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Qué es la «globesía»

Fuentes: Rebelión

En un artículo anterior (https://rebelion.org/la-desactivacion-exterminista-del-excedentario/) definíamos el excedentariado como un vasto sector de la población mundial que, a diferencia del proletariado tradicional, no resulta funcional ni económicamente ni políticamente para el sistema capitalista actual. No hay demanda estable ni para su fuerza de trabajo ni para su consumo, y es percibido como un sobrante humano, prescindible o incluso amenazante. En el contexto del colapso ecosocial, este grupo «perdedor» cada vez más numeroso, sufre una desactivación estructural, más allá de la mera exclusión laboral, que puede derivar en formas de marginación extrema, estigmatización o incluso exterminio simbólico y material.

La emergencia de la globesía

En este escenario de desactivación sistemática del excedentariado, emerge inevitablemente la pregunta por quién impulsa —o al menos consiente— esta deriva exterminista. No estamos únicamente ante una automatización ciega del capital, sino ante la acción deliberada de un sujeto estructural o, más precisamente, de una clase social que no se reconoce como tal, pero que articula, reproduce y se beneficia de este orden. A esta clase, de forma tentativa, la hemos denominado globesía. Ésta designa una élite global, transnacional, deslocalizada en lo físico pero perfectamente enraizada en el núcleo del poder financiero, tecnológico, militar y simbólico, que representa la fracción más blindada del capital en su fase catabólica (autocanibalizadora). La globesía no solo habita el centro del sistema-mundo, sino que es su cerebro: diseña las políticas de ajuste estructural, promueve la financiarización especulativa de la vida, acelera el extractivismo y legitima la exclusión como necesidad técnica. En definitiva, es el sujeto histórico sobrevenido que opera como motor último del exterminismo necroliberal, responsable directo de la devastación del planeta y de la condena al excedentariado a la invisibilidad, la precariedad o la aniquilación. Analicemos, con más detenimiento, cuáles son los rasgos esenciales de la globesía.

En el contexto de derrumbe civilizatorio, las élites que concentran mayor poder global han mutado su comportamiento para salir indemnes del desastre. Lo que observamos no es una simple continuidad de la lógica burguesa, sino una transformación profunda, fruto de la aceleración reciente de los procesos de globalización. La clase más dominante se ha ido convirtiendo en algo radicalmente distinto. Ya no actúa como las vieja burguesía cohesionada por una conciencia de clase, ni siquiera como una pléyade de actores que compiten entre sí dentro de un juego económico más o menos previsible. Lo que ha emergido es una nueva forma de élite global desarraigada que opera según una lógica radicalmente individualista, darwinista y nihilista. Podemos llamarla globesía: un término que remite directamente, por analogía, a la burguesía, pero que expresa una mutación radical respecto a ella.

Como ya sabemos, etimológicamente, burguesía proviene de burgo, es decir, la ciudad amurallada o núcleo urbano autónomo dentro del orden feudal. La burguesía surge como clase social en los siglos finales de la Edad Media: comerciantes, artesanos, banqueros, prestamistas, propietarios de talleres y manufacturas, inventores, pequeños industriales. Es una clase urbana que asciende económicamente por medio del trabajo, los cercamientos, la iniciativa mercantil y la acumulación de capital, no pocas veces medrando en el interior de los Estados absolutistas, mediante la violencia y aprovechando sus ejércitos y leyes. Definida a sí misma como una clase productiva, dinámica, vinculada al comercio y a la técnica, la burguesía se convierte en clase dominante en el marco del capitalismo moderno que ella impulsa y además articula un proyecto político, ideológico y cultural: el liberalismo, la Ilustración, el mito del progreso, el Estado de derecho, la ciudadanía individual, el mercado como garante de libertad, la promesa de democracia, abundancia y prosperidad.

