“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. –Karl Marx (Tesis sobre Feuerbach, 1845)
El capitalismo, en tanto civilización dominante, vive una crisis generalizada, multifacética e interrelacionada, a más de sistémica. Nunca afloraron a nivel global tantos problemas simultáneamente, que rebasan lo económico, mostrando efectos en lo político, energético, alimentario, sanitario y, por supuesto, cultural. La ética de la existencia misma está asediada por una codicia desenfrenada y un egoísmo cada vez más brutal. Esos graves problemas no se quedan en lo que consideramos comúnmente como la dimensión social, pues también hay efectos ambientales inocultables. La vida está en riesgo por una multiplicidad de ecocidios y genocidios, como sucede en la Amazonía y Palestina, para mencionar dos casos de brutal actualidad.
Las manifestaciones de esta crisis civilizatoria, desatadas e influenciadas por una suerte de “virus mutante”, llegan incluso a expresarse como una crisis de sentido histórico en término de una aparente desaparición de las soluciones y alternativas estructurales, de horizontes esperanzadores. Así, constatamos como se pinta de colores a la economía para que no se afecte la lógica de acumulación del capital; como se impulsan transiciones energéticas corporativas para seguir marchando en el propio terreno. Y todo en medio de inocultables tendencias neocoloniales, que condenan más y más al Sur global a seguir sosteniendo el bienestar de las naciones históricamente enriquecidas, a costa de otras sociedades y de la misma Naturaleza.
Para poder dar pasos orientados por otros horizontes alentadores precisamos tener claro el devenir histórico de la Humanidad, como premisa básica que nos permita comprender la compleja realidad actual. A la par, habrá que considerar que el futuro de la Humanidad está amenazado por varias fuerzas destructivas, derivadas de la acumulación del capital, que se sostiene en estados autoritarios y en su poder ideológico, que han llevado a las sociedades y a los ecosistemas al borde del colapso. En este escenario se avizora “el fin de la megamáquina”, como considera Fabian Scheidler. Aceptando esa previsión, no es posible, menos aún deseable, esperar a que esa maquinaria colapse, pues en su camino de muerte sigue arrastrando al precipicio a millones de seres humanos y no humanos. Reconociendo la complejidad de las tareas que nos toca asumir, precisamos impulsar transformaciones estructurales.
Entonces, si hablamos de transformaciones profundas y sistémicas hablamos de política. El tema es y siempre será político. No podemos aspirar solo a soluciones “técnicas”. Nuestro mundo necesita ser pensado en términos políticos como fundamento para recrearlo desde las bases. Por lo tanto, debemos impulsar transiciones movidas por nuevas utopías e incluso recuperando utopías realizadas, pero siempre enfrentando las limitaciones que impone la actual distribución del poder. Sí, otros mundos serán posibles si se los piensa y organiza comunitariamente desde los derechos humanos —políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales de los individuos, de las comunidades y de los pueblos—, así como desde los derechos de la Naturaleza, sin que a esos derechos se los lea y aplique como un mero ejercicio de institucionalidad jurídica.
Definitivamente es el momento de entender que la Naturaleza es la condición básica de nuestra existencia y, por tanto, que es también la base de los derechos colectivos e individuales, inclusive de los derechos de libertad. Así como la libertad individual solo puede ejercerse dentro del marco de los derechos de los otros humanos, la libertad individual y colectiva -particularmente de las futuras generaciones- solo puede ejercerse si aceptamos que la Naturaleza es el origen de todos los derechos posibles, en tanto ella nos da el derecho a existir a los seres humanos.
Esas posibilidades para impulsar un gran giro civilizatorio, una suerte de giro copernicano, dependen de cuán bien podamos entender y enfrentar los intereses que buscan mantener el statu quo con el fin de conservar su poder, intereses opuestos precisamente a los cambios que proponemos. Así, es evidente que no se trata de hacer mejor lo realizado hasta ahora y esperar a que las cosas cambien, además, para bien. Lo que se busca es construir colectivamente acuerdos de convivencia socio-ecológica -entendiendo siempre que justicia social y justicia ecológica van de la mano-, lo que exige “crear una libertad más abundante para todos”, como reclamaba Karl Polanyi, y romper todos los cercos que impiden su vigencia. Tal proceso sin duda implica confrontar un sinfín de intereses actualmente dominantes y superar todo tipo de lecturas dogmáticas.
