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Un atroz reinado prosigue su curso en Myanmar

Fuentes: Asia Times Online

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Parte I

En 1989 y durante tres días, a Htay Aung se le mantuvo en una celda de interrogatorio con los ojos vendados, en cuclillas y con las manos atadas detrás de la cabeza. Después empezaron a interrogarle.

Sus torturadores, en el campo de interrogatorio de la Inteligencia Militar (MI, por sus siglas en inglés) en la antigua capital de Myanmar, Yangon, le lanzaban preguntas como dardos: «¿Por qué te has metido en actividades políticas?»; ¿Qué es lo que estás haciendo?»; «¿Quién te está ayudando?». Todas sus respuestas les parecían siempre mal. Finalmente, Htay les gritó: «¿Por qué arrestáis a los estudiantes?». Fue entonces cuando le llovieron los golpes.

Los oficiales de la inteligencia golpearon a Htay Aung con porras de goma y aluminio en las pantorrillas y en la espalda. El mes pasado, durante una serie de entrevistas que se celebraron en los campos de refugiados emplazados a lo largo de la frontera entre Tailandia y Myanmar, adoptó de nuevo la postura que se vio forzado a mantener hace veinte años. Esta es su historia y la de tantos otros como él.

Htay Aung fue afortunado; pudo arreglárselas para escapar. La continuada detención y actual juicio de la más famosa prisionera política de Myanmar, Aung San Suu Kyi, Premio Nóbel de la Paz y líder del principal partido de la oposición de Myanmar, la Liga Nacional para la Democracia (NLD, por sus siglas en inglés), ha ayudado a que las miradas del mundo converjan hacia los miles de disidentes que en estos momentos se encuentran también encarcelados en Myanmar.

Según Amnistía Internacional, la cifra de prisioneros políticos que llevan largo tiempo encarcelados -al parecer, unos 2.156- es la más alta que ha visto el país desde al menos 1988. En fecha tan reciente como el mes de noviembre pasado, más de 200 personas fueron sentenciadas a condenas de cárcel de entre 65 y 104 años cada una.

Muchas de estas detenciones empezaron de forma parecida a la de Htay Aung. Era una mañana de agosto de 1989 cuando siete oficiales de policía de las fuerzas especiales, vestidos de paisano, se presentaron en el hogar que en Yangon Htay Aung, uno de los líderes estudiantiles de los levantamientos masivos por la democracia que el país vivió en 1988, compartía con su madre y siete hermanos. Fue trasladado esposado y con los ojos tapados al campo de interrogatorio.

«Me caí varias veces cuando me obligaron a mantener esa postura. No me dejaron dormir ni comer ni beber agua. Así estuve durante tres días. En los primeros dos días no me dejaron ir al aseo. Nunca les dije a quién estaba ayudando fuera. No me torturaron demasiado en aquella ocasión», dice con una sonrisa el hombre de 45 años. Después de tres días de palizas, Htay Aung fue trasladado a la prisión de Insein, unas instalaciones de máxima seguridad y la cárcel más grande de Myanmar. No se le permitió ver a un abogado ni a su familia.

Tras pasar dos meses en una celda sin ventana donde el aseo era un agujero en el suelo, le liberaron sin explicaciones y sin acusarle de nada.

Los golpes y la detención surtieron poco efecto. Htay Aung siguió trabajando en un movimiento clandestino llamado Sindicatos de Estudiantes de toda la Federación Birmana (ABFSU, por sus siglas en inglés), el grupo de estudiantes a escala nacional que encabezó los levantamientos de 1988. Le costó pasar más de una década en prisión porque fue arrestado en tres ocasiones; primero en 1990 y dos veces en 1996.

«Siempre me llevaban al mismo campo y luego a Insein, donde me sometían a las mismas torturas. El campo y la prisión se convirtieron casi en un segundo hogar para mí. Podía ver a los amigos que estaban encarcelados. No queríamos que nos golpearan ni que nos arrestaran ni que nos mataran. Es normal tener miedo. Sentía miedo cuando algunos de mis amigos desaparecían o les arrestaban o les golpeaban. En aquella época sabíamos que si en nuestro país hubiera habido democracia, esas cosas horribles no hubieran sucedido, por eso luchábamos. Odiaba al régimen», dijo.

