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Rusia: los mapas del futuro

Fuentes: El viejo topo

El acoso occidental a Rusia, que se agravó tras la intervención del ejército ruso en Ucrania de febrero de 2022, tiene una larga génesis que se inició durante los años de Borís Yeltsin, en una operación gestada por Washington que ha tratado siempre de culminar la demolición de la Unión Soviética con la ruptura y desaparición de la Rusia de nuestros días. Yeltsin fue un verdadero traidor a su país: impulsó la dispersión de las quince repúblicas soviéticas por su ambición de apoderarse del Kremlin (con la inestimable ayuda de la parálisis e incapacidad de Gorbachov) y gobernar así la nueva Rusia, impuso una «terapia de choque» que destruyó la industria soviética y dejó que buena parte del armamento, tanques, aviones, buques, se convirtieran en chatarra. Al mismo tiempo, en esa última y funesta década del siglo XX, abrió las puertas de los ministerios en Moscú a los hombres de Washington e incluso les permitió la entrada en las instalaciones nucleares.

En julio de 2024, durante la visita de Narendra Modi a Moscú, Putin reveló al primer ministro indio que, en la década de Yeltsin, Estados Unidos pretendió desmantelar por completo los depósitos y factorías de la industria nuclear rusa. Yeltsin firmó un acuerdo que permitía a los expertos del Pentágono visitar e inspeccionar las instalaciones militares rusas de armamento nuclear, e incluso se construyeron edificios para uso de esos especialistas. El director general de la rusa Corporación Estatal de Energía Atómica Rosatom, Alexéi Lijachev, explicó a Modi que los expertos militares estadounidenses podían ver así qué tipo de armamento tenía Rusia y la tecnología con que se fabricaban sus armas nucleares. No fue hasta la llegada de Putin a la presidencia del país que se prohibió la entrada de los especialistas estadounidenses a las instalaciones nucleares rusas.

Tras el final de la guerra fría, Moscú trató de conseguir una relación equilibrada y de confianza con Washington, pero ni la humillante sumisión de Yeltsin, ni los intentos de Putin de llegar a acuerdos estables con Estados Unidos pudieron cancelar el nuevo objetivo estadounidense: la partición de Rusia, propósito al que Washington no ha renunciado. Con la primera etapa de Putin, Moscú buscó un nuevo sistema de seguridad global y hasta llegó a proponer el ingreso de Rusia en la OTAN como la vía para impedir los riesgos de guerra, pero esa propuesta fue rechazada de manera tajante, y la Conferencia de Múnich de 2007 fue un punto de inflexión en la postura de Rusia: durante más de quince años sus diplomáticos habían tratado de llegar a un concierto mutuo aceptable pero solo habían presenciado la expansión militar de Estados Unidos y la OTAN hasta sus fronteras. El último intento de Moscú, con propuestas presentadas a Estados Unidos y la OTAN en diciembre de 2021, fue asimismo rechazado.

Lavrov y otros dirigentes rusos han insistido en que la seguridad es indivisible, concepto que se adoptó en Estambul en noviembre de 1999 en la cumbre de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, OSCE, en un momento en que hasta el dócil Yeltsin alzó la voz para denunciar la evidente injerencia occidental en Rusia, y en que se aprobó un documento final, la Carta Europea de Seguridad, que recogía el consenso de que la seguridad de un país no puede reforzarse a expensas de la seguridad de otros, y que actualizó también el Tratado sobre Fuerzas Convencionales en Europa, FACE. Aunque el documento de la OSCE certificaba que ningún país podía tener un poder militar dominante sobre el resto, Washington hacía años que trabajaba en la dirección contraria: documentos desclasificados por el Archivo de Seguridad Nacional estadounidense muestran que el gobierno de  Bill Clinton había empezado a preparar en secreto en 1994 el ingreso de Ucrania y de las tres repúblicas bálticas en la OTAN, pese a las garantías que el propio Clinton había dado continuando las que aseguró el gobierno de George Bush a Gorbachov en 1991.

