En el marco de la grave crisis pandémica y social, las actividades de organizaciones asistenciales y su proyección pública han crecido notablemente. Esto ha hecho que su responsabilidad social haya aumentado de forma exponencial, a la vez que han aumentado voces que centran su atención en el debate de cuál debe ser un modelo óptimo de solidaridad.
Hay bastante consenso en los movimientos sociales y ONGs a la hora de definir el ataque al estado del bienestar como el adelgazamiento de las políticas sociales públicas y su sustitución progresiva por la caridad ejercida por personas e instituciones privadas. Es un enfoque que deja de lado la Declaración Universal de los Derechos Humanos que tiene como pilar el principio de “todos los derechos para todas las personas”, algo que deben procurar principalmente las instituciones del Estado. De triunfar este enfoque de manera radical regresaríamos a la práctica extendida de las mesas petitorias presididas por damas con visón, a las monjitas de la gota de leche (que tanto bien han hecho en las décadas de postguerra) y, en general, a una sociedad de medio siglo atrás con grandes bolsas de pobres asistidas por organizaciones paternalistas. No hay más que ver hoy día los cantos de satisfacción de la derecha tertuliana hacia gestos de caridad de magníficos ciudadanos y ciudadanas anónimas que dan asistencia a familias y personas en situación extrema. El regreso de una compasión trasnochada que sin cuestionar las causas de la marginación social se limita a dar de comer el hambriento, es lo más parecido a una sociedad profundamente clasista que se niega reconocer todos los derechos para todas las personas.
Generalmente la caridad es una práctica vertical, propia de una relación desigual entre el que da y el que recibe. Es un acto unilateral del que da. En sentido distinto, la compasión, como valor humanista y/o religioso, debiera manifestarse como SOLIDARIDAD, propia de una relación horizontal, entre iguales. Mientras desde el poder se inyecta el valor del paternalismo, desde abajo, desde la sociedad, hemos de incidir en el valor de la solidaridad entendida como una co-responsabilidad ante los diferentes dramas sociales.
Creo que hemos de enfocar la solidaridad como complementaria a la justicia. No es el fin, es un valor e instrumento práctico para caminar hacia un horizonte de justicia. Esta última, por cierto, es el valor central de la ética y plantea la igualdad de derechos y oportunidades entre los seres humanos. La realización de la justicia está íntimamente vinculada a lo público, es una virtud política. Para llevarla a cabo hace falta un soporte institucional adecuado, políticas de gobierno de marcado carácter social y una fuerte vigilancia ciudadana. Así, los poderes públicos han de velar porque el interés general no sea lesionado por los intereses particulares. Ahora bien la solidaridad cómo valor ciudadano, de empatía entre seres humanos, es también un valor privado, es decir que en complementariedad con lo público debe ser ejercitada al máximo posible de manera individual, familiar y como organizaciones.
En todo caso la justicia requiere de cambios estructurales y poderes democráticos. La democracia también debe modificar la economía. Recientemente escuché un discurso de Caritas Gipuzkoa que me sorprendió gratamente por su claridad en la crítica al modelo económico-social bajo el cual vivimos y por su apuesta en favor de otro mundo posible. Me temo que este enfoque es minoritario en las organizaciones de la Iglesia Católica.
De tal modo la solidaridad ha de formar parte de una aspiración, de un horizonte presido por la justicia; es nada más y nada menos que una compañera imprescindible de esta última. En coherencia con una concepción de la solidaridad que se apoya en el modelo causal (hay que actuar sobre las causas) no podemos limitarnos a la asistencia social, a la compasión siempre necesaria como valor humanista, sino que hemos de ser actores vivos y activos en el cambio de un modelo social que genera injusticias. No es para nada apropiado el enfoque de ONGs que únicamente actúan para paliar los graves daños que produce el modelo económico dominante; hay que comprometerse en la lucha por los cambios. A este respecto he decir que me pareció emocionante las palabras del Papa Francisco a los jóvenes en Río de Janeiro: “No balconeen la vida, bajen a la calle y armen el lío”. Claro y contundente.