Nos encontramos en un complejo entramado. Una oligarquía transnacional subordina más y más a los Estados nacionales. Esas oligarquías e incluso las clases dominantes en cada país, cuentan con el apoyo enceguecedor de los medios de comunicación comerciales e inclusive gubernamentales. La creciente militarización de muchas sociedades y de las relaciones internacionales se expresa con fuerza en diversos territorios y espacios de acción. Esas clases dominantes conocen las reglas del juego y las acomodan a su antojo. Cuentan inclusive con una masa asalariada de profesionales, expertos e ideólogos. Y, más aún, aunque suene perverso, su poder se sostiene con el respaldo de muchísimas de las víctimas del sistema: el oprimido, muchas veces, termina identificándose con el opresor…
En este enrevesado escenario, como es obvio, aflora una multiplicidad de conflictos. Las violencias aparecen como principios organizadores de muchas sociedades. El miedo frena y construye subjetividades sumisas y conservadoras. El crimen organizado copa cada vez más las relaciones internacionales y desarticula las frágiles institucionalidades democráticas. Y, así, la seguridad deviene en la gran palanca que articula todo, sacrificando libertades y justicias, consolidando perversamente las inseguridades e incertidumbres.
Para empezar a superar este atolladero debemos potenciar horizontes esperanzadores. Precisamos conocer y reconocer las utopías realizadas y por realizar en diversas partes del planeta, así como, de ser preciso, construir nuevas utopías movilizadoras, aproximándonos con un prisma en clave de pluriverso: en distintas esquinas del mundo existen vigorosos proyectos políticos y prácticas sociales y culturales, inclusive económicas, con potenciales transformadores. Estas aproximaciones no pueden ser excluyentes. A través de diálogos de saberes y sabidurías podemos recuperar esos múltiples aportes, aceptando y respetando las características culturales de estos grupos, muchas veces periféricos y marginados de la Modernidad.
En este empeño hay que evitar a toda costa lecturas y propuestas impulsadas desde visiones “teóricas” inspiradas en ilusiones o utopías personales, que podrían por igual terminar reproduciendo delirios civilizatorios e incluso colonizadores. De todas formas, nos guste o no, incluso las utopías que podamos construir arrastrarán taras de la sociedad en la que hoy vivimos, como comprendió oportunamente Karl Marx.
En términos muy amplios, la respuesta está en la sociedad organizada —sobre todo comunitariamente—, consciente de sus problemas y capacidades, con vocación de construir utopías movilizadoras hacia las ansiadas transformaciones. En primera línea de estos empeños aparecen los movimientos sociales, conminados a conjugar simultáneamente respuestas feministas, ecologistas, decoloniales… siempre inspiradas en una profunda justicia social y en una permanente radicalización de la democracia. Nos toca, definitivamente, (re)construir nuestro futuro desde principios básicos orientados por la dignidad: el cuidado de la vida, la redistribución de la riqueza e inclusive del tiempo de trabajo, la suficiencia y la reciprocidad, desde bases comunitarias y autonómicas antes que solo estatales. Un logro que será posible sin ataduras mercantiles, propiciando vidas mancomunadas, en espacios comunes: plurales y diversos, con igualdad y justicia, con horizontes construidos colectivamente, para resistir el creciente autoritarismo y construir simultáneamente todas las alternativas posibles.
Estas son palabras que huelen a utopía. De eso mismo se trata. Hay que escribir todos los borradores posibles de una utopía o más utopías. Utopías que implican criticar la intolerable realidad en la que vivimos. Utopías movilizadoras que, al ser proyectos de vida solidarios y sustentables, nos hablen de lo que debe ser: alternativas imaginadas en colectivo, políticamente conquistadas y construidas, a ser ejecutadas democráticamente, en todo momento y circunstancia. En la mira está superar la miseria de la Modernidad, que no implica para nada modernizarla.
En suma, como afirmaba Eduardo Galeano, brillante pensador uruguayo, “la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja… Para eso, sirve, para caminar”.
20 de agosto del 2025
Alberto Acosta: Economista ecuatoriano. Presidente de la Asamblea Constituyente del Ecuador (2007-2008).
Nota: este texto, en alemán, fue publicado en la revista AMOS 3-2025, año 52, Ruhrgebiet.