No fue ninguna sorpresa que, siguiendo la tradición de sus guerras de exterminio con los nativos americanos, Washington violase todos sus compromisos, desde la Carta de París de noviembre de 1990 hasta la Carta sobre la Seguridad Europea (el «documento de Estambul» de 1999), incumplimiento al que se añadió después la destrucción de todos los acuerdos de desarme nuclear firmados con Moscú, excepto el START III. Hoy, según las palabras de Lavrov, la tensión y el distanciamiento entre Estados Unidos y Rusia es mayor que en la última etapa de la guerra fría. Washington intenta crear un cinturón de pequeños Estados hostiles a Rusia en toda su periferia y, en lo posible, atraerlos a su dispositivo militar con la integración en la OTAN o por la vía de acuerdos parciales, y ese objetivo es un serio problema para la seguridad de Rusia, cuyo gobierno intenta mantener sólidos lazos en la OTSC, que agrupa solo a seis repúblicas (Armenia, Bielorrusia, Kazajastán, Kirguizistán, Tayikistán y Rusia) porque Estados Unidos consiguió la salida de Azerbeiján, Georgia y Uzbekistán, y el golpe de Estado del Maidán anuló el estatuto de observadora que tenía Ucrania. Moscú también trabaja para ello en la CEI, que agrupa a once repúblicas: Rusia, Bielorrusia, Ucrania, Moldavia, Armenia, Azerbeiján, Kazajastán, Kirguizistán, Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán.

Estados Unidos ha apoyado a movimientos nacionalistas y particularistas en el interior de Rusia, a grupos terroristas en el Cáucaso y en toda la periferia rusa estimulando enfrentamientos armados, con un doble objetivo: alentar las tensiones internas en Rusia y profundizar el distanciamiento de las antiguas repúblicas soviéticas con Moscú, desde Kazajastán y Uzbekistán hasta Moldavia, Armenia y Georgia. Así, Washington preparó con el georgiano Saakashvili la guerra de 2008, y organizó el golpe de Estado de 2014 en Ucrania y un intento de Maidán en Bielorrusia, en 2020, contra Lukashenko. Los golpistas del Maidán en Ucrania iniciaron después la guerra en el Donbás, que pudo detenerse con los acuerdos de Minsk (suscritos por el gobierno ucraniano de Poroshenko, el alemán de Merkel y el francés de Hollande, además de Rusia) aunque en diciembre de 2022 Merkel reconoció que los papeles de Minsk solo fueron un intento de «ganar tiempo» y rearmar al ejército ucraniano para la guerra contra Rusia: ni Berlín ni París, ni sus mentores en Washington, tuvieron nunca la intención de respetarlos. La introducción de grandes partidas de armamento occidental y el serio peligro del despliegue de misiles estadounidenses en Ucrania alcanzó en 2021 un definitivo punto de no retorno para Moscú.

Si el golpe de Estado en Ucrania mostró de forma abierta los planes de acoso de Estados Unidos a Rusia, acompañados siempre por el ruido de las mentiras y la propaganda, seis años antes se habían anunciado en Georgia, otra república soviética que Washington convirtió en Estado cliente. La corta guerra de 2008 entre Rusia y Georgia, apenas nueve días de combates, fue explicada (y continúa siéndolo por Washington, Bruselas, la OTAN y la prensa a su servicio) como una prueba más de las «ansias expansionistas de Putin», quien según ellos habría iniciado la agresión. Sin embargo, en septiembre de 2024 en rueda de prensa en Tiflis, Irakli Kobakhidze, primer ministro georgiano, admitió que fue el entonces presidente Mijaíl Saakashvili quien ordenó atacar a Osetia del Sur y que lo hizo siguiendo «órdenes del exterior», es decir, sin citarlos, de Estados Unidos. Bidzina Ivanishvili, fundador del partido Sueño Georgiano que gobierna hoy en Tiflis, declaró también, en Gori, que Saakashvili inició la guerra de 2008, y ha afirmado que «un alto funcionario occidental» propuso al ex primer ministro Irakli Garibashvili iniciar una guerra contra Rusia y «resistir unos días» hasta la llegada de la ayuda militar occidental. El primer ministro de la guerra, Mijaíl Saakashvili, era, a todos los efectos, un hombre de la CIA estadounidense (tan zafio y autoritario que hasta Sarkozy criticó su forma de gobernar), y la llamada «revolución de las rosas» de 2003 con la que llegó al poder una operación que hizo bascular a Georgia hacia Estados Unidos y la OTAN: el gobierno de Saakashvili envió después tropas georgianas a Kosovo, Iraq y Afganistán, para ayudar a los contingentes del Pentágono, y en 2008 pidió el ingreso en la OTAN. La guerra de 2008, que no dio el resultado que esperaba Washington, se unía a la conversión de Kosovo ese mismo año en un protectorado «independiente» controlado por Estados Unidos y al despliegue de misiles estadounidenses en Polonia y Chequia. Era lógico que en Moscú aumentasen las alarmas.

