La descripción de la guerra de los soviéticos ha estado siempre lastrada en Occidente por los prejuicios
El gobierno ucraniano prohibió este año la comercialización en su territorio del libro Stalingrado del historiador británico Antony Beevor. El motivo son unos párrafos del libro referidos a las instrucciones impartidas durante la ocupación a los nacionalistas ucranianos por las tropas alemanas de que fusilaran a niños. Las masacres de los nacionalistas ucranianos en Ucrania Occidental (Galizia y Volinia) están profusamente documentadas no solo en Rusia y en la propia Ucrania, sino también en Polonia (véase el artículo de Rafal A. Ziemkiewicz en Rzeczpospolita, del 29 de abril de 2008). La prohibición no altera los hechos.
Para el régimen de Kiev es embarazoso por la sistemática glorificación que practica de los protagonistas de aquellas masacres que, hay que decirlo, no necesitaban ninguna directiva nazi para asesinar judíos, rusos, polacos, checos y hasta compatriotas ucranianos malos patriotas, sin hacer distinción de hombres, mujeres, niños o ancianos.
El libro de Beevor (editado en español por Crítica en 2006) fue un best seller elogiado por Orlando Figes y hasta por Robert Conquest, el cruzado de la guerra fría metido a historiador que multiplicó por diez las cifras esenciales de víctimas de la represión estalinista hoy perfectamente documentadas, sin que se le conozca corrección o enmienda. Hoy gracias a un nuevo libro sobre el tema, Stalingrado, la ciudad que derrotó al Tercer Reich de Jochen Hellbeck, recién publicado por Galaxia Gutenberg, se puede relativizar el relato de Beevor e incluso caracterizarlo como la típica obra occidental cargada de prejuicios.
Hellbeck, un profesor alemán de la Universidad de Rutgers (EE.UU.) ha producido una rara obra que permite comprender cómo funcionaba el bando soviético en la batalla que cambió el curso de la II Guerra Mundial, cuáles eran los mecanismos y reflejos que explican el heroísmo extremo, la tenaz voluntad y la disposición al sacrificio que animaban a los combatientes soviéticos y que decidió el curso de aquella epopeya. Si se tiene en cuenta que la instantánea de Stalingrado es un buen resumen de la guerra de la URSS, estamos ante un libro esencial.
Hellbeck cuenta con una fuente documental inédita absolutamente excepcional: el trabajo de una comisión histórica que los soviéticos enviaron a Stalingrado al concluir la batalla. Dirigida por Isaac Mints, esa comisión realizó entrevistas en profundidad con generales, oficiales, simples soldados y civiles. El material recogido es apasionante y habla por sí mismo sobre las motivaciones, impulsos e ideales de los combatientes soviéticos, sobre su mentalidad y actitudes, sobre la calidad y eficacia de la movilización y agitación del régimen estalinista en sus fuerzas armadas, y, por supuesto, sobre el extraordinario heroísmo de los combatientes, sin el cual nada se entiende.
Al lado de ese trabajo documental, Beevor, y antes que él muchos otros autores occidentales, demuestran su desconocimiento del medio ruso-soviético, atribuyendo el aguante, el ardor y el heroísmo de los defensores de Stalingrado, a los tópicos sobre el atávico salvajismo y la absurda disposición a morir de las «hordas asiáticas», es decir al argumentario que los propios nazis establecieron para explicar su aplastante derrota.
Hellbeck llama la atención sobre lo que ha sido un tópico de la narrativa occidental del impulso ofensivo soviético. Las tropas que vacilaban o retrocedían eran aniquiladas por sus propios compañeros desde la retaguardia. Citando vagos «informes», Beevor dice que en el 62 ejército el General Vasili Chuikov hizo ejecutar a 13.500 soldados, cuando los documentos del NKVD solo mencionan 278 en todo el frente de Stalingrado, solo una parte de ellos adscritos al ejército de Chuikov. El ametrallamiento esporádico de tropas en desbandada a cargo de su propio bando, algo que también los alemanes practicaron con sus aliados rumanos en Stalingrado, es también motivo de una escena central en la película dedicada a Stalingrado del director francés, Jean-Jacques Annaud, Enemigo a las puertas (2001), repleta de groseras escenificaciones que parecen meros peajes ideológicos del director al establishment de Hollywood; la grotesca presentación de Jruschov rodeado de caviar y vituallas de lujo o el sueño de la heroína, judía, de emigrar a Palestina, obligado tributo al sionismo.
Como solía ocurrir en la URSS con las cosas bien hechas, el trabajo de la Comisión histórica sobre Stalingrado fue ninguneado y no publicado. El resultado era demasiado fiel a la realidad, con todos sus claroscuros, como para no desafiar a la estupidez de la autocracia estalinista. El director de la comisión, Isaac Mints, fue atacado y maltratado, como lo fue Vasili Grossman, otro gran cronista, este literario, de aquella batalla. Ambos eran judíos y sufrieron los prejuicios del tradicional antisemitismo ruso, agravado en la última etapa de la vida de Stalin. Ambos no pudieron ver el reconocimiento ni la publicación de su valioso trabajo. Y sin embargo, como explican sus familiares, ese trágico destino no afectó ni un ápice a la emoción biográfica que embarga a todos los que vivieron aquella epopeya, toda una generación. La hija de Mints explica cómo su padre tenía que ponerse en pie para cantar las canciones de guerra de aquella época, tanta era la emoción que le embargaba.
Hellbeck encontró el material del grupo de historiadores dirigido por Mints, un trabajo que éste, como el propio Grossman, tuvo que esconder para preservarlo para la posteridad. Con ese hallazgo y la ayuda de un grupo de jóvenes historiadores rusos, el historiador alemán ha dado forma al primer libro de historia convincente en su retrato de las relaciones internas y mentalidades entre los combatientes soviéticos.
Fuente: https://ctxt.es/es/20180613/Politica/20223/Stalingrado-batalla-Segunda-Guerra-Mundial-historia.htm
Nota de edición de Rebelión. En el caso de los libos citados, los traductores son:
1. Del libro de Hellbeck, Alejandro Pradera y Victoria Gordo.
2. Del libro de Beevor, Magdalena Chocano.
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