¿Qué es lo que está en juego? Algo esencial que representa el pilar irrenunciable de nuestra propia concepción de la humanidad: la idea de que el derecho a vivir dignamente es un derecho de toda persona desde el momento que nace. Y, como dijo Martín Buber, el afán por lo justo no puede realizarse en el individuo, sino sólo en la comunidad humana. De ello se deriva la necesidad de movilizarnos ante cada desahucio, ante cada despido, ante cada ataque a la dignidad de las personas. Hoy, en nuestro pueblo, en Euskadi y en el estado español hay familias que pasan literalmente hambre; que lo han perdido todo. En este sentido cabe destacar la lucidez y coherencia de ONGs que prestando ayuda a la gente necesitada, al mismo tiempo, denuncian la barbarie neoliberal y luchan por cambiarla.
¿Qué debe suponer la solidaridad en la vida cotidiana de las organizaciones que prestan ayudas?:
-En primer lugar, la empatía. Ponerse siempre en lugar del otro, del que está al otro lado de la mesa. Personas instaladas en la angustia, en el miedo a la vida de cada día.
-En segundo lugar, desde la empatía comprender los errores que estas personas puedan cometer, sus picardías, sus pequeños engaños, algo que es producido por la miseria. Entonces hay que pensar ¿yo que haría en su lugar?
.-En tercer lugar desterrar toda tentación de ver en el que pide a un sospechoso, a alguien que me la quiere jugar, una amenaza. Ver siempre en el otro, en la otra, a mi prójimo
-En cuarto lugar, no permitir que se instale en nosotros ideas de discriminación, de racismo.
-En quinto término, eliminar de nuestras mentes y corazones toda tentación de sentir y ejercer una superioridad. ¡Fuera de nosotros toda estigmatización racial y cultural!
A partir de aquí se debe ejercer la solidaridad con reglas de juego y normas, pero practicadas desde la flexibilidad. También desde nuestra propia inteligencia para tratar de que la relación con las personas que acuden sea sincera y transparente.
Es cierto, por otra parte, que es saludable respetar y aceptar una pluralidad o formas de entender las prácticas solidarias cuando de verdad salen del corazón. Sin embargo, la solidaridad, como la libertad, la democracia y otros muchos valores pueden y deben estar sujetas a la reflexión crítica y al debate, pues no todo vale. En este sentido no es lo mismo el asistencialismo que con buena voluntad hacen personas bien intencionadas, que la responsabilidad de quienes desde el poder construyen una sociedad basada en la desigualdad y el no reconocimiento de todos los derechos para todas las personas. Estos poderes son portadores de una Idea de civilización y de una mirada sobre la humanidad profundamente sectaria y excluyente.
Lo que si podemos decir a las personas concretas que actúan con buena voluntad que, por favor, no se instalen en ese pequeño estatus de poder que puede llevarnos a actuar con jerarquía, con actitud de mando; no instalarse en ese poder que nos permite actuar premiando o castigando, ahora te doy ahora te quito…
Debemos reparar en las causas de las desgracias de muchas personas que son convecinas. Es importante que poco a poco la ciudadanía vayamos entendiendo que nos debemos a una solidaridad que ha se superar miradas compasivas puntuales para abrazar una compasión del compromiso con la justicia. Y para esto último hay muchas vías abiertas.
Para terminar, es bueno recordar que nos constituimos en personas morales cuando nos reconocemos como parte de un entramado de vinculaciones que nos comprometen con otras personas, y de ese vínculo nace y crece una solidaridad innegociable que defiende y exige todos los derechos para todas las personas. ¿Qué clase de vida nos parece la mejor para todas las personas? Esa es la gran pregunta que debe estar en la base de la vida política y de la política de la vida. A la hora de responderla no olvidemos el consejo del escritor Mario Benedetti: “Todo es según el dolor con que se mire”.