Consolidada como clase hegemónica, la burguesía no solo acumuló poder económico: también construyó un relato legitimador y un proyecto histórico secular, heredados de la visión misionera y salvadora del cristianismo (Scheidler: 2024). En sus orígenes, incluso fue interesadamente revolucionaria: derribó a la nobleza feudal, promovió repúblicas modernas, impulsó las revoluciones liberales y forjó el capitalismo como orden global. Tenía conciencia de clase: se sabía sujeto colectivo, con intereses comunes, con ideología, con una idea del mundo. Podía ser ferozmente desigual, desalmada y cruel en sus procesos de expansión por saqueo, desposesión y conquista, pero se concebía, la menos formalmente, como clase dirigente, con una responsabilidad sobre la marcha del mundo. Incluso cuando explotaba, lo hacía con una narrativa: el progreso beneficiaría a todos, tarde o temprano. Aunque esta fuera una promesa falsa.

La globesía, en cambio, no posee conciencia clara de clase ni proyecto colectivo. Esta élite transnacional, ya totalmente descreída y cínica, piensa pragmáticamente en términos catabólicos de un globo — el planeta —que ha de acabar de exprimir, actuando como un caótico archipiélago de individuos ultraenriquecidos que compiten entre sí por el blindaje de su salvación personal. La imagen de los grandes magnates tecnológicos y financieros arropando a Donald Trump durante su segunda toma de posesión como presidente de los Estados Unidos, el 20 de enero de 2025, resulta particularmente elocuente la respecto. Pero hay también otros magnates, más invisibles y repartidos por distintos países, que actúan guiados por la misma lógica y las mismas expectativas.

Ya no se trataría de una “clase dominante” en sentido político ni cultural convencional, sino de una elite flotante, disgregada, centrada exclusivamente en sí misma, sin esperanza alguna de continuidad en el mundo que la ha hecho rica. No representa un nuevo orden estructurado. No ofrece una salida, ni siquiera injusta. Solo se mueve en clave de desconexión, supervivencia y fragmentación. No hay más que observar las erráticas políticas Trump para favorecer descaradamente a los suyos. Esta elite opera por secesión del resto de la humanidad. La globesía no actúa como un sujeto político articulado, sino como un enjambre provisional, siempre en trance de reorganización, compuesto por egos patológicos y blindados. Su única consigna: sobrevivir al colapso que ellos mismos han acelerado, caiga quien caiga.

La globesía no opera desde la solidaridad intraelitista ni desde una visión de proyecto colectivo. Su lógica no es “progresista”, como lo fue — al menos formalmente — la de la vieja burguesía ilustrada, que proponía una idea de progreso compartido y de modernización social. Tampoco busca sostener el sistema que la ha enriquecido, que considera agotado. Muy al contrario: cuando reconoce que ese sistema se aproxima a su colapso — y lo sabe, porque tiene acceso al conocimiento, los informes, los datos, las proyecciones —, la reacción real de la globesía no es reconstruir, prevenir ni transformar: su única meta es salvarse a sí misma, a cualquier coste. Otra cosa son los gesticulaciones de responsabilidad corporativa de cara a la galería. En realidad, su comportamiento es ultradarwinista y nihilista: no busca sentido, no tiene ética ni visión de conjunto. Acumula recursos para su propia área privada de salvación, sin ni siquiera disimular: fortalezas subterráneas, islas privadas, inversiones en tecnología de control, redes de protección blindadas por seguridad privada o inteligencia artificial.

Esta salvación individual se produce incluso a costa de otros miembros de su misma élite o de la vieja clase capitalista. La globesía no reconoce hermanos de clase, ni vínculos solidarios ni alianzas permanentes. Coopera de forma puntual y táctica mientras le convenga. Su horizonte es la supervivencia personal o, en todo caso, la de su círculo íntimo: familiares, inversores, redes inmediatas de protección.

Una clase nihilista y exterminista

Aquí se produce una perversión histórica de la doctrina calvinista aplicada a la burguesía: si en esta visión religiosa el enriquecimiento era síntoma de predestinación (Dios bendice con éxito a los elegidos), como señalara Max Weber para entender como la ética protestante había favorecido el desarrollo del capitalismo, en la globesía contemporánea el enriquecimiento extremo se convierte en garantía plena de salvación. No es que los elegidos aspiren a enriquecerse para tener ciertas señales de salvación, sino que el enriquecimiento total certifica de todo ser de los elegidos. Ya no se trata de ser digno moralmente, sino de tener suficientes millones como para construir una burbuja autosuficiente y escapar del derrumbe general. No hay aquí redención espiritual, sino material: no salvar el alma, sino salvar el cuerpo. Se trata de una soteriología nihilista: la salvación no ocurre en el más allá, sino aquí y ahora, en forma de aislamiento, blindaje y desconexión de los demás.