Pero la guerra georgiana y el golpe del Maidán en Ucrania y la guerra posterior no son los únicos signos de la intervención estadounidense en la periferia rusa, porque Washington opera en otras repúblicas, con distintos recursos. En la capital de Turkmenistán, Asjabad, mantiene un American Center que difunde propaganda y materiales diversos y atrae a jóvenes ofreciendo películas, cursos de inglés, materiales audiovisuales, para estimular la rusofobia en el país; y la USAID trabaja en Kazajastán y Uzbekistán. En las elecciones parlamentarias uzbekas celebradas en octubre de 2024 participaron cinco partidos, todos cómplices del presidente Mirziyoyev, mientras la oposición comunista permanece en la clandestinidad, sin que ello inquiete a Occidente. Y entre Rusia y Kazajastán han aumentado las tensiones: Washington ha conseguido que el gobierno de Tokáev asegure que su país no será utilizado por Moscú para eludir las sanciones occidentales.

El Departamento de Estado norteamericano también ha levantado la plataforma política para Yulia Navalnaya, viuda de Navalni, para intervenir en Rusia: crearon la leyenda del demócrata Navalni (un hombre de extrema derecha) como el principal opositor en el país, y financiaron sus organizaciones para estimular el descontento. Al acoso en la periferia, se une la presión en el interior de Rusia y la acción de sus servicios secretos: en octubre de 2024, Firouz Dadobov, un hombre originario de Tayikistán que admitió los hechos, fue condenado en Moscú por su intento de transferir secretos de Estado rusos a la CIA estadounidense. Washington también mantiene y financia la plataforma de apoyo a Svetlana Tijanóvskaya, tras el fracaso del intento de Maidán en Bielorrusia. La estructura de apoyo diplomático y financiero a Tijanóvskaya (que además de Estados Unidos, tiene el sostén de Polonia, Estonia, Letonia, Lituania y Chequia) es un operativo similar al organizado para Navalnaya.

Washington, aunque ha perdido terreno en Georgia, ha conseguido atraerse a Pashinián, el primer ministro armenio, pese a que el país pertenece a la OTSC, y mantiene óptimas relaciones con Ilham Alíyev, el dictador de Azerbeiján. En Moldavia, Estados Unidos apoya a la presidenta Maia Sandu, una dura conservadora que no dudó en falsear las elecciones presidenciales y el referéndum de octubre de 2024 sobre la pertenencia a la Unión Europea, que pretendía utilizar como señuelo para la integración posterior en la OTAN, y juega la carta (delegando en el ejército de Sandu) de la presión sobre Transnistria, donde Moscú mantiene un contingente de tropas de paz.

A esa presión sobre la periferia y la utilización política de grupos en el interior de Rusia, se une la dinámica propia de las oligarquías de cada república, cuyo objetivo de consolidar la distancia con Moscú coincide con los intereses estadounidenses. Los grupos de las nuevas burguesías depredadoras que se apoderaron del poder en casi todas las repúblicas soviéticas llevan años impulsando campañas anticomunistas y de descrédito de la URSS, en una amalgama que mezcla con frecuencia la rusofobia, el anticomunismo y antisovietismo, junto al desarrollo de una educación pública que busca formar a las nuevas generaciones en el rechazo, incluso el odio, hacia el pasado soviético, objetivo que ha conseguido en una parte importante de la población. La única excepción es Bielorrusia, que sigue honrando el pasado soviético. Así, la destrucción de monumentos busca no solo romper con la historia soviética, intenta también enterrar la memoria y la posibilidad misma de construir de nuevo el socialismo: las pequeñas oligarquías que gobiernan hoy en la periferia rusa son conscientes de que el socialismo y la reunificación supondría el final de su carrera de ladrones. Pese a las masivas privatizaciones fraudulentas de buena parte de la propiedad pública en todo el espacio postsoviético, quedan sectores en manos del Estado y la codicia y la rapiña de las nuevas oligarquías quiere también apoderarse de ellos: en Uzbekistán, por ejemplo, tras la victoria de Mirziyoyev en las fraudulentas elecciones presidenciales de 2023, el gobierno está impulsando la privatización de los servicios ferroviarios, la construcción y la gestión de carreteras, del suministro de gas y electricidad, y de la red de gasolineras; eliminando más de mil empresas públicas, y quiere conseguir que el 90 % de la economía del país esté en manos privadas, de esos círculos que llevan treinta años robando las riquezas uzbekas. Como es habitual en las promesas de esos tiburones del nuevo capitalismo, aseguran que la privatización atraerá inversiones, modernizará la economía y hará más competentes a las empresas, porque la propiedad privada asegura el progreso y el socialismo trae el atraso. Saben que es mentira, pero eso no les importa.

