Fue emocionante hasta las lágrimas compartir con miles de compañeras y compañeros los intensos días de la Jornada de Integración de los Pueblos en Foz do Iguaçú, un hito que, desde su misma concepción, tiene como objetivo y responsabilidad trascender la fugacidad de un evento.
La Jornada está enmarcada además en un largo proceso de resistencias y luchas frente al colonialismo, las dictaduras militares y la oleada neoliberal que sucesivamente vienen azotando a los habitantes de estas tierras.
Por ello es que más allá de la crónica, se requiere rescatar y reflexionar sobre el destilado de algunos conceptos vertidos, continuando con el debate imprescindible, que, como se dijo, ojalá pueda echar raíces en el alma popular.
De la emoción a la reflexión
No hay integración sin pueblo que la sostenga, manifestó el expresidente uruguayo José “Pepe” Mujica, marcando un rumbo nítido para los esfuerzos por construir una casa común en América Latina y el Caribe.
El concepto, sumamente aleccionador para aquellos que continúan mirando solo el armado cupular de un modelo político de integración meramente interestatal, no es nuevo – como no es nuevo el impulso integrador, como señaló también el veterano luchador uruguayo -, pero sí imperioso.
A nuestro juicio, reorientar los esfuerzos de integración con la mirada puesta en el apoyo popular, tiene que ver con comprender uno de los factores que subyacen a los recientes avances involutivos de la extrema derecha: la justa aversión popular al sistema político burocratizado por su alejamiento de la base social.
Divorcio que es aprovechado y potenciado por los medios que forman parte del entramado del capital concentrado para amplificar errores, pero sobre todo, para crear realidades paralelas que distancian a las mayorías de la actividad social y política transformadora y la adormecen en sueños y dependencias de consumo.
Proyectando el fenómeno a escala regional, la integración planteada en meros términos institucionales entre los gobiernos, lejos de actuar como factor de acercamiento entre pueblos, termina convirtiéndose en una entelequia de siglas y regulaciones absolutamente incomprensible y lejana. Dicho extrañamiento no puede, sino culminar en el repudio popular.
A lo que debe agregarse que cuando la integración es centralista y utilizada por las corporaciones para mantener sus intereses o por intenciones geopolíticas agresivas sumamente alejadas del bienestar general, ese rechazo adquiere una plena justificación.
Basta ver el ejemplo actual de la Unión Europea y la rebelión en curso de sus trabajadores y campesinos, que, desviada la protesta de sus mejores objetivos a través de personeros de corte fanático, termina llevando agua al molino del fascismo.
De este modo, la integración regional “con pueblo” debería corresponderse con prácticas políticas que coloquen en su centro a un real y no declarativo protagonismo popular, no ceñido tan solo a las dirigencias o a los sectores vanguardistas. De ello se desprende la necesidad de reforma radical del modo de organización social y de toma de decisiones, tendiendo a una progresiva descentralización del poder, tal como han reivindicado, con sus propios matices característicos y por solo citar un par de ejemplos, la convocatoria bolivariana de Hugo Chávez (¡Comuna o nada!), el zapatismo con sus caracoles de Buen Gobierno e incluso la defensa del federalismo y/o municipalismo, hoy eminentes y sorprendentes factores de resistencia en Argentina ante el embate desintegrador del gobierno nacional.
El pueblo como protagonista principal
En su intervención en el acto final de la Jornada de Foz, Mujica detalló interesantes ejemplos de docencia en relación a la necesidad y utilidad de la integración para la mejoría de la deplorable situación del conjunto que solemos llamar “pueblo”, aunque muchos de sus integrantes, acaso influidos por falsas promesas individualistas, no siempre se vean a sí mismos como tales.
Mujica llamó a transitar una primera etapa con cuestiones posibles, que difícilmente puedan ser reprobadas y que podrían facilitar la comprensión en la base social de las ventajas y el requisito de supervivencia que implica la integración continental.
La integración no es un fin en sí mismo y no prospera sino mejora la vida de los pueblos. Por lo demás, para no constituir un significante vacío, un eslogan inútil, debe configurarse con imágenes precisas, adquirir color, forma, plasticidad, suscitar pasión… A todo eso, se refirió de algún modo el ex mandatario uruguayo, haciendo alusión incluso a una bandera y un himno.