En 2007, el MI empezó otra vez a vigilar a Htay Aung. Temiendo que le arrestaran de nuevo, escapó de Myanmar en noviembre de 2008 y cruzó de forma ilegal hasta Tailandia. Fue un exilio forzoso que le llevó hasta su nuevo hogar en la ciudad fronteriza tailandesa de Mae Sot.

Una ciudad situada en la frontera

El río Moei corre a lo largo de la orilla occidental de Mae Sot, en la frontera oeste tailandesa con Myanmar. El «Puente de la Amistad», con sus guardias y sus oficinas de inmigración, es la artería oficial a través del agua hacia Tailandia desde la ciudad de Myawaddy, en Myanmar. Cuando los cruces se abren cada día, desde las seis de la mañana a las seis de la tarde, los visitantes de Myanmar entran con un pase de un día. Otros muchos abandonan Myanmar en emigraciones de larga duración en búsqueda de trabajo y de una vida mejor.

También va llegando a diario un goteo clandestino de antiguos prisioneros políticos, que se deslizan hasta allí de la misma manera que lo hizo Htay Aung. Mae Sot cobró vida en la década de 1990 como puesto comercial entre los dos países, una vez que el régimen militar de Myanmar legalizó el comercio transfronterizo. Los emigrantes de Myanmar, tanto los oficiales como los ilegales, empezaron enseguida a salir para Tailandia a través de esta ciudad, que es el enclave desde donde se desvía al tráfico internacional el comercio de gemas y madera de teca. La mayoría de la gente de Mae Sot procede de Myanmar; emigrantes, refugiados y una serie de sujetos a nómina del MI.

«Están aquí. No sé cuantos son, la mayoría de ellos vienen a espiar. Saben dónde estoy y lo que hago», dice Bo Kyi, un activista de 44 años que dirige la Asociación de Ayuda a los Prisioneros Políticos (AAPP, por sus siglas en inglés). Desde el año 2000, el grupo hace campaña a favor de los prisioneros políticos de Myanmar, tratando de ayudarles y de proporcionar asesoramiento a sus familias.

Bo Kyi también fue encarcelado por la junta cuando era líder de las protestas masivas de 1988; un momento capital en la historia de Myanmar que presenció cómo millones de manifestantes desarmados, dirigidos por los estudiantes, protestaban contra la dictadura del partido único y por la destrozada economía. El clamor popular de protestas fue brutalmente suprimido. Las estimaciones oficiales varían, pero se cree que unos 3.000 hombres y mujeres murieron asesinados cuando el Tamadaw -el nombre del ejército de Myanmar- abrió fuego.

«Tenía mucho miedo y como estaba implicado en la lucha, me consideré muy afortunado de salir con vida. Pero sabía que me arrestarían antes que después», dijo. El MI arrestó en tres ocasiones a Bo Kyi, en 1989, 1990 y 1994. La primera vez, Bo Kyi escapó pero no tuvo tanta suerte en 1990 y le arrestaron. El 2 de abril de 1990, apareció ante una corte militar cerrada en la prisión de Insein, que le declaró culpable en función del Acta de Provisiones de Emergencia de 1950 de Myanmar.

«En el tribunal, el oficial militar me hizo una pregunta: ‘¿Ha cometido algún delito?’. Yo le contesté: ‘En absoluto’. A lo que replicó: ‘Tres años de cárcel con trabajos forzosos’. No tenía abogado ni familiares allí y no había ningún juez, tan sólo tres oficiales del ejército, de la marina, del aire y de tierra. Esperaba más de tres años. Me temía diez o veinte», dijo Bo Kyi.

