Feminicidios, asesinatos, homicidios, robos, asaltos, atracos, secuestros y muchos ilícitos similares más, son algunos de los dramas en este bellísimo país, con el enorme costo de intranquilidad y miedo constante para los habitantes.Guatemala fue, durante 36 años de conflicto armado, un país de zozobra, violación sistemática a los derechos humanos, perpetrada por el Estado a […]
Feminicidios, asesinatos, homicidios, robos, asaltos, atracos, secuestros y muchos ilícitos similares más, son algunos de los dramas en este bellísimo país, con el enorme costo de intranquilidad y miedo constante para los habitantes.
Guatemala fue, durante 36 años de conflicto armado, un país de zozobra, violación sistemática a los derechos humanos, perpetrada por el Estado a través de los cuerpos represivos que aplicaron una brutal política contrainsurgente que arrasó aldeas enteras con sus habitantes incluidos.
Las consecuencias y efectos de este genocidio perduran sin que la sociedad haya alcanzado la reconciliación, ni que el Estado haya saldado debidamente la responsabilidad y culpa de tantos y tan brutales crímenes.
A 8 años de firmados los Acuerdos de Paz, este país centroamericano enfrenta una violencia generalizada que afecta a toda la sociedad, que va en aumento y que convive con los altísimos niveles de pobreza e injusticia social prevalecientes.
Los medios de comunicación reportan diariamente en sus espacios notas sobre asaltos, crímenes, asesinatos y otros hechos violentos con los más variados estilos, unos absolutamente irrespetuosos con las víctimas y sus familiares, otros menos sensacionalistas, pero pareciera que todos han tenido que asumir su dosis de amarillismo ya que la realidad se impone y los sucesos son la noticia cotidiana.
El proceso de negociación en Guatemala tuvo una particularidad, priorizó la discusión de los temas sustantivos, es decir, las causas que originaron la guerra, entre las que destacaron la injusticia y la exclusión, sobre los temas operativos conocidos como aquellos relativos a las condiciones de desmovilización de las fuerzas guerrilleras.
Fue así que se abordó, desde lo relativo al respeto de los derechos humanos hasta acuerdo socioeconómico y situación agraria, pasando por la necesaria democratización y el papel del ejército, el reconocimiento de la identidad y derechos de los pueblos indígenas, entre otros.
Sin embargo, las causas que originaron el levantamiento de los grupos insurgentes persisten, la miseria, la exclusión, la discriminación, la concentración de la propiedad, es decir, la falta de una verdadera democracia que no es sólo la democracia electoral o del derecho de expresión, sino la democracia económica que es, en última instancia, la que determina el libre ejercicio de los otros derechos y que continúa ausente de la perspectiva de nación. Las secuelas de este sistema se perciben en el crecimiento de la inconformidad social, de cinturones de miseria, falta de acceso a la educación, a la salud y a condiciones dignas de vida para las mayorías.
A esta realidad hay que sumarle los niveles de desempleo, el contrabando, el crecimiento del negocio del narcotráfico, la instalación del crimen organizado, la corrupción a todo nivel y la evasión fiscal, es decir, la pérdida o suplantación de los valores que determina conductas y ambiciones que conducen al irrespeto de las normas fundamentales de la convivencia humana.
La irracional combinación de estos elementos es parte de la causa de la descomunal violencia que se presenta a cada paso, en cada esquina y cada segundo. Cada persona es una víctima potencial, hasta aquellos que pueden gastarse una fortuna en el pago de su seguridad privada, no están exentos de convertirse en afectados por la desgracia delincuencial.
La violencia en el entorno resulta ser la compañera inseparable de cada guatemalteco y guatemalteca, que llevan sobre sus espaldas toneladas de miedo, kilos de angustia y quintales de desconfianza de cada persona que está cerca. Es realmente una devastadora soledad colectiva, con una preocupación individual que no se expresa en lo colectivo, que no encuentra cauce ni eco, que no tiene comparsa, más que la esperanza de no ser el número premiado de la delincuencia.
De nuevo en Guatemala, las víctimas se contabilizan con varios dígitos, la deshumanización e indiferencia ante el sufrimiento parecen estar reapareciendo, «de no ser yo, o los míos no me importa a quienes afectaron». Es por eso tan importante la sensibilización ante este despreciable fenómeno, la generación de la solidaridad, la reacción social y la respuesta de las autoridades y de las organizaciones que trabajan por el respeto a los derechos humanos y por la seguridad.
¿Qué perspectiva hay entonces en la Guatemala actual, en donde no se han cumplido los acuerdos de paz, no se combate la injusticia, no se atacan las causas que generan la violencia y ni siquiera hay políticas integrales para combatirla ni estrategias de seguridad?
La sociedad tiene la palabra. O nos acostumbramos y seguimos indiferentes ante la ineficiencia de los organismos del Estado, ante la impunidad que protege igual a las lacras sociales, a los acaparadores de riqueza y a los causantes del sufrimiento, o nos rebelamos ante tanta y tan variada injusticia y empezamos a exigir lo que a todos y todas nos corresponde como seres humanos. Cada quien es responsable de su opción.