Una década después de que Estados Unidos iniciase su plan de ataques y de intervenciones militares en Oriente Medio, primero con la invasión de Afganistán, y después con la ocupación de Iraq, campañas que han ido acompañadas de «ataques quirúrgicos» durante toda la década en el extenso territorio que abarca desde el Magreb libio hasta […]
Una década después de que Estados Unidos iniciase su plan de ataques y de intervenciones militares en Oriente Medio, primero con la invasión de Afganistán, y después con la ocupación de Iraq, campañas que han ido acompañadas de «ataques quirúrgicos» durante toda la década en el extenso territorio que abarca desde el Magreb libio hasta la India, cuando se inicia el segundo mandato de Obama, la política exterior norteamericana se define por una confusa estrategia y una improvisación que ha hecho disminuir su influencia global, aunque no por ello ha dejado de conseguir algunos éxitos. Washington, centrado ahora en la revisión de su política hacia Asia, ultimando su salida de Iraq y, después, de Afganistán, retiradas que quiere culminar con el menor desdoro posible, al tiempo que procura aumentar su influencia en la zona y navega entre la insostenible ocupación israelí y el sufrimiento palestino, apoyando a Tel-Aviv, e interviniendo en la guerra civil siria y en el acoso diplomático a Irán, ha visto como el tablero asiático se complicaba para los intereses norteamericanos, aunque sus posibilidades de actuación y su influencia continúan siendo determinantes.
El «retorno norteamericano» a Asia está centrado en el reforzamiento de su alianza con Japón y Corea del Sur, en el despliegue militar en Oriente Medio (manteniendo los pactos con Arabia y las monarquías del golfo, y procurando gobiernos clientes en Iraq y Afganistán), y en su intento de convertirse en «mediador» en el Mar de la China Meridional entre algunos países de la ASEAN y China, y en una frenética diplomacia que ha llevado a diferentes responsables del Departamento de Estado norteamericano y a la propia Hillary Clinton a viajar con frecuencia a Asia para impulsar nuevos acuerdos destinados a la contención de China. En Asia es donde se juega la más importante partida por el predominio estratégico del siglo XXI, un hecho que, sin embargo, al atraer la atención prioritaria del gobierno norteamericano daña el esfuerzo que dedica a los otros continentes: América Latina ha ganado autonomía y distancia de la potencia del norte, y sus lazos con China han pasado a ser determinantes, mientras que el nuevo Brasil de Lula y Rousseff se comporta ya como una potencia global; África cambia vertiginosamente, porque, aunque sigue sumida en el subdesarrollo, las nuevas relaciones con China están empezando a cambiar su estado de postración. Junto a ello, Europa, sumida en una grave crisis, permanece ensimismada, y, aunque su tradicional relación de dependencia con Washington no ha cambiado, ha dejado de desempeñar el papel de socio estratégico que tuvo para Estados Unidos en los últimos cincuenta años.
Por el contrario, China ha aumentado considerablemente su fuerza. En el inicio de la década, en 2001, China representaba menos de un tercio de la economía norteamericana, según los cálculos del FMI (con la metodología del PPA). En 2012, la misma fuente indica que mientras Estados Unidos cuenta con un PIB de 15 billones de dólares, China alcanza ya los 12 billones… con la perspectiva, según la OCDE, de que, en cuatro años más, en 2016, China supere a Estados Unidos como mayor potencia económica mundial. Ante esa perspectiva, las nuevas prioridades del gobierno Obama ponen el acento en dificultar el ascenso chino, de la mano de algunas iniciativas que pueden crear graves crisis políticas y enfrentamientos en un arco que va desde Corea hasta el Magreb, pasando por el Mar de China Meridional, Pakistán, Afganistán e Iraq, el golfo Pérsico, Israel y Siria, con una prolongación en las repúblicas centroasiáticas de la CEI. La reactivación de viejas disputas territoriales y marítimas, que Washington está estimulando, no va a contribuir al nuevo marco de colaboración que debe surgir entre las principales potencias para abordar los desafíos del planeta: si el enfrentamiento predomina sobre la colaboración, los problemas globales se agravarán.