Cumplió su sentencia en las prisiones de Insein y Mandalay y le liberaron poco antes de los 28 años. Tras su liberación, reanudó su campaña a favor de la democracia, siendo arrestado y encarcelado en 1994 de nuevo a lo largo de cinco años.

«Durante el levantamiento de 1988, vi como mataban a algunos de mis amigos disparándoles ante mis propios ojos. No puedo olvidar sus rostros. Murieron porque querían cambiar el sistema político, querían que hubiera democracia. Eso es lo que querían, por eso les sacrificaron. Muchos de mis colegas continúan por ese motivo en prisión, ¿cómo voy a irme?», se preguntó.

Afuera, las oficinas de la AAPP hervían de actividad. Sobre una de las paredes hay una pizarra blanca con un registro de arrestos de disidentes. La hija más famosa de Myanmar, Suu Kyi, mira hacia abajo desde un póster colgado en el museo que la asociación tiene en la planta baja. Entre los objetos expuestos, sacados de contrabando de Myanmar, figuran varios grilletes de hierro de los que los detenidos se ven obligados a llevar y las porras de goma que se utilizan para golpear a los prisioneros. Columnas de fotos de hombres y mujeres detenidos pueblan las paredes. Algunos miran al vacío, otros sonríen. Nombre tras nombres: Su Su Nway, Than Than Htay, Khin Htar Aye; la lista continúa hasta que los nombres pierden el sentido; catálogos de vidas que la junta de Myanmar trata de destruir, una resistencia que trata de romper.

Miles de disidentes políticos siguen detenidos en Myanmar. La AAPP estima que unos 10.000 ex prisioneros políticos viven aún dentro del país y que siguen enfrentándose a la amenaza de cárcel.

Un cerco cada vez más estrecho

Está claro que la junta de Myanmar está reforzando su poder absoluto contra su pueblo. Los disidentes encarcelados están cada vez más amenazados por la posibilidad de que se alarguen sus sentencias. Es probable también que quienes se enfrentan ahora a juicio se vean condenados a sentencias más amplias. La junta ha introducido también un sistema de espionaje vecinal por el que se coacciona a personas normales para que formen comités y espíen a sus vecinos.

Esa política es continuación de las cada vez más duras medidas del régimen desde que se produjo la Revolución Azafrán de 2007, cuando se acorraló y se detuvo a 4.000 personas después de que miles de ciudadanos y monjes tomaran las calles para pedir reformas económicas y democráticas. El programa es también un medio para asegurar que se celebren sin problemas las elecciones fijadas para el próximo año y, asimismo, un intento de la junta para sofocar cualquier movimiento por los derechos humanos dentro de Myanmar. Al parecer, los métodos orwellianos que el régimen está utilizando para aterrar a un pueblo de 55 millones de seres están funcionando.

La historia reciente de Myanmar es como un glosario de abusos contra los derechos humanos. La utilización sistemática por el régimen de la violación, la tortura, la detención, los asesinados extrajudiciales, los trabajos forzados y la confiscación de tierras -junto a intermitentes insurgencias étnicas- están bien documentadas.

No siempre fue así. Cuando Myanmar se liberó del dominio británico en 1948, teniendo al timón al líder revolucionario birmano y padre de Suu Kyi, Bogyoke Aung San, nació la Unión de Birmania y el país se convirtió en una república democrática independiente. Su pueblo tenía grandes esperanzas.

Todo cambió en 1962, cuando el General Ne Win se hizo con el poder tras un golpe violento y estableció un gobierno militar socialista. Los generales se empecinaron en seguir «la vía birmana al socialismo», una mezcla desastrosa de políticas económicas y políticas que propulsaron a Myanmar, un país del que el Banco Mundial predijo en los años de la década de 1950 que se convertiría en una de las historias de éxito económico de Asia, hacia la pobreza y la represión.

Y así fue cómo comenzó la espiral descendente de la nación mientras la junta ponía en marcha políticas económicas y políticas cada vez más aislacionistas, privando a su pueblo de democracia, derechos humanos, libertad de expresión, educación y atención sanitaria.

