Quizás sonará repetitivo para muchos, pero lo expresaré nuevamente. Lo que llamábamos normalidad ha cambiado radicalmente. Puede que para siempre.
Una situación de la que nos hemos enterado todos, pero entonces ¿Cómo denominamos lo que estamos viviendo ahora? Al parecer hemos sustituido aquella vieja normalidad por otra. Una “nueva normalidad” que probablemente se entremezcle más adelante con una “futura normalidad”. Una futura normalidad que, seguramente, conceptualizaremos mayoritariamente como el equivalente a la recuperación de nuestras vidas anteriores a la aparición del COVID-19.
El COVID-19, o coronavirus, sin lugar a ninguna duda es un virus de naturaleza sanitaria. Un patógeno que afecta a las personas y que es foco de estudio de virólogos, epidemiólogos, médicos, etc. A pesar de ello, de lo que nos hemos percatado de forma muy rápida y hasta violenta es que de una crisis sanitaria hemos pasado a una de carácter económica, para luego volver a percatarnos de un nuevo escenario: las repercusiones sociales y económicas que todo esto está causando. ¿La crisis política? Esta aún está por llegar y me temo que dará mucho de qué hablar. Pero antes de continuar con nuestras reflexiones seguramente debamos hacer una matización al respecto de lo dicho. Cómo “la política” entenderemos todo aquello que interviene o tiene que ver con las instituciones políticas, o con el todopoderoso sistema político de Estado republicano, “liberal”, “democrático” y “de derecho”. Y en sucesivo todo lo que lleve comillas requerirá de un riguroso matiz que iremos desgranando poco a poco, ya que no todo lo que reluce es oro, lamentablemente para muchos de nosotros.
Como decíamos el sistema político actual está sobrellevando dos crisis en una: la sanitaria (con todas sus implicaciones mencionadas anteriormente) y “la política”. Esta última apenas se puede vislumbrar, ya que estamos más preocupados (y con muchísima razón) de toda aquella Caja de Pandora social y económica que ha abierto casualmente la contingencia actual del COVID-19. Una situación que está poniendo sin querer en evidencia el ejercicio normalizado y aceptado (muchas veces inconscientemente) de invisibilización de las desigualdades. No solo en los países (óptica nacional), sino también a un nivel regional y mundial. De esta manera entonces podríamos decir que el COVID-19 ha detonado la normalidad existente hasta ahora.
Y llegados a este punto, ¿Qué hacemos a continuación?, ¿cuál es el siguiente paso después de la visibilización de lo invisibilizado?, ¿podremos darnos cuenta del efectivo ejercicio de invisibilización que se ha producido hasta el momento? Y en definitiva, ¿Podremos diferenciar las causas de las consecuencias? Lo veo complicado, y explicaré a continuación los porqués y las razones de este pronóstico no tan alentador que estoy haciendo.
Podríamos decir que el presente, nuestro presente, se nos ha abalanzado. Y que en dicho repentino y salvaje suceso se nos ha arrebatado por el camino nuestro frágil pero existente futuro inmediato. Una vez desprovistos del mismo, sea tanto para bien como para mal, nuestro futuro inmediato ha sufrido de una especie una reprogramación exógena realmente abrupta por parte de las denominadas “autoridades científicas”. Y mientras esto sucede contemplamos melancólicamente un pasado, que si bien no era perfecto, era llevadero y nos permitiría seguir conectados a lo que denominábamos entonces como la normalidad. Podríamos decir entonces que nuestro futuro actual estaría compuesto por elementos de nuestro pasado. Qué rareza, ¿verdad? Quizás no lo sea tanto, ya que el futuro, algo que desconocemos, nos impulsa a continuar cursando nuestro (casi) eterno presente hacia un “algo” que aún no sabemos que es, pero que, sin duda alguna, será mejor.
Y llegados a este punto no puedo evitar reconocer que, como historiador, todo esto nos puede llevar a un importante escenario de reflexión. Para ello requerimos de un poco de tiempo, una pizca de paciencia y algo de introspección. Con estos ingredientes, tan escasos hoy en día, podremos fabricar nuestra “pócima de la reflexión necesaria”. Eso sí, debemos consumirla con cuidado, no vaya a ser que nos intoxiquemos y causemos un efecto no deseado recurrente en el académico: desconexión entre la reflexión y lo que está sucediendo.
