Las organizaciones -y las burocracias internacionales todavía más- se resisten tercamente a morir. Aunque hayan cumplido su ciclo y perduren como ruinosas huellas de un pasado que ya nunca volverá siempre tendrán ingeniosos defensores que urdirán los más intrincados razonamientos para postergar indefinidamente su inevitable ocaso. En este sentido la próxima reunión de Ministros de […]
Las organizaciones -y las burocracias internacionales todavía más- se resisten tercamente a morir. Aunque hayan cumplido su ciclo y perduren como ruinosas huellas de un pasado que ya nunca volverá siempre tendrán ingeniosos defensores que urdirán los más intrincados razonamientos para postergar indefinidamente su inevitable ocaso. En este sentido la próxima reunión de Ministros de Relaciones Exteriores de los países miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA) en San Pedro Sula, Honduras, está planteando la pregunta incorrecta, a saber: ¿debe o no Cuba volver a la OEA, y si vuelve, bajo cuáles condiciones? En realidad lo que hay que preguntarse es si existe alguna razón en virtud de la cual la OEA merece seguir existiendo. Y cuando se plantea esta pregunta, que es la correcta, la respuesta es inequívoca: No. No hay ninguna razón que justifique la continuidad de la OEA.
No sólo Cuba no tiene nada que hacer en la OEA. Tampoco los demás países de América Latina y el Caribe. Esta organización reflejó un (largo) momento de total hegemonía de Estados Unidos en el sistema interamericano. La OEA fue la expresión, en el plano de los organismos internacionales, de ese período histórico ya concluido en el cual Washington mandaba y los demás acataban, como lo demostró la ignominiosa expulsión de Cuba ordenada por la Casa Blanca en ocasión de la octava cumbre reunida en Punta del Este, Uruguay, el 31 de Enero de 1962. Como el imperialismo había sido derrotado en Playa Girón, el 16 de Abril de 1961, la represalia fue declarar el ostracismo de Cuba, su total aislamiento, con la vana esperanza de que abrumada por tamaño infortunio la Revolución plegaría sus banderas y se entregaría mansamente a sus enemigos. Se equivocaron de medio a medio.
Hay un paralelismo inevitable entre la malograda Sociedad de las Naciones y la OEA. La SN, fundada como resultado del Tratado de Versailles al finalizar la Primera Guerra Mundial tenía por objeto promover los llamados «derechos del hombre», prevenir el estallido de nuevas guerras, fomentar la seguridad colectiva y resolver las controversias internacionales mediante la negociación y la diplomacia. Su manifiesta incapacidad para cumplir con tales propósitos provocó, a mediados de los años treintas, su progresiva obsolescencia al compás de la expansión del fascismo en Europa y, sobre todo, de la arrolladora marcha del ejército Nazi ante la cual la SN no hizo otra cosa que lamentarse. La OEA, por su parte, declara que su misión no es otra que la de ser un foro adecuado para facilitar el diálogo multilateral y la toma de decisiones dentro del sistema interamericano, fortalecer la paz y la seguridad, consolidar la democracia, promover los derechos humanos, apoyar el desarrollo social y económico y promover el desarrollo sostenible en todo el ámbito americano. No obstante, sus bellas intenciones se vieron invariablemente frustradas porque antes que nada la OEA fue, desde su nacimiento, un instrumento del imperialismo norteamericano y todos aquellos loables objetivos quedaban invariablemente supeditados al interés de la potencia hegemónica. Consolidar la democracia sí, pero siempre y cuando los gobiernos democráticos no amenazaran los intereses de Estados Unidos. Fortalecer la paz y la seguridad sí, pero si hay gobiernos díscolos que desafían al poder imperial invasiones como las de Playa Girón, Santo Domingo, Panamá o Granada se tornan perfectamente justificables.
El sometimiento y control de las naciones al Sur del Río Grande fue un imperativo estratégico de Estados Unidos desde fechas tan tempranas como 1823, cuando el Presidente James Monroe formulara la doctrina que lleva su nombre: «América para los (norte) americanos». En línea con esta directiva estratégica Washington promovió la realización, en 1890, de la Primera Conferencia Interamericana, misma que fuera brillantemente cubierta por José Martí en su carácter de corresponsal del diario La Nación de Buenos Aires.1 Dicha conferencia instituyó una Secretaría Permanente que, en 1910, se convertiría en la Unión Panamericana. Habría de ser en Bogotá, el 30 de Abril de 1948, cuando esta institución diera nacimiento a la OEA en medio de las enormes convulsiones desencadenadas por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el popular líder del partido Liberal colombiano perpetrado pocas semanas antes. No es un dato menor que desde 1890 hasta la fecha de la creación de la OEA todos los directores de este organismo «interamericano» hayan sido ciudadanos estadounidenses y que, una vez constituida la OEA, ningún Secretario General fuese designado sin la explícita aprobación de la Casa Blanca que ejercía en los hechos un poder (para nada discreto o disimulado) de veto.