Sin entrar en particular a esas valiosas y prácticas sugerencias, este redireccionamiento de la política y de la integración de América Latina y el Caribe nos coloca ante importantes disyuntivas, que si pretendemos ir más allá de la retórica y la demagogia, no podemos soslayar.
Ya Aristóteles, en su definición de demagogia advertía sobre el peligro que entraña “adular al pueblo”, como así también la romantización de las masas, tan propia del fascismo y el autoritarismo, podrían ser inconducentes para abordar los caminos para la efectiva liberación del sujeto colectivo.
Los pueblos no son uniformes, ni en sus condiciones de vida, ni en sus paisajes de formación culturales, ni en sus memorias generacionales, ni en sus motivaciones internas, por lo que adjudicarles una intencionalidad única basada tan solo en un lugar de pertenencia puede ser un error estratégico.
La base de la unidad
Sin embargo, más allá de la diversidad y las diferencias, a veces la indignación y la necesidad de acumulación de fuerza social y política ante la ignominia, coloca a las poblaciones en sintonía. Y cuando la llama de un proyecto compartido incendia de fervor el corazón de los conjuntos, no hay barrera que pueda detenerlo.
Esos proyectos se fundan en valores que no son tan visibles como las reivindicaciones inmediatas, pero son los que en el más largo plazo, dan sostenibilidad, coherencia, profundidad y eficacia a la acción revolucionaria.
Valores que, por un lado, conectan con elementos presentes en la memoria histórica de cada pueblo, pero que por definición, para ser revolucionarios, deben aportar elementos nuevos, que no necesariamente coinciden con prácticas o valoraciones tradicionales.
Sin duda que a esos elementos a transformar se refirió en sus alocuciones en el transcurso de la Jornada la actual vicepresidenta de Colombia, Francia Márquez Mina, quien reiterada- y vehementemente llamó a tomar muy en serio la superación del patriarcado y el racismo en la sociedad y en las propias filas de quienes impulsan la integración por un mundo mejor.
Asimismo, estuvo muy presente en el espíritu de la Jornada la convicción de tener que ir mucho más allá de todo lo que entorpece la convergencia de la diversidad y la sumatoria de fuerzas a la que se aspira. Conviene a tal efecto mirarse en el espejo del divisionismo causado por los personalismos, las feroces internas por el control organizativo, el modo de tratamiento de los disensos o la tendencia a la imposición de identidades y consignas orgánicas de cada colectivo por sobre los demás.
Como lo señaló con sabiduría y experiencia la militante del MST Messilene Gorete, integrante de la coordinación del encuentro: “Estamos aquí por lo que nos une”.
¿Y qué es lo que nos une, qué puede actuar de soldadura, de elemento de fusión permanente, en medio de la presión de discursos tendientes a la dispersión, fragmentación y la divergencia? ¿Bastará con repudiar al imperialismo y sus artimañas? ¿Alcanzará con condenar la obscena acumulación de capital en pocas manos al tiempo que millones de seres humanos padecen penurias? ¿Será suficiente condenar el sistema capitalista y solidarizarse con todas y todos aquellos que sufren violencia, discriminación y exclusión en sus más variadas formas?
Todo eso es imprescindible para clarificar la dirección, pero quizás no sea suficiente para forjar la poderosa utopía que permita crear futuro.
Repreguntemos entonces una vez más: ¿cuál puede ser aquel valor que una al pueblo, que integre a los pueblos más allá de toda diferencia, para conducirnos y conducir a otra realidad?
No hay duda que aquello que nos es esencialmente común, que nos hace parte de una comunidad, nos agrega, nos define, conmueve y convoca es la humanidad presente en cada cual.
De este modo, si lográramos ir más allá de una identidad heredada o de un lugar de nacimiento, si pudiéramos acompañar nuestro diario esfuerzo por hacer frente a las fuerzas negativas del sistema con la intención de valorar lo humano en quienes nos rodean, si pudiéramos también hacer conciencia en el pueblo sobre la posibilidad de adherir a ese amplio humanismo, esto será un gran paso hacia la unidad y la integración y hacia un mundo nuevo y diferente. No solo desde abajo, sino también desde adentro.
(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza
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