Pero existe un cuarto ingrediente “secreto”: el de la historicidad. Un elemento que explicaremos brevemente como aquella relación que tenemos con los tiempos históricos: pasado-presente-futuro. Así pues, de la pócima de la reflexión necesaria pasaríamos a la “pócima necesaria de la reflexividad histórica”. Un excelente brebaje que todo historiador aconsejaría para cualquier buen amigo o amiga. Pero ¿En qué consiste dicha pócima?, ¿me curaré de algo?, ¿adquiriré nuevas capacidades?, ¿existen efectos secundarios? Para profundizar en estas interrogantes explicaremos a continuación el contexto y la naturaleza de este elixir milagroso.
En el ámbito de las ideas y el pensamiento reina la asimetría y lo imperfecto; lo excelente puede brillar y ser admirado al mismo tiempo que este sea algo con lo que no estemos realmente de acuerdo. Al ser una pócima de naturaleza digamos “histórica” los efectos de la misma provendrán de este reino de las cosas asimétricas e imperfectas. Pero no por ello pensemos que es menos válido o útil para nuestras vivencias, ya que hablamos de una dimensión un tanto desconocida y poco frecuentada en los tiempos que corren.
Y para introducir de mejor manera nuestra explicación nos es preciso mencionar y citar al historiador francés François Hartog, el cual identifica lo que el denominará “los regímenes de historicidad”, compuestos por tres etapas fundamentales: premoderno, moderno y posmoderno. Según Hartog el régimen de historicidad premoderno estaría caracterizado por un pasado que somete al presente y al futuro tanto a un nivel estético, moral, como axiomático (habitual en la antigüedad, el medievo y renacimiento) [1]. El segundo régimen será el de historicidad moderna, donde el pasado y el presente constarán como precedentes del futuro (habitual en periodos postrevolucionarios donde la utopía será esencial para la posibilitación de la modernidad y el progreso sociales, políticos y económicos). Por último, Hartog señala el régimen de historicidad posmoderno, donde nos podríamos situar en la actualidad. Éste último régimen de historicidad se centrará en el tiempo presente, siendo el pasado un tiempo que no ofrece ni soluciones ni respuestas; pero tampoco el futuro, ya que este es percibido con cierto desdén como un tiempo incierto y colmado de incertidumbre para la sociedad [2]. Seguramente este último régimen de historicidad nos recordará a aquel frágil futuro que poseíamos en nuestra habitual normalidad presentista. Dada la situación actual podríamos aventurarnos a decir que este régimen de historicidad (posmoderno) no solamente está presente a día de hoy, sino que además se ha acrecentado.
Después de esta introducción lo siguiente será explicar los susodichos efectos de nuestra pócima en nosotros. ¿Curación o mejoramiento? Todo dependerá del enfoque que utilicemos, pero lo cierto es que si empezamos a ser conscientes de los momentos que estamos viviendo, de su peso y características, podremos activar, tanto individual como colectivamente, algo que normalmente está dormido en nuestro ser. Esto no es otra cosa que nuestra capacidad cognitiva y crítica. Sin ellas es como si estuviéramos realmente enfermos, ya que al igual que sucede con una enfermedad, esta nos impide hacer ciertas cosas. Aunque en nuestro caso sería más bien como una especie de enfermedad congénita oculta, ya que no nos percatamos que está ahí cuando realmente sí que está. En este caso esta situación la entenderíamos como el estar “inconscientemente enfermos”. Y como consecuencia de ello no podremos ver ni apreciar ciertas cosas que suceden a nuestro alrededor. Que no las veamos no significa que no existan, y de hacerlo habitualmente carecemos de las herramientas (cognitivas) para considerarlas en su complejidad, al igual que sucede, por ejemplo, con una obra de arte.