En Asia, tanto China como Rusia podrían afrontar un período de inestabilidad diplomática y de enfrentamientos que dañaría sus intereses y les restaría energía para afrontar sus propios problemas: en Rusia, el desarrollo y la modernización, junto con el declive demográfico y la corrupción, y, en China, la desigualdad fruto de un gigantesco crecimiento económico que no ha alcanzado a todos por igual, y, también, la corrupción, denunciada por el presidente Hu Jintao como una de las lacras del país. Washington pretende utilizar las debilidades y limitaciones de Pekín y Moscú para limitar el fortalecimiento de sus rivales y para moderar su retroceso en Asia, aunque sabe que, a medio plazo, es inevitable. Es probable que Estados Unidos sobrevalore sus recursos y su poder, movido por la inercia histórica de considerarse la potencia hegemónica mundial, y evalúe mal su capacidad real para combatir el ascenso chino en Asia. Pero no por eso renuncia a intervenir.
Obama pretende garantizar una retirada ordenada de Afganistán, aplicando fórmulas que ya utilizó en Iraq, evacuando sus tropas pero dejando un gobierno aliado, aunque su titubeante control sobre el gobierno iraquí tiene consecuencias para todo Oriente Medio. La desestabilización creciente de Pakistán, los bombardeos sobre poblaciones civiles, la dificultad para controlar las zonas donde actúan los islamistas y la creciente desconfianza del gobierno pakistaní en la eficacia de la política norteamericana también complican las cosas. Junto a ello, Estados Unidos trata de atraerse a la India a su «coalición antichina», que, aunque desmentida por su diplomacia, no es por ello menos evidente. Cada época tiene su afán, y Washington repite, así, la inteligente operación estratégica que desarrolló en los años setenta; primero, con la visita secreta de Kissinger a Pekín, y, después, con la de Nixon en febrero de 1972, para entrevistarse con Mao Tse Tung: de esa forma, Washington consiguió atraer a China a su bloque antisoviético. Ahora, Estados Unidos quiere conseguir el apoyo de Delhi para frenar a Pekín. En esa complejidad geopolítica, Asia central tiene un gran valor estratégico, y Washington está muy interesado en contar con bases militares permanentes en la zona, aunque algunas alianzas han cambiado en los últimos años.
En julio de 2012, Uzbekistán suspendió su participación en la OTSC, la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva que Rusia ha impulsado, trabajosamente, para agrupar a una parte de las repúblicas soviéticas. Las causas han sido las divergencias para acordar una política común (pretendida por Moscú, pero que Tashkent no deseaba), y las diferencias sobre Afganistán. El presidente uzbeko, Islam Karímov, ha alternado sus preferencias políticas entre Moscú y Washington como una forma de granjearse el apoyo de ambas potencias y de desempeñar en Asia central un papel equidistante y, al tiempo, protagonista, en detrimento de Kazajastán, la otra potencia regional que puede ejercerlo. De hecho, para contrariedad de Karímov, Kazajastán ha consolidado más su papel en la zona que Uzbekistán, y su crecimiento económico es mayor que el uzbeko. Al mismo tiempo, Astaná mantiene muy buenas relaciones con Moscú, y es uno de sus socios prioritarios, tanto en cuestiones económicas como en la alianza defensiva. Karímov ya había abandonado la OTSC en 1999, para iniciar un acercamiento a Estados Unidos que se truncó por los incidentes del valle de Fergana, que culminaron en una matanza. Entonces, Estados Unidos impulsaba el GUUAM, una estrafalaria organización cuyo acrónimo indicaba sus miembros: Georgia, Ucrania, Uzbekistán, Azerbaiyán y Moldavia. Su único objetivo era sabotear el proyecto ruso de reintegración de las repúblicas soviéticas. Las críticas norteamericanas a Karímov llevaron a éste a romper con Washington y, haciendo de la necesidad, virtud, se aproximó de nuevo a Moscú, reingresando en la OTSC. Ahora, recorre el camino de vuelta, y Estados Unidos se abstiene de criticar su régimen dictatorial… y celebra la aproximación de Karímov. No ha sido sencillo para la diplomacia norteamericana, pero ha conseguido un relevante punto de apoyo para su política asiática: tras los desencuentros con Kirguizistán, una de las pequeñas repúblicas centroasiáticas, Hillary Clinton reanudó las relaciones amistosas con Karímov, con el objetivo de reiniciar sus lazos con Uzbekistán para poder seguir controlando, después de 2014, el avispero afgano, así como vigilando la crisis iraní y la desestabilizada zona que va de Siria a Pakistán. Obama no cuenta con un plan definitivo para la región, pero es obvio que un ataque a Irán (israelí o norteamericano) incendiaría todo Oriente Medio.
