Discurso pronunciado en la sesión de apertura de la Cumbre de los Pueblos, celebrada en Hokkaido (Japón) el 6 de Julio de 2008.
El «Grupo de los Ocho» (G8) fue creado en 1975 -entonces como el G7- en un momento en el que el mundo se hallaba, como hoy, inmerso en una profunda crisis económica. Su principal objetivo era coordinar la política macroeconómica de los países ricos en tiempos de estanflación, así como forjar una estrategia común relativa a los países en vías de desarrollo, los cuales, a lo largo de aquellos vertiginosos años de descolonización, de luchas por la liberación nacional y de emergencia de
Si bien el G7 no logró esa ansiada coordinación de la política económica -el hecho de que los Estados Unidos de Ronald Reagan buscaran agresivamente una política de dólar barato que trajo la recesión a Alemania y Japón no resultó de gran ayuda para tal empeño-, sí pudo articular un frente común ante los países en vías de desarrollo. En efecto, el G7 generalizó las políticas de ajuste estructural, de corte neoliberal, promovidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, políticas que alcanzaron a más de 90 economías en desarrollo o «post-socialistas», en transición al capitalismo, y que llevaron de la mano una importante erosión de los avances conseguidos en el Sur durante las décadas de 1950 y 1960.
En la década de 1990, el G7 se convirtió en el principal promotor de la globalización dirigida por las corporaciones transnacionales, globalización para la que ya habían allanado el camino los procesos de desregulación, de liberalización y de privatización que tuvieron lugar en los países en vías desarrollo bajo condiciones de «ajuste estructural». Asimismo, el G7 proporcionó un apoyo vital a
Sin embargo, lejos de traer el aumento y la generalización de la prosperidad prometidos por las políticas neoliberales pro-mercado, los últimos años de la década de 1990 se saldaron en un importante crecimiento de la pobreza absoluta, en un aumento de la desigualdad y en el afianzamiento del estancamiento económico del Sur. En este contexto, el fracaso del tercer encuentro ministerial de
De este modo, las cumbres del G7 -ahora G8, con la incorporación de Rusia- se han ido convirtiendo en un auténtico pararrayos para la concentración de la creciente oposición que genera el actual proceso de globalización. En la cumbre del G8 de Génova, que tuvo lugar en junio de 2001, trescientas mil personas se unieron bajo la divisa, amplia pero inequívoca, de «¡No al G8!». Las líneas de batalla estaban trazadas ya con total claridad. Por si fuera poco, la policía italiana contribuyó a la polarización de las posiciones de los opositores a la cumbre del G8 al cargar con contundencia contra ellos y avivar así unos disturbios que terminaron llevándose la vida de un activista e hiriendo a otros tantos.
Dentro del G8, ciertos sectores se dieron perfecta cuenta de que constituir la imagen de la dirección hegemónica de la globalización no era bueno para los intereses de la organización. Liderado por el gobierno del «nuevo laborismo» británico de Tony Blair y Gordon Brown, el G8 se hizo un lifting facial. Así, elaboraron un nuevo discurso los elementos claves del cual eran la condonación de la deuda contraída por los países más pobres; el aumento, hasta alcanzar el 0,7 % del PIB, de los niveles de ayuda a los países en vías de desarrollo por parte de los del G8; la introducción de un masivo paquete de medidas de ayuda a África; la declaración pública de la voluntad de hacer del comercio una actividad que pueda coadyuvar al desarrollo de los países más pobres; y la toma en consideración de los problemas vinculados al cambio climático. Asimismo, términos como «asociación», «consulta», «integración social global» u «objetivos de desarrollo del milenio», entre otros, se fueron convirtieron en las nuevas consignas del G8. La batalla que se libraba, pues, era la que tenía por objetivo conformar y controlar el alma de la «sociedad civil global». El punto álgido de este proceso de lavado de la imagen del G8 tuvo lugar en la cumbre de Gleneagles (Escocia) de 2005: una alianza entre el gobierno laborista, superestrellas del entretenimiento como Bob Geldof y Bono, y un grupo de influyentes ONGs británicas lograron convertir dicha cumbre en una gran coreografía. Miles de personas que se trasladaron a Escocia vieron cómo eran manipuladas hasta convertirse en el coro de centelleantes conciertos de «ayuda a África» que se estaban celebrando simultáneamente en varias partes del mundo.
Pero en 2007 las centellas ya no refulgían. La idea de que el G8 pudiera estar promoviendo una «sociedad civil global» se había evaporado por completo. Ninguno de los gobiernos del G8 había alcanzado el objetivo de destinar el 0,7 % del PIB a la ayuda a los países en desarrollo; la ayuda a África quedó lejos de los 30 millones de dólares prometidos en Gleneagles; la «Ronda de Desarrollo de Doha», que se inició en 2003 bajo los auspicios del G8, se había convertido en un gran sarcasmo; y cualquier acción seria orientada a hacer frente al cambio climático brillaba por su ausencia. En cambio, el comunicado del G8 que se hizo oficial con motivo de la cumbre de Heiligendamm (Rostock) hacía hincapié en medidas meramente técnicas para combatir el cambio climático, daba lecciones a los países en desarrollo sobre su supuesta necesidad de no restringir la inversión de corporaciones transnacionales, a la vez que lanzaba una advertencia levemente encubierta sobre la posibilidad de que China pudiera lograr obtener un acceso preferente a materias primas procedentes del continente africano. En la estela de la acción de los movimientos sociales alemanes, la sociedad civil global optó por la denuncia y la oposición a los objetivos y métodos del G8. De ahí que cientos de manifestantes trataran de penetrar en el recinto en el que se celebraba el encuentro, con el objetivo de clausurarlo. Bajo el grito mayoritario de «G8: ¡apártate del camino!», las protestas de Heiligendamm recuperaron el testigo dejado por la vigorosa oposición a la globalización capitalista que presenciaron las calles de Génova, oposición que se había logrado silenciar en Gleneagles.
Estos son, pues, los antecedentes con los que acudimos ahora a la cumbre del G8 de Hokkaido, aquí en Japón. Por un lado, nos encontramos ante unos Bush, Sarkozy, Brown y Fukuda altamente desacreditados, con índices de popularidad realmente bajos -así lo atestiguan las encuestas elaboradas en sus propios países-. Asimismo, nos hallamos también ante un G8 que, más que nunca, carece de legitimidad técnica y política. Mientras tanto, la tormenta desatada por el proceso de globalización que el G8 ha promovido está llevando el planeta a un naufragio que se pone de manifiesto en forma de crisis simultáneas de los precios del petróleo, que están alcanzando niveles exorbitantes, y de los alimentos, que también han crecido vertiginosamente; de colapso financiero global; y de un cambio climático que empeora por momentos. Frente a este panorama, los movimientos sociales japoneses y asiáticos se enfrentan a un importante dilema: en sus manos está el tomar el camino de Génova o el de Gleneagles, esto es, el profundizar la crisis de legitimidad del G8 o el rescatar dicha organización del colapso en el que se encuentra. Sin lugar a dudas, el trofeo más grande que los movimientos sociales japoneses pueden ofrecer a la sociedad civil global es el librar una batalla abierta orientada a hacer de la de Hokkaido la última cumbre del G8.
Walden Bello es miembro del Transnational Institute, presidente de Freedom from Debt Coalition y analista senior en Focus on the Global South.
Traducción para www.sinpermiso.info: David Casassas y