Pero también podemos verlo como un mejoramiento de nuestro ser, concretamente en nuestra capacidad para generar ideas y pensamiento crítico. Estas herramientas nos ayudarían a visualizar con mayor claridad lo que normalmente se invisibilizaba y que ahora ya no lo está, así como de los porqués de estas situaciones. Hay quien diría que eso nos convertiría en transhumanos, pero yo prefiero creer que esta situación de cambio todavía es parte de nuestra condición humana, por lo que todavía nos quedaría camino por recorrer de cara a pensar en ser transhumanos.
Puede que todo esto nos resulte bastante conocido, tanto que nos animemos a preguntarnos lo siguiente ¿No era labor de la educación los efectos de esta pócima?, ¿no era la educación aquel espacio especializado, exclusivo y destinado a la forja de una mejor ciudadanía en el mundo? Lamentablemente parece no sucede así. Durante el proceso de escolarización que vivimos hasta que tenemos los 18 años nos educamos en saberes estancos, inconexos y tremendamente reglados bajo criterios más cercanos a lo pedagógico (forma) que a lo intelectual (fondo). Como historiador me veo obligado a identificar mi área: la asignatura escolar de Historia que todos hemos cursado alguna vez en nuestras vidas.
Sea de un país o de otro, siempre está presente la asignatura de Historia, tanto en su forma nacional como universal. Y en gran medida vemos en ella parte importante de la culpa de esta enfermedad oculta que mencionábamos. Una enfermedad, o incapacidad, que se nos infunde desde que comenzamos a hacernos preguntas sobre las cosas. Entre otras cuestiones, y a modo de ejemplo, nos enseñan a pensar en código nacional, situando a las naciones como sujetos provistos de una historia, de un pasado que nos pertenece y del cual debemos, más o menos, enorgullecernos o culparnos. Según qué foco utilicemos, nos sentiremos más orgullosos o avergonzados de aquel eterno relato que nos cuenta al detalle una y otra vez en la escuela.
Pero ¿Qué tiene que ver todo esto con nuestras incapacidades ocultas en el terreno de la cognición y la crítica? La enseñanza de relatos nacionales (sobre la nación) y universales (eurocéntricos) nos incapacitaron en su momento de poder gozar de una historicidad diferente y más compleja o, en otras palabras, de poder relacionarnos libremente con algo tan humano como es el tiempo (pasado, presente y futuro). Nos enseñaron que solo existe un (el) pasado, y que a través de este debemos relacionarnos con este tiempo histórico; un objeto monolítico, unilineal e irrefutable que está ligado fundamentalmente al sujeto nación (el país que fuere). En nuestras vidas esto nos genera una hipertrofia de cara a la libre y diversa posibilidad de percibir el y los tiempos históricos. Por no mencionar la tipología de los contenidos que nos obligan a aprender mediante un macabro ejercicio memorístico. En dichos contenidos identificamos a extravagantes actores y protagonistas (reyes, emperadores, dictadores, presidentes) depositados en una narrativa lógicamente relatada, donde suceden cosas importantes (ascensos y caídas en el poder, datos económicos, guerras, etc.) de las cuales no somos parte en ningún momento. Y como consecuencia de todo este tipo de aprendizaje (histórico) se nos termina por generar una percepción desafecta y distorsionada de la política (en general) como “la política”, algo que recurrentemente nos parece como lejano y extraño (sobre el poder político; instituciones políticas, etc.).
Precisamente los historiadores no hemos actuado bien al respecto. Fuimos nosotros, o más bien los historiadores del pasado (siglo XIX), quienes se inventaron dichos conceptos, lógicas y narrativas con el objetivo de impulsar un fin utópico, olvidándose así muchas veces del presente y de todo lo que ello conlleva. Y hablo también en términos colectivos y presentes ya que aún existe un debate importante al respecto (detractores y seguidores), pero que lamentablemente no logra alcanzar la longitud necesaria para conectar con estas realidades de “enseñanza y aprendizaje en incapacidades” que abunda en el sistema escolar del siglo XXI.