Mientras tanto, Rusia ha cerrado un acuerdo con Tayikistán para mantener sus instalaciones militares como mínimo hasta 2042, en un pacto suscrito por Putin y el presidente tayiko Emomalí Rajmón. A su vez, el presidente de Kirguizistán, Almazbek Atambáev, ha anunciado el cierre de la base norteamericana de Manas, en Bishkek, en 2014, que opera como centro de mando y organización para el transporte de tropas norteamericanas y materiales a Afganistán, y que cuenta con más de mil quinientos militares estadounidenses. Moscú ofrece modernizar el ejército de Kirguizistán con mil cien millones de dólares en armamento ruso.
Otros escenarios envenenan las relaciones entre las grandes potencias: Siria e Irán. La guerra civil siria no es otra primavera árabe, sino una operación gestada por Estados Unidos para diseñar de nuevo el escenario de Oriente Medio, en su enésimo intento de dibujar el mapa de la región para seguir controlando en lo esencial el flujo de hidrocarburos y limitar la influencia rusa y china. Putin fue extremadamente crítico con Estados Unidos cuando, el verano pasado, definió la política norteamericana en Libia y Siria, como la «democracia de bombas y misiles», mientras llamaba a impulsar los procesos de diálogo en la zona, frente al insistente recurso a la intervención militar que, con diferentes excusas, reclama Estados Unidos en Oriente Medio. Tras su reelección, Obama y el Pentágono están evaluando la hipótesis de una intervención militar directa en Siria, aunque las posibles repercusiones en Israel y Palestina, Líbano, Iraq, Jordania (donde el rey Abdalá II, aliado norteamericano, es cada vez más cuestionado), e incluso Turquía, frenan el fulgor militarista de los halcones del Departamento de Estado y del Pentágono.
En junio de 2012, Putin y Obama se encontraron en México, durante la cumbre del G-20, y sus declaraciones parecieron dejar el camino abierto a la colaboración. El encuentro anterior entre ambos había tenido lugar en 2009, tres años y medio atrás. Aunque muchas disputas datan de la época de Bush, e incluso antes, han pasado por momentos muy tensos: las diferencias sobre Georgia, donde Estados Unidos no hizo nada, al contrario, para detener la temeraria y provocadora política de Saakashvili, fue uno de los más graves enfrentamientos, que llevó a Moscú a trazar sus líneas rojas ante la evidente complicidad norteamericana en la gestación de crisis en la periferia rusa. A su vez, el paulatino desarrollo de las fases de construcción del escudo antimisiles, junto con el proyecto de incorporar a Georgia y Ucrania a la OTAN (ahora, temporalmente paralizado), son para Moscú una prueba evidente de que Washington no cumple los compromisos que acepta en las reuniones en la cumbre. El «reinicio» que escenificó Hillary Clinton en Moscú obligaba a compromisos de las dos partes. Obama se comprometía a examinar de nuevo sus planes sobre el escudo antimisiles, sobre todo en Polonia y en Chequia, y Médvédev aceptaba revisar la posición rusa sobre las sanciones a Irán, que el presidente norteamericano reclamaba. Moscú cumplió su parte, pero Washington, no.
El supuesto compromiso de Obama con Putin de revisar el escudo antimisiles norteamericano si ganaba las elecciones no parece avanzar. Debe recordarse que una parte del Congreso norteamericano, ligada al Partido Republicano, especula incluso con impedir la ratificación del START debido a las supuestas limitaciones que impondría a dicho escudo. Moscú considera esa cuestión y la nueva política norteamericana en Asia, como los mayores focos de tensión con Washington, sin olvidar las diferencias sobre Siria o Irán. La reciente reunión del Consejo Rusia-OTAN se cerró con un acuerdo de colaboración para 2013, no sin que el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Lavrov, insistiese en que ambas partes celebrarán «consultas» sobre el espinoso asunto del escudo antimisiles norteamericano en Europa.