Frente a un colapso que ya no es futuro sino presente — crisis energética, agotamiento de recursos, desestabilización climática, disolución de vínculos sociales —, la globesía no propone alternativas, no busca redención, no piensa en reconstrucción. Su respuesta es retirarse, fortificarse, escapar. Es una clase a la fuga. No intenta transformar el mundo: quiere huir de él. Esa huida, potencialmente genocida y ecocida, toma formas múltiples: crear entornos soberanos digitales, construir fortalezas climáticas, diseñar ciudades cápsula, financiar viajes espaciales y otro a delirios de grandeza como plan B. Pero todas comparten una característica: el resto del mundo no está invitado. El resto — los pueblos, las clases trabajadoras, la mayor partes de los clases medias, las antiguas élites intermedias— son descartables en su mayor parte, más allá de los necesarios segmentos a incluir como personal de apoyo, servicio y defensa. La globesía no reconoce semejantes: solo rivales o recursos. Su reino es la excepción. Su moral, la desconexión. Su futuro, el búnker.

Cegados por el incremento exponencial de sus fortunas, los miembros de los globesía, una clase que se niega a sí misma, no comprenden que, bajo la superficie, crece un malestar social y una colapso ecosocial que pueden dar un vuelco radical a la situación. Más bien creen que ese problema puede ser superado combinando tecnología, represión y autopreservación estricta. Esta mezcla de arrogancia y desconexión de la realidad define a la globesía como una clase en sí —objetivamente dominante—, pero no como una clase para sí, en el sentido clásico: no actúa con visión de futuro, ni con consciencia de su unidad, ni con una auténtica unión de propósito, más allá del intento de preservar catabólicamente su riqueza individual en un entorno de colapso y reducción de la complejidad.

En la mitología griega, Deucalión — hijo del titán Prometeo — y su esposa Pirra — hija de Epimeteo y Pandora — eran los únicos sobrevivientes del gran diluvio enviado por Zeus para castigar a la humanidad, corrompida e impía. Advertidos por Prometeo, precisamente el símbolo mitológico del progreso moderno, construyen una barca y sobreviven al desastre. Cuando las aguas se retiran, no celebran con soberbia su salvación, sino que se sienten desolados ante la extinción del género humano. Movidos por la angustia y el deseo de regenerar el mundo, acuden al oráculo de Temis, diosa de la justicia y del orden natural. Ella les revela una respuesta enigmática: “arrojad los huesos de vuestra madre por encima del hombro”. Comprenden que deben lanzar piedras de la Madre Tierra (Gea), y al hacerlo, estas se transforman en nuevos hombres y mujeres. Así nace una nueva humanidad: no a partir del privilegio o la fuerza, sino de la humildad, la sabiduría y el respeto por la Tierra.

En contraste radical, la globesía —esa élite global nihilista surgida de la mutación de la vieja burguesía en el contexto del colapso ecosocial— representa una parodia perversa de este mito. Al igual que Deucalión y Pirra, ha recibido la advertencia de Prometeo (la ciencia, en este caso): posee un acceso privilegiado al conocimiento científico, los datos climáticos, las proyecciones energéticas y los escenarios de colapso. Pero su respuesta no es moral, ni colectiva, ni regeneradora. No consulta a ninguna Temis, no escucha oráculos, no se arrodilla ante Gea. Solo construye arcas privadas: búnkers subterráneos, islas fortaleza, ciudades inteligentes autosuficientes o colonias espaciales. Cree que su riqueza la hace digna de sobrevivir. No pretende salvar el mundo, ni mucho menos repoblarlo de forma justa. Su objetivo es sobrevivir ella sola — como grupo de señores neofeudales o como individuos privados de ética —, sin importar el destino del resto de la humanidad.