Un estudio llevado a cabo en 2009 sobre los libros escolares en doce repúblicas llegó a la conclusión de que la construcción de los nuevos poderes se acompaña siempre de la tesis de la «ocupación rusa», que supuestamente terminó gracias a la lucha popular en una suerte de movimientos de liberación nacional, que en realidad no tiene nada que ver con el proceso en que esas oligarquías (una mezcla de conversos y de empresarios delincuentes surgidos en el caos de la disolución de la URSS) ocuparon gobiernos y se apoderaron de la propiedad común. Esa fantasía se acompaña de la invención de la historia: en Kazajastán, por ejemplo, adornan esa mentira situando en el siglo XVIII una supuesta «lucha anticolonial». También recurren a la búsqueda de héroes y padres de las nuevas patrias, como Tamerlán en Uzbekistán, o glorias del pasado como el «kanato kazajo». El objetivo es el renacimiento de una conciencia nacional que habría resistido durante siglos al dominio de Moscú. Incluso la victoria soviética de 1945 sobre el fascismo se presenta en muchas ocasiones (sobre todo en las repúblicas europeas y caucásicas) como el enfrentamiento entre dos sistemas, el comunismo soviético y el nazismo, que ocuparon el territorio alternativamente: así, ambos serían igualmente criminales, y los nuevos nacionalismos se habrían opuesto siempre a ellos. Ese alarde de falsificación histórica no frena a los nuevos poderes, que en las repúblicas de Asia central se presenta a veces como una guerra que no era la suya, pese a la participación en el esfuerzo del Ejército Rojo de centenares de miles de kazajos, uzbekos y turkmenos, entre otros.

En las tres pequeñas repúblicas bálticas, la reivindicación de las organizaciones ultranacionalistas, fascistas y nazis, con diferentes grados de fervor, va unida a su incorporación a la OTAN que no solo respondió a los deseos expansionistas de Washington de llevar su dispositivo militar a toda la periferia rusa sino también al deseo de las nuevas oligarquías de asegurarse su protección: creen que su supervivencia necesita el gran garrote estadounidense. El hecho de que miles de estonios, letones y lituanos vistieran el uniforme de las SS nazis se cubre con la ficción de que casi se vieron obligados a ello para luchar contra la «ocupación soviética». Y en Ucrania, el colaboracionista nazi Stepán Bandera se ha convertido en el héroe nacional y su Organización de Nacionalistas Ucranianos, OUN-B, en un movimiento que luchó por la libertad del país, pese a su patente alianza con Hitler durante la ocupación alemana.

Ucrania, en su intento de erradicar la lengua rusa que habla buena parte de la población, ha creado un «defensor lingüístico del pueblo» que reclama que la ley aprobada sobre el uso obligatorio de la lengua ucraniana, que ya está en vigor, vaya acompañada de un «control estricto» de su cumplimiento en la esfera pública, y de sanciones ejemplares. En Lituania, algunos diputados han propuesto la delirante idea de no reconocer los títulos de universidades rusas para «evitar que Moscú capte a muchos jóvenes» que, al finalizar sus estudios, según ellos, propagarían las «ideas rusas». Un conocido actor y presentador de televisión lituano, Algis Ramanauskas, se permitió en octubre de 2024, como si fuera una broma, incitar al asesinato de quienes escuchen canciones y vean cine en ruso: «Imaginemos una familia en la que el padre pone una película rusa a todo volumen y la madre escucha música rusa. La cuestión aquí es qué hacer primero: ¿llevarse a los niños y luego disparar a los padres? ¿O delante de los niños? No, por supuesto, primero hay que llevarse a los niños y luego disparar a los padres. Hay que alejar a los niños de esta gente.»

En Uzbekistán llegan al extremo de considerar una «traición» la defensa de la Unión Soviética, y en Kazajastán a cambiar los nombres de calles que recuerden la historia comunista y derribar edificios y monumentos que honraban la historia revolucionaria, además de discriminar a los ciudadanos que hablan ruso e impulsar programas para acabar con su uso por la población. De hecho, abogar por la reunificación de la Unión Soviética puede suponer penas de años de cárcel. Alisher Kadirov, un ultranacionalista dirigente del partido uzbeko Renacimiento Nacional y aliado del presidente Mirziyoyev, considera que la «ideología soviética» es una catástrofe para la humanidad, y que su difusión debe considerarse «un crimen y una traición». Kadirov, diputado del partido Milliy Tiklanish y vicepresidente del parlamento, defendió a un profesor de Tashkent que golpeó reiteradamente con gran violencia a un alumno que solicitó que la clase de idioma ruso fuera en ruso. Milliy Tiklanish es uno de los cinco partidos permitidos, aliado del partido gobernante; mientras el Partido Comunista está prohibido. El feroz Kadirov afirma que las banderas rojas están «empapadas de sangre uzbeka». En Tayikistán no solo se han derribado los monumentos a Lenin sino también edificios que tengan relación con la historia soviética, con el frecuente argumento de que son «construcciones viejas» que no responden a los criterios de la arquitectura moderna. Al igual que en Kirguizistán, donde el gobierno decidió derribar el edificio de la capital, Bishkek, que durante los años de la guerra civil albergó al comité que defendía a la revolución soviética.