Incluso cuestiones menores, pero no desdeñables, como la Ley Magnitski, pueden complicar las relaciones entre Moscú y Washington. La Ley Magnitski, aprobada por el Congreso norteamericano a finales de noviembre de 2012, hace referencia a una lista de sesenta altos funcionarios rusos (del gobierno, el espionaje, la Fiscalía y los tribunales) a los que se prohibiría la entrada en Estados Unidos y a quienes se congelarían sus cuentas, al considerar que tienen responsabilidad en la muerte en prisión, en 2009, de Serguéi Magnitski, un abogado de la Hermitage Capital Management, del financiero norteamericano William Browder. Detrás de esta disputa, se esconde el mundo de la corrupción en Rusia y la campaña internacional que lleva a cabo Browder para denunciar a Putin. El tiburón Browder amasó una fortuna en los años de la privatización salvaje de Yeltsin y, curiosamente, era partidario de Putin, y uno de los principales inversores extranjeros en Rusia, hasta que fue expulsado del país en 2005; según las autoridades rusas, por evasión de impuestos, y, según Browder, porque él era una amenaza para los intereses de los políticos corruptos rusos. El ministerio de Asuntos Exteriores ruso considera la aprobación de la Ley Magnitski como otro intento de inmiscuirse en los asuntos internos de Rusia y la califica de «provocación».
Así, las críticas norteamericanas al sistema político ruso, la guerra civil siria, las acusaciones que surgieron en el Senado norteamericano sobre la supuesta ayuda rusa al desarrollo de misiles iraníes, y la Ley Magnitski, han hecho aflorar de nuevo la tensión en las relaciones de Moscú y Washington. Sin embargo, no hay un criterio unánime en el seno del gobierno norteamericano. El Pentágono cree que es prioritario mantener buenas relaciones con Moscú, a la vista de su imprescindible colaboración para culminar la campaña en Afganistán, que todavía puede evolucionar mucho, y no en la dirección más favorable para Washington, e incluso Hillary Clinton intenta limitar las consecuencias de la aprobación de la Ley Magnitski, pero las diferencias con Moscú refuerzan a los partidarios de una política agresiva hacia Rusia. Las crecientes dificultades económicas de Estados Unidos, Japón y la Unión Europea, preocupan a Putin, que considera que la ineficacia de los viejos centros del poder económico mundial está limitando el desarrollo global, donde Rusia pretende desempeñar un papel creciente huyendo del aislacionismo, pero evitando también el enfrentamiento con Washington. Putin mantiene que es prioritaria para su país la cooperación rusa con China, que se ha convertido en su principal aliado comercial, aunque no por ello olvida a la Unión Europea: de hecho, Alemania es el segundo socio comercial de Rusia.
Junto a la redefinición de las alianzas en Asia, a las disputas por el acceso a las fuentes de energía, al control de las rutas marítimas y a los enfrentamientos comerciales, está el diseño de la seguridad. Las maniobras militares que organizó Estados Unidos en Hawai, entre junio y agosto de 2012, llamadas Rim of the Pacific Exercise, Anillo del Pacífico, tenían la intención de, por una parte, hacer una demostración de fuerza, y, por otra, dar la impresión de que China está aislada. Para ello, invitó a veintidós países, incluso a la India y Rusia (era la primera vez que los rusos participaban), pero excluyó a China. Sin embargo, Rusia se había preocupado de realizar, dos meses antes, maniobras conjuntas con China, que se realizaron en el Mar Amarillo. China es el centro de todas las preocupaciones. Por todo ello, aunque no sin dificultades, el nuevo gobierno de Putin está intentando relanzar su política asiática, orientada a Oriente, al Pacífico, como una forma de intervenir en las disputas que protagonizan Pekín y Washington en la principal región económica del mundo: no hay duda de que la profundización de la relación de Rusia con China supondría un duro golpe estratégico para Estados Unidos.
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