A partir de su creación la OEA se destacó por su incondicional sumisión a los intereses norteamericanos y a las directivas emanadas desde Washington, transmitidas ora directamente, ora a través de voceros reclutados entre los colonizados más hábiles en las artes de la demagogia y la manipulación de sus pares. La sola enumeración de sus actos, complicidades y claudicaciones desde 1948 hasta nuestros días prolongaría extraordinariamente este artículo. La OEA condonó invasiones, asesinatos políticos, golpes de estado y campañas de desestabilización contra gobiernos democráticos. Fue ciega, sorda y muda ante las atrocidades del «terrorismo de estado» enseñoreado en la región en la década de los setentas y cuando motivada por un clamor y una protesta generalizadas se decidió a actuar lo hizo tardía y tibiamente. El TIAR, Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, según el cual cualquier «ataque armado por cualquier Estado contra un Estado Americano será considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos» demostró escandalosamente su hipocresía y falsedad cuando el Reino Unido recuperó por la fuerza el control de las Islas Malvinas ante la indiferencia de la OEA. Y cuando en Mayo del 2008 estalló la crisis en Bolivia y los caciques de la «media luna» querían derrocar a Evo Morales -y, eventualmente, crear una república independiente- el conflicto fue rápidamente solucionado mediante la intervención de los países de América Latina en el marco de la UNASUR y sin que la OEA jugara papel alguno.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, tal vez lo más rescatable de la OEA, está de todos modos sujeta a la preponderante influencia de Estados Unidos y sólo puede formular recomendaciones ante denuncias relativas a violaciones a los derechos humanos. La Comisión lo hizo en relación a numerosas violaciones a los derechos humanos cometidas por los Estados Unidos sin que la Casa Blanca se molestara siquiera en tomar nota del mensaje emitido por un órgano de una institución, la OEA, a la que pertenece desde su fundación. Y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, creada a partir del Pacto de San José de Costa Rica en 1979, que sí tiene capacidad para emitir sentencias, no tiene competencia sobre todos los países miembros de la OEA. Canadá no suscribió el Pacto y tampoco lo hizo Estados Unidos, que de esta manera se automargina de la jurisdicción de la Corte haciendo que cualquier violación a los derechos humanos cometida por este país no sea punible por la Corte.2 De hecho la OEA ha permanecido asombrosamente inactiva frente al torrente de denuncias formuladas en contra de Washington por las atrocidades cometidas en Abu Ghraib y Guantánamo, los «vuelos de la muerte», la legalización de la tortura y los asesinatos y agresiones cometidos por fuerzas estadounidenses a lo largo y a lo ancho del planeta.
En función de tales antecedentes, y teniendo en cuenta además, como si lo anterior no fuera suficiente, que aproximadamente las dos terceras partes de los fondos con que funciona la OEA son suministrados por el gobierno de Estados Unidos (con lo que esto significa en términos de condicionamiento político) ¿qué sentido tiene promover el retorno de Cuba a una institución tan desprestigiada como esa? 3 El futuro no está en la OEA sino en la creación de otro tipo de organizaciones internacionales que reflejen adecuadamente los intereses de la región. De hecho el ALBA es una de ellas, la UNASUR es otra: pese a sus diferencias son iniciativas que expresan la realidad actual de una creciente reafirmación de la autodeterminación nacional frente a las exacciones e imposiciones del imperialismo y una conciencia emancipadora continental cada vez más clara. Reflejan la histórica derrota del ALCA en Mar del Plata en 2005; la inconmovible consolidación de la Revolución Cubana; la profundización de las transformaciones sociales, económicas y políticas en marcha en Venezuela, Bolivia y Ecuador y, a paso más lento (y a veces titubeante) en otros países de la región; y la toma de conciencia de que asistimos a la irreversible decadencia de la hegemonía norteamericana en el mundo y, sobre todo, en Nuestra América. Por eso la OEA es una institución anacrónica: representa una correlación de fuerzas internacionales que ya se ha disuelto mientras que el ALBA y el UNASUR expresan el nuevo mundo que está surgiendo de nuestras entrañas. Un mundo que reclama a los gritos proyectos tendientes a fortalecer económica y políticamente a las naciones latinoamericanas y caribeñas como el Banco del Sur, Telesur, Petrosur, Petrocaribe, el Gasoducto del Sur y otros. Sostener a la OEA es una operación no sólo inútil sino además costosa para nuestros pueblos, que podrían reorientar los recursos destinados al sostenimiento de esa organización al combate a la pobreza. Lo que corresponde, por lo tanto, no es librar una batalla para asegurar el reingreso de Cuba a la OEA sino organizar una sencilla ceremonia fúnebre en donde se le brinde una piadosa sepultura, pero sin honores porque por su historia no los merece.