historia ejemplar y paralela a la que estamos viviendo. La peste llega al bosque y los campos donde viven los animales. El Rey León ve en esa peste un castigo divino y afirma:
Ya véis que el justo cielo nos obliga
A implorar su piedad, pues nos castiga
Con tan horrenda plaga:
Tal vez se aplacará con que se le haga
Sacrificio de aquel más delincuente,
Y muera el pecador, no el inocente.
Confiese todo el mundo su pecado.
Empezando por el propio León, los carnívoros más sanguinarios, el Tigre, la Onza, el Oso, confiesan haber matado otros animales con crueldad, pero la zorra los disculpa a todos porque son poderosos y casi han hecho un honor a su víctimas devorándolas. Se llega por fin al burro, que confiesa haber comido un poco de trigo en un campo y es condenado a muerte y ejecutado por el Lobo en presencia del rey.
El lugar que ocupa el incocente burro sacrificado en la fábula, lo ocupa en la tragicomedia de la España actual un perrito como sustituto simbólico de su dueña. Excalibur, el perro de Teresa Romero, fue condenado a ser sacrificado por las mismas autoridades sanitarias que importaron el ébola e impusieron a trabajadores de la salud sin formación ni equipamiento específicos para el cuidado de esa enfermedad ocuparse de un enfermo de ébola muy grave y fuertemente contagioso.
Caben dudas a los historiadores sobre si en la ciudad de Milán hubo verdaderos «untadores» de la peste, pues muchas de las pruebas obtenidas se arrancaron mediante el fuego y las tenazas del torturador. En España no cabe esa duda: los untadores, los untori o aspersores existen y ocupan los más altos cargos del gobierno nacional y de algunas de las comunidades autónomas. No solo existen: están orgullosos de haber traído el ébola y culpan a los ciudadanos y a los trabajadores de las consecuencias de ese acto irresponsable. Es exactamente lo mismo que hacen todos los días en la gestión de esta crisis interminable cuyo remedio buscan insistiendo en las mismas medidas que la reproducen, al tiempo que culpan a la población de «haber vivido por encima de sus posibilidades». En el neoliberalismo, desde Pinochet hasta Rajoy, los trabajadores son siempre culpables.
Blog del autor: http://iohannesmaurus.blogspot.be/2014/10/los-untadores-de-la-peste-untori.html
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