En tiempos de COVID-19, de la “nueva normalidad” presente, debemos bebernos la pócima. Sobre todo ahora que tenemos una oportunidad para detenernos y reflexionar. Pero para los que no han podido hacerlo (la situación laboral les obliga por motivos diversos), ojalá seamos solidarios y sustituyamos los aplausos de las ocho de la noche por ideas y pensamiento crítico. No estamos ni en un circo, ni en un anfiteatro, ni tampoco en un campo de fútbol. Estamos y vivimos en sociedad, y como tal esta necesita, en otras muchas cosas, de elementos que nos hagan sentirnos y percibirnos como tales: humana, diversa, plural y compleja. Como decimos, no estamos ante una alarma sanitaria únicamente, estamos ante una auténtica crisis transversal que está tocando y tocará todos los puntos sensibles de un sistema construido erráticamente (nunca se llegó a consumar una revolución liberal), y que se ha logrado justificar bajo conceptos que ya no significan nada (democracia). Todo ello bien atado bajo rigurosas normas y preceptos que muchos no entienden y que, a la hora de la verdad, no se cumplen justamente (Estado de derecho).
Al final de todo esto, esta contingencia nos puede ayudar a percatarnos que vivimos en sociedades de falsa libertad, desigualdad y egoísmo, traicionando así todo lo que hemos estudiado en clases de Historia desde nuestra más tierna infancia hasta ahora.
Falsa libertad ya que esta no se supedita exclusivamente a la libertad de acción o de movimiento, sino también a un ámbito económico, laboral, político, social, cultural e intelectual. Todo ello fuera de la normalidad a la cual estamos sometidos. En consecuencia nos han limitado, sobre todo en el terreno de las ideas y de la cognición. Sin ellas difícilmente nos daremos cuenta críticamente del resto de nuestras limitaciones.
Desigualdad debido a que somos sociedades que, si bien no somos iguales en términos socioculturales, tampoco lo somos en términos socioeconómicos. En la actualidad nos cuesta más trabajo reconocer nuestras diferencias (diversidad) y no tanto así nuestras desigualdades socioeconómicas. Ambas problemáticas coinciden en que se hacen muy pocos esfuerzos por conquistar una sociedad más igualitaria (socioeconómicos), pero al mismo tiempo desigualitaria (culturales), ya que somos diferentes y es en la diferencia donde tendremos que ponernos de acuerdo.
Y egoísta ya que no somos fraternos. Estamos divididos y atomizados en la sociedad del individuo y de la competencia descarnada (individualismo). En palabras de Adela Cortina diríamos que hemos inculcado una visión aporofóbica de las cosas, de rechazo al pobre, una condición que no deseamos y de la que, por lo tanto, huimos. Y en dicho proceso nos encerramos en nosotros mismos en vistas de una batalla individual de las cosas. Nos posicionamos dócilmente en una esquizofrénica “escalera de la vida” donde no nos percatamos como algunos nacen más arriba y otros más abajo, pero a pesar de ello nos enorgullecemos patéticamente de nuestros falsos progresos y logros.
Ante todo esto nos preguntamos ¿Existe esperanza? Por supuesto que la hay, pero esta solo aparecerá en la medida que despertemos de este profundo letargo llamado normalidad y nos empoderemos en consecuencia. Será muy complicado salir de este dantesco laberinto, sobre todo si no nos servimos de nuestra pócima. En parte, dependerá de nosotros, pero también del carácter colectivo y solidario de esta noble y necesaria tarea que nos atañe.
Notas:
[1] Marco Tulio Cicerón hablará de la magistrae vitae. De cómo el pasado es una auténtica maestra en nuestras vidas y es por ello por lo que debemos aprender del pasado para vivir mejor nuestro presente.
[2] Hartog, François, Régimen de historicidad: presentismo y experiencias del tiempo, Universidad Iberoamericana, México, D.F, 2007, pp. 37-41; Paul, Herman, La llamada del pasado, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, España, 2016, p. 80.
Gonzalo Andrés García Fernández. Historiador, Máster en estudios latinoamericanos y Doctor en Historia por la Universidad de Alcalá. Profesor-investigador (área de Historia y Prospectiva) en el Instituto Universitario de Estudios Latinoamericanos (IELAT) de la Universidad de Alcalá.