Los medios de comunicación nos imponen algunos cuentos, y el del Tíbet funciona así: la República Popular China, que allá por 1949 ocupó ilegalmente el Tíbet, ha ejercido durante décadas una brutal y sistemática destrucción no sólo de la religión tibetana, sino también del pueblo tibetano. Las recientes protestas de los tibetanos contra la ocupación […]
Los medios de comunicación nos imponen algunos cuentos, y el del Tíbet funciona así: la República Popular China, que allá por 1949 ocupó ilegalmente el Tíbet, ha ejercido durante décadas una brutal y sistemática destrucción no sólo de la religión tibetana, sino también del pueblo tibetano. Las recientes protestas de los tibetanos contra la ocupación china fueron aplastadas una vez más por la fuerza militar. Desde que China ejerce como anfitrión de los Juegos Olímpicos de 2008, todos aquellos que amamos la democracia y la libertad tenemos el deber de presionar a China para que devuelva a los tibetanos aquello que les robó. Un país con un historial tan sombrío en materia de derechos humanos no debería utilizar el noble espectáculo olímpico para lavar su imagen internacional. ¿Qué harán nuestros gobiernos? ¿Cederán de nuevo ante el pragmatismo económico, o se armarán de coraje para anteponer los valores éticos y políticos sobre los intereses económicos más inmediatos?
Por desgracia, esta historia de «chicos buenos contra chicos malos» es más complicada. En realidad, no es cierto que Tíbet fuera un país independiente hasta 1949, cuando supuestamente se produjo la ocupación china. La historia de las relaciones entre Tíbet y China es larga y compleja, y en ella China ha jugado siempre el papel del amo protector: el Kuomintang (anti-comunista) también insistió en la soberanía china sobre el Tíbet. Antes de 1949, el Tíbet no era el Shangri-La, sino una sociedad feudal extremadamente dura, pobre -la esperanza de vida rondaba los treinta años-, corrupta y fracturada por guerras civiles (la más reciente, entre dos facciones monásticas, tuvo lugar en 1948, cuando el Ejército Rojo estaba llamando a la puerta). Por miedo a las tensiones sociales y a la desintegración, la clase dirigente prohibió el desarrollo industrial, de modo que el metal, por ejemplo, empezó a ser importado desde India.
Desde comienzos de la década de los cincuenta ha tenido lugar una historia de implicaciones de la CIA en el fomento de revueltas anti-chinas en el Tíbet, de modo que los temores de los chinos a las injerencias exteriores para desestabilizar esa región no son irracionales. Ni siquiera la Revolución Cultural, que causó la destrucción de los monasterios tibetanos durante los años sesenta, fue un fenómeno importado por los chinos: apenas una centena de soldados del Ejército Rojo se desplazó al Tíbet. La joven multitud que quemó los monasterios era casi exclusivamente tibetana. Como muestran las imágenes de la televisión, lo que ahora está sucediendo en el Tíbet no es más que una pacífica protesta espiritual liderada por monjes (como la que tuvo lugar en Burma hace un año), pero ha supuesto la muerte de inmigrantes chinos inocentes y la quema de sus comercios.
Es innegable que China ha realizado grandes inversiones para fomentar el desarrollo económico del Tíbet, así como para mejorar su dotación de infraestructuras y servicios educativos y sanitarios. Dicho más claramente: a pesar de innegable represión de China sobre todo el país, el tibetano medio nunca ha disfrutado de un estándar de vida tan alto como ahora. Hay una pobreza más profunda en las provincias rurales del oeste del país: trabajo esclavo infantil en fábricas de ladrillos, cárceles en condiciones abominables, etc.
En los últimos años China ha modificado su estrategia en el Tíbet: ahora no sólo se permite la religión despolitizada, sino que incluso se la fomenta. China ahora tiene más confianza en la colonización étnica y económica que en la coerción militar, y está transformando Lhasa en una versión china del Salvaje Oeste, en el que los bares de karaoke se alternan con parques temáticos budistas para turistas occidentales. En una palabra, las imágenes de soldados y policías chinos repeliendo a monjes budistas ocultan una efectiva transformación socioeconómica al estilo americano: en una o dos décadas, los tibetanos serán reducidos al mismo estatus que los nativos americanos en los Estados Unidos. Parece que por fin los comunistas chinos han dado en el blanco: ¿Qué peso tienen la policía secreta, los campos de internamiento y la destrucción de monumentos ancestrales en comparación con el poder del capitalismo salvaje?
