La parábola “No hay que darle pescado a un pobre sino enseñarle a pescar” no sólo es la preferida de los memes de las redes sociales y un instrumento de autocomplacencia cuando uno es un pobre que ha logrado ahorrar tres dólares (empleado o pequeño empresario que se cree miembro del gremio de Elon Musk), sino otro recurso de moralización del capitalismo colonialista que nunca pierde oportunidad de culpar al pobre de su miseria.
Pocos saben cómo pescar mejor que un pobre, pero no debe sorprender, sobre todo cuando aquellos que los odian en secreto los califican como holgazanes en público. Esos holgazanes que construyen nuestras casas, que cultivan y recogen a pleno sol nuestra comida, esos que limpian los baños de nuestras universidades y de los aeropuertos y a los que nadie les dice siquiera gracias. Esos que trabajan como esclavos en trabajos esenciales pero no pueden ir al dentista y deben resignarse a expresar sus modestas alegrías sin dientes. Esos, cuyos hijos no pueden ir al psicólogo ni al psiquiatra y mucho menos comprar las medicinas que los mantenga equilibrados hasta que su cerebro madure a los 25 años y terminan antes, a los 17 o 19 años, en los informativos policiales, en la cárcel y en el desprecio social por haber elegido una vida de crimen y violencia. Esos invisibles, malditos pobres, que mantienen nuestro mundo rico, orgulloso y putrefacto, funcionando al antojo de los orgullosos exitosos y mayordomos del sistema.
La historia contemporánea demuestra que la forma más efectiva de reducir la pobreza y las obscenas diferencias sociales es dando dinero a los pobres. Esto, que provoca la risa unánime, se puede entender si uno le dedica un tiempo mínimo de reflexión. Reducir la pobreza a cualquier precio es lo más económico que tiene una sociedad, la mejor estrategia de desarrollo y lo más justo desde cualquier punto de vista. La pobreza no deriva de una raza, de un síndrome o de una carencia cultural. Deriva, profundamente, de las reglas y de un orden social establecido por una historia y, sobre todo, por las clases dominantes que controlan los recursos, la economía, la política y la narración de su realidad creada y deseada por medio de los medios.
Cada vez que un gobierno de América Latina propuso alguna reforma agraria o la nacionalización de sus recursos naturales, con pocas excepciones (como la nacionalización del petróleo mexicano en 1938), siempre terminó en un golpe de Estado promovido por Washington y las grandes corporaciones. No hace mucho, cuando el presidente de Bolivia, Evo Morales expulsó a los semidioses del FMI y propuso que el país se hiciera cargo de sus propios negocios, fue acusado de dictador. Para peor, su partido político incluía la palabra socialismo. Los números de la economía y la realidad social le dieron la razón al “indio ignorante y dictador” (cito, porque es lo que debí escuchar más de una vez de visitantes bolivianos en mi oficina en la Jacksonville University), algo que los de arriba nunca le perdonaron. Lo mismo podíamos decir del presidente de Brasil, Lula da Silva, quien entre 2003 y 2010 sacó a 30 millones de brasileños de la miseria económica y redujo la desnutrición infantil a la mitad, dándole cheques (canastas) a los pobres.
Pero cada vez que un líder de algún país del Sur Global (de las excolonias) propone una redistribución de la riqueza por simple justicia y desarrollo social, es automáticamente demonizado como “dictador socialista”. Irónicamente, aquellos países o estados nacionales que más demonizan esta idea de redistribución de los recursos son los que más la practican. Consideremos Arabia Saudita y otros países petroleros, ultraconservadores, cuyos habitantes reciben subsidios directos de la explotación de sus recursos nacionales, considerados “recursos comunes”. Consideremos el caso de Alaska, bastión radical de la derecha estadounidense. Sus ciudadanos reciben un salario de sus recursos de petróleo, sólo por vivir allí.
La propuesta del Salario Universal, desacreditada por neoliberales y corporaciones, ha sido criticada como una idea que promovería la holgazanería. Lo que llamamos holgazanes suelen ser individuos con necesidades especiales que no han sido asistidos por la sociedad para lograr una vida más plena y productiva. Ya explicamos estos efectos inversos del Salario Universal en otro espacio.
Eso no quiere decir que “los zánganos” tengan los mismos derechos que aquellos que se esfuerzan. (Me refiero a los holgazanes de las clases bajas y no a los de las clases altas, porque nadie necesita ampararse en derechos cuando le sobran privilegios.) El Salario Universal no elimina el principio basado en méritos personales, ni la característica intrínseca del ser humano por la cual la abrumadora mayoría de cualquier sociedad tiende a crear y producir cosas nuevas. Asumir que los seres humanos nos movemos sólo por intereses económicos y de acumulación ilimitada de riquezas es asumir una concepción simplificada y deshumanizada de la condición humana. Condición que ha sido corrompida por la cultura capitalista, mercantilista y utilitaria.
La propuesta de un Salario Universal tiene un antecedente contradictorio y paradójico. Durante la Segunda Guerra mundial, Juliet Rhys-Williams, política del Partido Liberal (por entonces la izquierda en Inglaterra), propuso un “impuesto negativo” por el cual todos aquellos quienes tuviesen un ingreso por debajo de una línea mínima de subsistencia deberían recibir un subsidio en relación inversa a su ingreso. Es decir, si consideramos una curva de ingresos ascendentes y la atravesamos con una recta horizontal definiendo un mínimo de subsistencia, todos aquellos que queden por debajo de la recta deberían recibir tanto como sea necesario para alcanzar el mínimo, mientras los demás deberían pagar tanto más cuanto más altos sean sus ingresos. En su libro Where Do We Go from Here: Chaos or Community? (1967), el socialista Martin Luther King había entrevisto la solución: “Debemos crear pleno empleo o crear ingresos. Estoy convencido de que el enfoque más simple demostrará ser el más efectivo: la solución a la pobreza es abolirla directamente mediante una medida ahora ampliamente discutida: el ingreso garantizado”.
Esta idea fue retomada décadas después por uno de los ideólogos del capitalismo neoliberal, Milton Friedman, y por el presidente Richard Nixon. ¿Por qué este repentino gesto de ternura, cuando otros de su mismo signo ideológico, como la escritora de novelas panfletarias Ayn Rand eran partidarios del egoísmo moral? Octavio Paz escribió que la derecha no tiene ideas sino intereses. Sin embargo, cuando de vez en cuando en la derecha aparece alguien que parece un intelectual, no faltan los capitales ni el aparato de los grandes medios para promocionarlo. Rand tuvo varios declarados admiradores en la política, como el influyente director de la reserva federal, Alan Greenspan, uno de los arquitectos de la desregulación bancaria que sembró diversas crisis en el imperio más poderoso del mundo.
El capitalismo agoniza. El mayor problema es que, como el feudalismo, agonizará por muchas generaciones.
Mientras tanto, podemos adelantarnos un poco al siglo XXII y comenzar por los cambios.
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