El régimen, o Consejo para el Desarrollo y la Paz Estatal (SPDC, por sus siglas en inglés), continuó malversando la economía provocando un extendido sufrimiento. Mientras los países vecinos, incluyendo Tailandia, China y la India, vivían en años recientes un fuerte crecimiento económico, el aislamiento y mala administración de la junta hacía que la situación del ciudadano media fuera la misma que hace veinte años. La mayoría gana menos de un dólar al día y el salario medio anual es de 286 USD. Mientras tanto, la junta gasta unos 330 millones de dólares al año en su ejército, cuatro veces más de la suma que dedica anualmente a la educación y a la atención sanitaria.

Parte II

Los beneficios del gas natural, el producto más exportado de Myanmar, se han venido también abajo debido a la desaceleración económica mundial. Los economistas predicen que Myanmar ganará este año por las exportaciones de gas alrededor de 1.000 millones de dólares, exportado casi todo a Tailandia, con una caída de 2.000 millones comparado con el año anterior. El dinero proveniente de las ventas de judías y legumbres, sobre todo a la India, ha caído también. Ni siquiera esos perdidos ingresos se hubieran utilizado para ayudar a mejorar las vidas de su pueblo; la mayor parte de los ingresos termina en sobornos, forrando los bolsillos de los generales, o se gasta en el ejército o va a parar las arcas y cuentas en el exterior de la junta y de sus aliados o al Banco de Comercio Exterior de Myanmar, de propiedad estatal.

El levantamiento de 1988 y las manifestaciones de 2007 vinieron en gran medida provocados por la demanda de cambio, tanto a nivel político como económico, después de que una inflación altísima hiciera que la gente de a pie birmana no pudiera ya ganar lo suficiente para vivir. El vínculo entre derechos humanos y política es la deprimente situación de la economía del país. De forma parecida, la comunidad internacional, incluyendo los EEUU, la UE, las Naciones Unidas, la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN), China y la India, tienen que aceptar que las presiones económicas y diplomáticas han de encaminarse a tratar de que el SPDC ponga en marcha una serie de reformas.

El reciente aumento de la represión política en Myanmar y el juicio a Suu Kyi ponen de manifiesto dos factores: que el SPDC no está dispuesto a transigir y que el intento de la política internacional de presionar para que el régimen cambie, con escasas excepciones, ha fracasado en gran medida. Las vías tradicionales escogidas para intentar convencer, engatusar y amenazar a Myanmar, por parte de los países asiáticos, ha sido establecer una política de compromisos y, por parte de Occidente, un enfoque más duro de aislamientos y sanciones. Pero nada ha funcionado.

China, -y en menor grado- la India y Rusia son los socios clave y los únicos gobiernos que pueden conseguir que se inicien progresos concretos. Beijing es el mayor aliado económico, político y militar de Myanmar. China es el mayor suministrador de armas al régimen. Según se ha informado, vendió millones de dólares en armas, incluyendo tanques, transportes personales blindados, aviación militar y proyectiles antitanque y antiaéreos a Myanmar. India, Rusia, Servia y Ucrania también vendieron armas a la junta.

La huella económica de China en Myanmar es cada vez mayor. En los últimos años, Beijing ha invertido miles de millones de dólares en inmensos proyectos mineros, de energía hidráulica, petróleo y gas en la rica en recursos Myanmar, firmando más de 90 lucrativos acuerdos con el SPDC. China es también el mayor exportador de productos de consumo a Myanmar.

No resulta sorprendente que Beijing y Moscú sigan protegiendo a Myanmar en la arena política internacional. China y Rusia vetaron un borrador de resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas propuesto por EEUU y Gran Bretaña en 2007, que habría exigido a la junta que suavizara la represión política y la persecución de las minorías étnicas. Anteriormente, el 22 de mayo, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas emitió un deslavazado comunicado expresando su preocupación por el impacto que la continuada detención y el juicio de Suu Kyi podían tener en la estabilidad de la región. El comunicado evitaba condenar abiertamente a Myanmar después de la protesta de China y Rusia.