Sin embargo, las oligarquías de los nuevos Estados encuentran serios obstáculos con el recuerdo de la victoria soviética sobre el nazismo. Si los movimientos nacionalistas se convirtieron en cómplices de la Alemania de Hitler, la mayoría del pueblo ucraniano y de las repúblicas bálticas luchó junto a los rusos y los ciudadanos de otras repúblicas soviéticas para derrotar la barbarie, y esos lazos no han desaparecido. El nacionalismo revanchista ucraniano recuerda y honra al colaboracionista Stepán Bandera, pero se oculta que también existió Sidir Kovpak, el ucraniano que dirigió por toda la república las unidades de partisanos bolcheviques que liquidaron a grandes contingentes nazis.

Como la mayoría de los gobernantes del espacio postsoviético, el gobierno de Putin y Mishustin responde a una lógica neoliberal durante criticada por el Partido Comunista ruso, pero el acoso y las sanciones occidentales le han hecho poner de nuevo la mirada en las empresas públicas rusas, consciente de que Rusia dispone de la tercera parte de los recursos naturales del planeta y debe fortalecer su economía ante las sanciones y el hostigamiento occidental, sin que ello implique delitar el poder económico de los tiburones de la nueva oligarquía rusa. En una compleja operación histórica, el gobierno de Moscú busca consolidar el Estado, romper el acoso estadounidense, reforzar su economía e impulsar las alianzas con su periferia, olvidando el pasado socialista. Pero recuperar los lazos históricos no será sencillo y, mucho menos, la reconstrucción del país que fue la Unión Soviética, tal y como plantea el Partido Comunista ruso y los partidos comunistas de las repúblicas que siguen conformando un espacio político único en el seno de la UPC-PCUS (Unión de Partidos Comunistas-Partido Comunista de la Unión Soviética). Todas las oligarquías de cada nueva nación se oponen porque su propia existencia depende de la dispersión gestada en 1991 y buscan el apoyo estadounidense: algunos, como los bálticos y Ucrania, con una agresiva defensa de la OTAN; otros, como en el Cáucaso y Asia central, manteniendo un difícil equilibrio entre Moscú y Washington, y la gran paradoja sigue siendo que el impulso centrífugo que rompió la Unión Soviética fue dirigido desde el Kremlin, desde Moscú, desde el corazón ruso de lo que fue un país unido, aunque lo hiciera un personaje siniestro y ambicioso como Yeltsin.

Como en el poema de Maiakovski, Rusia quiere tener por delante la eternidad, pero los frentes abiertos son muchos, del Báltico y Ucrania hasta el Cáucaso y Asia central. En la guerra de Ucrania, en la división moldava, en la marginación de la población rusa en los pequeños bálticos, en la guerra latente de armenios y azeríes, en la hostilidad entre osetios y georgianos, en los enfrentamientos de tayikos y kirguises, la periferia rusa es un campo que amenaza ruina en manos de ladrones, donde asoman las garras codiciosas de Occidente, y tal vez lo más difícil para los ciudadanos sea el dolor de la incertidumbre, porque la construcción de los mapas del futuro, de una nueva casa común, deberá cerrar las heridas del pasado, superar la magnitud de la distancia, recuperar la vieja, denostada, hermosa e imprescindible fraternidad y la herencia del socialismo, y enfrentarse a la poderosa coalición de las oligarquías de la periferia y de la nueva burguesía rusa, de los delincuentes que se apoderaron de la propiedad del pueblo; también, de las pistolas humeantes que sigue pagando Washington. Y una Rusia que no rompa con el pasado de bandidos que inauguró Yeltsin no tendrá fuerzas para ello, inmersa hoy en un torbellino de cercanías a las que Rusia mira, como el tío Vania a la hermosa Elena Andréievna, recordando su juventud.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.