Las operaciones militares en tierras extranjeras pueden estar preñadas de riesgos políticos para el Gobierno que las promueve. La primera dictadura que gobernó España fue resultado directo de la guerra colonial librada en Marruecos. La derrota de las fuerzas expedicionarias en el llamado «desastre de Anual», en 1921, obligó a incoar un expediente para analizar […]
Las operaciones militares en tierras extranjeras pueden estar preñadas de riesgos políticos para el Gobierno que las promueve. La primera dictadura que gobernó España fue resultado directo de la guerra colonial librada en Marruecos. La derrota de las fuerzas expedicionarias en el llamado «desastre de Anual», en 1921, obligó a incoar un expediente para analizar las causas de tan catastrófico fracaso. Ante las graves implicaciones descubiertas, que alcanzaban al mismo Rey, el entonces capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, se alzó en 1923 contra el Gobierno y, con el apoyo del ejército y la aquiescencia de amplios sectores de la población, encabezó el golpe de Estado que le llevó al poder y en cuyas fuentes ideológicas bebieron muchos de los militares sublevados contra la República en 1936.
No se le va a pedir a Obama que conozca estos pormenores de la Historia de España, pero es seguro que no ignorará los problemas que al presidente Truman causó la arrogancia del popular general Douglas MacArthur, a quien hubo de relevar en el mando en 1951, durante la Guerra de Corea. Una carta del general, leída en el Congreso, donde expresaba sus puntos de vista sobre el desarrollo de la guerra, opuestos a los de la presidencia, fue la gota que hizo desbordar el vaso de la paciencia de Truman. La democracia americana no corrió peligro, pero el nerviosismo dominó Washington durante algún tiempo hasta que las aguas volvieron a su cauce.
También conocerá Obama los problemas que, al presidente Johnson primero y a Nixon después, les crearon los mandos militares que dirigían la guerra de Vietnam, que empantanó a EEUU en un conflicto sin salida razonable y en el que la ansiada «vietnamización» de la guerra fue un objetivo inalcanzable que acabó minando la moral de las tropas de EEUU y soliviantando a gran parte de su población, cansada de la guerra.
Obama tendrá que andarse ahora con pies de plomo en relación con la guerra en Afganistán. Entre el Congreso, la Presidencia, el Pentágono y los altos mandos militares se viene observando el cruce de algunos disparos que pudieran causar bajas, no precisamente colaterales. Por un lado, el comandante en jefe de EEUU en Afganistán, el general McChrystal, ha solicitado un aumento de 40.000 efectivos en las tropas destinadas a ese país y, a la vez, ha tildado de «miopes» las propuestas de reducirlas.
Además, un informe suyo saltó a la prensa hace un mes; en él afirmaba que, si la OTAN no vencía en los próximos 12 meses, sería imposible ganar esta guerra. Con esto dejó a Obama en una difícil posición, al coartar su capacidad de decisión, aunque el Pentágono salió pronto al quite: «En este asunto es indispensable que todos los que deliberamos sobre él, civiles y militares, asesoremos al presidente con sinceridad, pero en privado», declaró Gates. Y aunque el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, el general Casey, hubo de aceptar sin rechistar esta recomendación del jefe del Pentágono, se sabe que muchos altos mandos militares apoyan a McChrystal.
Es a Obama a quien corresponde, naturalmente, la última palabra. La deliberación se anuncia ardua. No se trata sólo de decidir si se aumenta o disminuye el contingente militar desplegado en Afganistán, ni en qué fecha habría que prever el inicio de una retirada; se trata de definir cuál ha de ser la estrategia a seguir, pues esto determinará la naturaleza y el número de las unidades militares que hayan de ejecutarla.
Entre las variables más confusas a tener en cuenta se halla la nueva valoración del riesgo que suponen para EEUU, por separado, el terrorismo talibán y el de Al Qaeda, hasta ahora englobados en una sola amenaza unitaria. También se empieza a considerar por separado la actuación de ambos grupos en Afganistán y en Pakistán. Obama no desea apresurarse a tomar decisiones poco maduradas, para no caer en los errores cometidos por Bush.
Se piensa en algunos círculos de Washington, próximos a la Presidencia, que mientras Al Qaeda sí representa un peligro para EEUU, no se puede decir lo mismo de los talibanes, aunque en ciertas ocasiones ambos puedan actuar combinadamente. Influyen en esta nueva valoración los recientes informes sobre la debilidad de Al Qaeda y el hecho de que mientras ésta es ajena al país y a sus gentes, los talibanes están implantados entre el pueblo afgano. No todos coinciden en estas apreciaciones, y sobre la difícil y discutible valoración de la situación planea la inevitable confrontación política y los intereses, menos visibles, de los grupos de presión que actúan sobre la Presidencia y el Capitolio.
En tiempos de guerra y de respeto por los que mueren en acto de servicio, se suele observar una fuerte tendencia a la mitificación de los ejércitos y un extendido temor a criticar sus errores, para no ser tachado de antipatriota. Pero los generales se pueden equivocar tanto como los políticos que los dirigen. Unos y otros serán, a la larga, responsables conjuntos del resultado de sus acciones. Sólo nos queda desear que éstas permitan confirmar lo acertada que fue la concesión del Nobel de la Paz a quien tiene la exclusiva y no delegable responsabilidad de decidir sobre la paz y la guerra, asunto que ya no concierne a los generales sino sólo a Obama.
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