La crisis invernal entre los dos grandes Estados eslavos, a propósito del precio del gas que Rusia suministra a Ucrania, es todo menos una cuestión de rublos más o rublos menos. Es la expresión de las tensiones que se vienen acumulando desde la llamada «revolución naranja», en 2004. La casi forzada elección del pro atlantista […]
La crisis invernal entre los dos grandes Estados eslavos, a propósito del precio del gas que Rusia suministra a Ucrania, es todo menos una cuestión de rublos más o rublos menos. Es la expresión de las tensiones que se vienen acumulando desde la llamada «revolución naranja», en 2004. La casi forzada elección del pro atlantista Víktor Yushenko como presidente de Ucrania, en detrimento del primer vencedor, el pro ruso Víktor Yanukovich, fue vista por Occidente como victoria y como derrota en Moscú.
Durante siglos, los enemigos de Rusia han combatido contra ésta en territorio ucraniano y, desde la I Guerra Mundial, han visto en la independencia y control de Ucrania un paso esencial para abatir el poder ruso. Incrustar en el costado más sensible de Moscú un país hostil fue intentado por Alemania en 1918 y luego en 1941. Tras el suicidio de la URSS, EEUU avistó de inmediato a Kiev como punta de lanza de su política dirigida a extender, cuanto pudiera, su influencia en las repúblicas ex soviéticas. La UE no oculta tampoco su deseo de incluir Ucrania dentro de la OTAN. La decisión se ha pospuesto debido a las grandes crisis sufridas por el mundo y Europa en los últimos quince años. También por la oposición agónica de Moscú, que estima tal paso como fatal, tanto para su seguridad nacional como para su estatus de gran potencia.
La «revolución naranja» se consideró una ocasión única para preparar el camino a la «otanización» de Ucrania. El proceso se encuentra detenido por las disputas internas y los escándalos de corrupción del gobierno de Yushenko, que provocó, además de un gran rechazo popular, la salida de su principal aliada, la anti rusa Yulia Timoskenko. No obstante, la pugna ha seguido soterrada y sin tregua y ha estallado en las tuberías de gas.
Difícil es creer que el momento escogido sea gratuito, pues se está entrando a lo más crudo del invierno, periodo en el que el consumo de combustible se dispara. Es, por tanto, un momento idóneo para presionar al gobierno ucraniano y recordarle que el gas tiene dos precios, el político y el comercial. Rusia no podría impedir el ingreso de Ucrania en la OTAN, pero sí cortar cualquier trato de privilegio, similar al que otorga a Bielorrusia, país que no pone en duda su alianza incondicional con Moscú. Dada la dependencia de la economía ucraniana, el desafío a Rusia le resultaría catastrófico.
El momento internacional también parece idóneo para un pulso de poder. EEUU se encuentra al borde de la suspensión de pagos a causa de los gastos astronómicos derivados, sobre todo, de las guerras imperiales en Afganistán e Iraq. La UE, sumida en una dura disputa interna por los fondos comunitarios, tiene dificultades para financiar su última ampliación. Ninguno de ellos podría proporcionar fondos a Ucrania para pagar la factura del gas. De ahí que nadie en Occidente haya mostrado intención de sacar la chequera, para alentar sentimientos anti rusos en los partidos y la población ucraniana.
A medida que la economía rusa se recupera del el periodo negro y fatal de Boris Yeltsin, el mejor aliado que jamás ha tenido Occidente en tierras rusas, Moscú aumenta su presión para recobrar la influencia perdida en las repúblicas ex soviéticas. Una forma de lograrlo es forzando el cierre de las bases militares de EEUU en la zona, donde ya consiguió el cierre de la mayor base, situada en Uzbekistán. Otra, recordando que el poder tiene mucho que ver con el control de la energía, y que Rusia lo posee.
Contrario a lo que se cree, la guerra fría no ha muerto. Ha sido sustituida por una versión actualizada del Gran Juego, que enfrentó a Rusia y Gran Bretaña en el siglo XIX por el control de Asia Central. El derrumbe de la URSS, en 1991, permitió mover las fronteras geopolíticas hasta Ucrania y a EEUU irrumpir en el corazón continental de Eurasia, siguiendo las líneas trazadas en 1904 por el mayor geopolítico anglosajón del siglo XX, sir Halford Mackinder. Un siglo después, el Gran Juego sigue, aunque en un escenario mayor, de Varsovia a Bagdad, con China de nueva protagonista. Esta «guerra del gas», como las tuberías, tiene más ramificaciones de lo que parece.
Augusto Zamora R. es profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid [email protected]