Una de las principales razones por las que tantos occidentales participan en las protestas contra China es ideológica: el budismo tibetano, hábilmente divulgado por el Dalai Lama, es uno de los puntos de referencia ineludibles para esa espiritualidad hedonista New Age que se ha hecho tan popular en los últimos tiempos. El Tíbet se ha convertido en una entidad mítica en la que proyectamos nuestros sueños. Cuando la gente lamenta la pérdida de un auténtico estilo de vida tibetano, no es porque les preocupe la situación real de los tibetanos: lo que quieren es que los tibetanos sean auténticamente espirituales para nosotros, a fin de que podamos seguir practicando nuestra locura consumista. «Si estás atrapado en el sueño del otro», escribió Gilles Deleuze, «entonces estás perdido». Las protestas contra China son válidas para rebatir el lema de los Juegos Olímpicos chinos -«Un mundo, un sueño»- con este otro: «Un mundo, muchos sueños». Pero también deberían tener cuidado de no encerrar a los tibetanos en su propio sueño.
Con frecuencia se plantea la siguiente pregunta: una vez producida la explosión del capitalismo en China, ¿cuándo se impondrá la democracia allí, en tanto que forma de organización política «inherente» al capital? También se puede plantear la misma pregunta de otra manera: ¿a qué velocidad se hubiera producido el desarrollo chino si se hubiera combinado con democracia política? ¿Se puede hacer esta suposición tan fácilmente? Hace unos años, en una entrevista concedida para la televisión, Ralf Dahrendorf relacionó la progresiva pérdida de confianza en la democracia en los países del este europeo con el hecho de que, después de todo cambio revolucionario, el camino hacia la prosperidad se produce a través de un «valle de lágrimas». Tras el colapso del bloque comunista, los limitados -pero reales- sistemas de bienestar social y seguridad tuvieron que ser desmantelados, y estos primeros pasos son necesariamente dolorosos. Lo mismo sucede en la Europa occidental, donde el tránsito desde el Estado de bienestar a la nueva economía global conlleva pérdidas dolorosas, menos seguridad, menos protección social, etc. Dahrendorf indica que estas transiciones duran más años que los períodos establecidos entre elecciones generales, de ahí que exista la tentación de aplazar estos cambios para obtener beneficios electorales a corto plazo. Fareed Zakaria ha señalado que la democracia sólo puede obtener el respaldo popular en aquellos países con un gran desarrollo económico: si los países en desarrollo son «democratizados prematuramente», el resultado es un populismo que acaba en catástrofe económica y despotismo político. No sorprende que los países del Tercer Mundo más desarrollados actualmente (Taiwan, Corea del Sur, Chile) adoptaran la plena democracia después de una etapa de mando autoritario.
Siguiendo por este camino, se podría afirmar que los chinos utilizaron el poder estatal autoritario para controlar los costes sociales de la transición al capitalismo. La extraña combinación de capitalismo y dirección comunista no resultó una paradoja ridícula, sino una bendición. Si China ha crecido tanto no ha sido a pesar de la disciplina autoritaria impuesta por los comunistas, sino precisamente a causa de ella.
Pero aquí se produce una paradoja aún más llamativa. ¿Qué pasaría si la prometida segunda fase, la llegada de la democracia tras el autoritario «valle de lágrimas», nunca llegase? Quizá esto sea lo verdaderamente inquietante en relación con la China actual: la sospecha de que el autoritarismo capitalista no es sólo un recuerdo de nuestro pasado -del proceso de acumulación capitalista que, en Europa, tuvo lugar entre los siglos XVI y XVIII- sino una señal de nuestro porvenir. ¿Qué pasaría si la combinación del modo de producción asiático y el modo de producción europeo resultara ser económicamente más eficiente que el capitalismo liberal? ¿Qué pasaría si la democracia, tal como la entendemos, no fuera la condición y el motor del desarrollo económico, sino más bien un obstáculo para él?
Traducción de Pablo Jiménez Santiago. http://mitomundializacion
Texto original en: London Review of Books. http://www.lrb.co.uk/v30/n08