Tras cumplirse, este octubre, ocho años del bombardeo, invasión y ocupación de Afganistán por parte de tropas estadounidenses con el pretexto de eliminar a los talibán, a la organización Al Qaeda y a su jefe Osama Bin Laden, en esa nación del suroeste asiático ha prosperado el negocio del opio lo que le ha valido […]
Tras cumplirse, este octubre, ocho años del bombardeo, invasión y ocupación de Afganistán por parte de tropas estadounidenses con el pretexto de eliminar a los talibán, a la organización Al Qaeda y a su jefe Osama Bin Laden, en esa nación del suroeste asiático ha prosperado el negocio del opio lo que le ha valido para ganarse el sobrenombre de estado narco.
Las supuestas alegaciones estadounidenses para invadir este territorio después del derrumbe de las torres gemelas el 11 de septiembre de 2001 no se han conseguido pese a los miles de soldados de Washington y la OTAN presentes en Afganistán y muchos especialistas aseguran que la verdadera intención estadounidense era la de mantener una presencia militar permanente en la estratégica zona.
Para nadie es un secreto que Estados Unidos sueña con controlar las riquezas energéticas de Asia Central, construir oleoductos que le posibiliten la comercialización, pero debía pacificar Afganistán, por donde pasaría esa conexión, instalando un gobierno dócil y afín. Esto último lo han logrado sólo a medias con la permanente presencia de las fuerzas militares, aunque ha sido imposible apaciguar el país.
Mientras tanto, la proliferación de la producción de opio ha subido un 3.000% desde que los talibán fueron expulsados del gobierno en 2001. En 1999 los talibán ilegalizaron ese cultivo y dos años después la planta estaba prácticamente erradicada, indicó un informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes de las Naciones Unidas.
Datos de Organizaciones no Gubernamentales indican que el gobierno presidido por Hamid Karzai (quien acaba de ser reelegido tras cancelarse la segunda vuelta en las pasadas elecciones donde primó el fraude, según Naciones Unidas), obtiene el 25% del Producto Interior Bruto (PIB) del negocio de la droga.
La cifra alcanza a cerca de 3.000 millones de dólares y con la producción total proveniente de las distintas fuentes se abastece el 85% del mercado europeo y el 35% del estadounidense.
Recientes investigaciones periodísticas han denunciado que Ahmed Wali Karzai, hermano del presidente y gobernador de la provincia de Kandahar, es uno de los mayores traficantes de droga del país.
El opio proviene de una planta llamada amapola cuya flor al eclosionar produce una leche que se colecta y se vende. Después se debe realizar un tratamiento químico para el que se necesita disponer de laboratorios para procesar el líquido y convertirlo en heroína o morfina.
El campesino afgano no cuenta con dinero ni capacidad para producir a gran escala esas drogas y el negocio están en manos de los llamados Señores de la Guerra que controlan las distintas regiones del país, así como de integrantes del gobierno impuesto por Estados Unidos. También participan miembros de las fuerzas de ocupación y de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense.
Para sacar el opio de Afganistán se necesitan transportes y grandes contactos para atravesar fronteras y ponerlo a disposición de los consumidores en las naciones occidentales.
Aunque el régimen de Karzai fue impuesto por Washington, el Parlamento de ese país ha acusado a los ejércitos de ocupación de ser los responsables del transporte de la heroína hacia otras naciones de occidente para costear diferentes guerras.
Esa imputación no es nueva, pues en los años 70 Estados Unidos sufragó parte de su conflicto bélico en Vietnam por medio del llamado Triángulo de Oro, y una década después repitió esa acción para mantener a las fuerzas contrarrevolucionarias que desestabilizaron al gobierno sandinista nicaragüense. Ocho largos años han transcurrido desde la invasión sin que las tropas extranjeras hayan podido controlar la situación militar, ni se ha llevado adelante el inicialmente previsto Plan Marshall para Afganistán (en referencia al puesto en marcha en Europa tras la Segunda Guerra Mundial).
En esa nación, 10 millones de habitantes carecen de empleo (el 70% de la población económicamente activa), el analfabetismo alcanza al 80% de los habitantes, la carencia de agua potable y alcantarillado es casi generalizada en todo el territorio, el 50% de los niños padecen malnutrición y a diario mueren 600 por enfermedades evitables, 22 millones (de los 30 millones de habitantes) sobreviven del cultivo de la amapola.
Las promesas de reparar las viviendas y construir otras nuevas después de la ocupación ha pasado a las páginas del olvido y el único pequeño hospital que se erigió en Kabul se encuentra sin techo, con las cañerías de agua tupidas y la atención asistencial es ínfima.
Aunque el dinero continúa fluyendo hacia Afganistán para tratar de mantener la presencia de las tropas ocupantes, la mayor parte se gasta en el pago a los miles de empleados occidentales contratados cuyos sueldos son 200 veces superiores a los recibidos por cualquier trabajador nacional.
Con un país destruido y empobrecido, muchas familias afganas han seguido dos caminos: enfrentarse a los ocupantes y tratar de sobrevivir con el negocio del opio.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.