Kurt Kläber, un escritor alemán, comunista, contemporáneo de Thomas Mann, que fue minero y vendedor ambulante, escribió una novela proletaria, como él la llamó, a la que, para designar a los trabajadores, puso el título premonitorio de Pasajeros de tercera clase, rúbrica que sigue definiendo el tiempo desvalido que nos ha tocado vivir. Tras el […]
Kurt Kläber, un escritor alemán, comunista, contemporáneo de Thomas Mann, que fue minero y vendedor ambulante, escribió una novela proletaria, como él la llamó, a la que, para designar a los trabajadores, puso el título premonitorio de Pasajeros de tercera clase, rúbrica que sigue definiendo el tiempo desvalido que nos ha tocado vivir. Tras el ascenso del nazismo al poder, Kläber se vio obligado a huir de Alemania, para poner distancias cautelosas ante el lenguaje guerrero del fascismo de la Europa de entreguerras. Después, se lo tragaron las dificultades de la vida, pero la leyenda de su hoy olvidada novela sirve para examinar la evidencia de que en los engranajes sociales que la explotación capitalista impone en buena parte del mundo apenas cuentan las mujeres: son pasajeras de tercera transitando hacia un horizonte de estiércol.
En el atormentado itinerario del siglo XX retumbaron discursos luminosos, palabras encendidas de Aleksandra Kollontái, de Clara Zetkin, Inessa Armand, Rosa Luxemburg, Nadezhda Krúpskaya, Simone de Beauvoir, Frida Kahlo o Celia Sánchez, entre tantas otras, bordadas con rebeldía y paciencia de mujeres incansables, cuyas certezas llegan hasta los alegatos feministas de ahora mismo que siguen insistiendo en la razonable confianza de que debemos estar de otra forma en el mundo, amparados por la igualdad, aunque nos veamos cercados por la mentira y el fraude, desde un porvenir asediado por las nuevas amenazas de guerra. Esas décadas del siglo XX van desde la oscuridad de que las tres cuartas partes de las mujeres fueran analfabetas, a la alegría por la elección de Clara Campoamor o Margarita Nelken; llegan desde las primeras diputadas en las Cortes republicanas, y desde la presencia en las calles de Federica Montseny y Dolores Ibárruri, que llevaban la voz de las mujeres al lado de la huelga contra el patrón, iluminando un círculo violeta; llegan desde las mujeres iraníes que celebraban por primera vez el 8 de marzo en Anzali, al borde del mar Caspio, en 1921; y desde los bancales de las campesinas del sudeste asiático que abandonaban por un momento los cultivos, incrédulas y esperanzadas, porque llegaban noticias, de voz en voz, de una revolución proletaria en Rusia.
El recuento de la conquista (a veces, nominal) de derechos continúa con la larga marcha de las mujeres que sigue recorriendo el planeta, porque las urgencias del mundo no son las que nos confiesa el poder, y la igualdad no figura entre ellas. Son otras, y tienen que ver con la marginación de la mujer, y con la guerra, con la pobreza y la esclavitud, con la explotación y con el hambre, con la devastación ecológica, mientras observamos inquietos el nuevo siglo viendo las apelaciones de Trump para que Dios bendiga a América, sabiendo que no importa qué dios sea el suyo, porque si de algo estamos seguros es de que no es alguien de los nuestros.
Por eso, en esta peligrosa época donde tenemos que vivir, las muestras de coraje y decencia son siempre las más urgentes, las más necesarias, y están ahí: las hacen en silencio cada día mujeres sencillas, casi siempre pobres, de la India o del Brasil, de Senegal o de Irán, y de tantos otros lugares. Todas esas mujeres anónimas, en las que nos reconocemos, son las que transitaron por el siglo XX y por estas dos décadas del nuevo siglo, guardando nuestra dignidad; con la certeza de que en ese mañana que nos preparan desde Washington, mutilando el futuro, las mujeres apenas pueden ser algo más que pasajeras de tercera.
Los años de la resignación deben terminar. Condenadas por un sombrío capitalismo de ladrones, las mujeres del mundo se miran en la desolación de las niñas perdidas de Faluya entre los escombros de la ferocidad norteamericana; se miran en los ojos de las mujeres de Honduras que sacan adelante a sus hijos, combatiendo la pobreza y la delincuencia; en la dignidad herida de las mujeres rohinyás de Birmania, que levantan la vida entre el barro de los campos de refugiados; se miran en las campesinas huelguistas de la India; en el gesto resuelto de las mujeres palestinas deteniendo con sus manos desnudas las balas de los francotiradores israelíes, porque saben que no son pasajeras de tercera: quieren ser, como dicen en China, la mitad del cielo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.