Donde Deucalión y Pirra actúan como fundadores de un nuevo pacto humano con la Tierra, la globesía se atrinchera. Donde ellos siembran piedras para devolver la vida, ella acumula criptomonedas, drones, armas y algoritmos. Donde hay humildad, aquí hay soberbia. Donde hay regeneración, aquí hay desconexión. Deucalión y Pirra representan un gesto simbólico de redención: no solo sobrevivir, sino merecer el futuro. La globesía, en cambio, encarna una fuga dorada sin promesa ni legitimidad: no quiere fundar una nueva humanidad, solo escapar de la que ha destruido. Si la burguesía mereció en su momento los encendidos elogios de Marx por su dinamismo y capacidad transformadora, la globesía actual encarna lo contrario en forma de paradoja: lo que ha enterrado a la vieja burguesía no ha sido el proletariado organizado revolucionariamente, sino su excrecencia más delirante, una élite perturbada y suicida que emerge del mismo colapso que la acción histórica de la burguesía puso en marcha.

Este paralelismo invertido muestra el abismo ético que separa la élite mitológica de la élite contemporánea. La primera es salvada por su virtud; la segunda se autoproclama digna de salvarse por su fortuna. La primera acude a Temis, la justicia; la segunda confía en la inteligencia artificial y en la seguridad privada. La primera busca restaurar un vínculo con la Tierra; la segunda quiere aislarse de ella.

En última instancia, la globesía es una clase que ya no cree en un nosotros, pese a que pueda conservar retóricas identitarias vacías. No posee relato, ni oráculo, ni pueblo. Su “arca” no conlleva posteridad, solo encierro patológico y conspiranoico. Y exterminios masivos. Zibechi (2016: 289): lo expresa así: «Una de las consecuencias de las estrategias de los de arriba es que ya no hay un mundo. Y eso, creo, es una de las principales enseñanzas de estos últimos años. No estamos todos en la misma barca. Quiero decir que en otros períodos de la historia los de arriba habitaban el mismo mundo que los de abajo. Ahora, ya no.» Como caricaturas narcisistas de Deucalión y Pirra, los visionarios magnates global de hoy se creen elegidos no por su justicia, sino por sus millones y presunta genialidad. Pero ninguna cápsula tecnológica puede dar origen, como en el mito griego, a una nueva humanidad si quienes la habitan han perdido todo lazo con lo humano. Sin Temis, sin Gea, sin comunidad, la barca no es un símbolo de esperanza, sino de clausura, de colapso.

La globesía no persigue salvar el mundo. Solo abandonarlo a su suerte y refugiarse en su castillo tecnoutópico. Aurélien Berlan (2024: 163-164), refiriéndose a esas fantasías tecnoutópicas, lo resume muy bien: «En la práctica, estas promesas delirantes conducen a un modo de vida que se parece cada vez más al de los astronautas en su cápsula: una vida abstracta, desarraigada, en una cabina de alta tecnología de la que es imposible escapar de lo hostil que es el mundo exterior». He aquí la paradoja: la globesía ya no teme nada, porque lo teme todo; y, en consecuencia, ha decidido salvarse exterminando a quienes considera sobrantes.

Bibliografía

BERLAN, Aurélien (2024): Autonomía y subsistencia. Una teoría ecosocial y materialista de la libertad, Barcelona, Virus Editorial.

HERNÀNDEZ, G.M (2024): «La desactivación exterminista del excedentariado», Rebelión, 6 julio 2024, (https://rebelion.org/la-desactivacion-exterminista-del-excedentario/).

SCHEIDLER, Fabian (2024): El fin de la megamáquina. Historia de una civilización en vías de colapso, Barcelona, Icaria.

ZIBECHI, Raúl (2016): “El pensamiento crítico en la hora del colapso sistémico”, en VV.AA: Rescatar la esperanza. Más allá del neoliberalismo y el progresismo, Barcelona, Entrepueblos, pp. 287-310.

Gil-Manuel Hernández Martí. Profesor titular del Departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de València. Autor de La condición global. Hacía una sociología de la globalización (2005), Sociología de la globalització. Anàlisi social d’un món en crisi (2013) o Ante el derrumbe. La crisis y nosotros (2015).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.