En estos momentos, Beijing no desea presionar al SPDC para que lleve a cabo cambio alguno y ha sido selectivo a la hora de utilizar su influencia sobre Myanmar en años recientes. China no es una democracia, por eso teme cualquier eventualidad que le haga perder su influencia sobre la junta o que esta acabe derrocada. Que Myanmar tuviera democracia sería un desastre para Beijing, sobre todo en las zonas de la turbulenta frontera occidental china con Myanmar.

Beijing se ha encontrado con un delicado malabarismo: demasiada represión en Myanmar podría llevar a mayores dificultades económicas, más protestas masivas, inestabilidad y conflicto interno. Esto es lo último que China querría mientras trata de proteger sus lucrativas inversiones, establecer un mercado estable dependiente de las importaciones chinas y proteger a una creciente población de etnia china en Myanmar.

El principal rival de China, la India, está también cortejando al SPDC mientras compite por las inmensas reservas de gas y petróleo de Myanmar. Pero mientras que EEUU y la UE han ampliado recientemente las sanciones contra el régimen y la ASEAN y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas han dado también un paso fuera de lo corriente condenando públicamente a la junta, hasta ahora la UE, EEUU y Naciones Unidas han hecho muy poco para acorralar a China y la India.

Según Benjamín Zawacki, investigador en Myanmar de Amnistía Internacional: mientras no liberen a todos los prisioneros políticos, no puede creerse nada de lo que diga el régimen; será entonces cuando veamos si el aumento en las presiones ha tenido o no algún efecto. La clave para eso es China. Los indios podrían también ejercer presiones [pero] la India ha mostrado ser patentemente inútil. No se cansa nunca de decir que es la mayor democracia del mundo, pero sus credenciales democráticas y de derechos humanos en lo que respecta a Birmania son vergonzosas. A nivel individual, algunos parlamentarios indios han hecho gestiones en nombre de Aung San Suu Kyi [pero] la India ha permanecido completamente en silencio durante las últimas semanas.

Nyo Ohn Myint, portavoz del NLD en el exilio en Tailandia, instó a Occidente a conminar a China y la India para que presionen al SPDC, pero también pidieron que el NLD pudiera comenzar a dialogar con el régimen de los generales.

«Myanmar es un estado fallido. No tenemos negociadores en el interior que puedan hablar con los generales y el régimen es muy duro; ningún general quiso hablar con el NLD. Con miembros del NLD dentro de Birmania [Myanmar] serían más flexibles y se implicarían en un diálogo. Necesitamos construir confianza en todos los niveles entre los dos campos», dijo Nyo Ohn Myint.

Diversas fuentes han confirmado que altos funcionarios chinos han visitado Myanmar en días recientes para intentar convencer al régimen de que mejore la situación de los derechos humanos. También es sabido que el NLD ha mantenido conversaciones oficiosas con miembros del ASEAN y funcionarios de Pekín para intentar romper el punto muerto. Hasta ahora no ha habido progreso alguno.

Mientras Beijing y Nueva Delhi compiten para atraerse a los generales de Myanmar y la comunidad internacional sigue arrastrando los pies, el impasse político resultante sugiere que el futuro de Myanmar, en línea con su historia reciente, va a verse marcado de sangre y tragedia.

Un aguacero

En el campo de refugiados de Um Phien -uno de los nueve campos que Tailandia ha levantado para los refugiados oficiales birmanos-, un mundo alejado de las sedes del poder en Washington, Bruselas y Beijing, un antiguo prisionero político, Thiha Aung, se sienta con las piernas cruzadas sobre el suelo de la cabaña de dos habitaciones en la que vive desde que huyó de Myanmar en diciembre de 2006.

Su longyi [atuendo popular birmano] azul y blanca cubre sólo parcialmente las cicatrices de sus piernas, recuerdo diario de las palizas que sufrió hace casi dos décadas cuando el MI de Myanmar le descubrió haciendo campaña por el ABFSU y él era miembro del NLD. Thiha Aung, de 45 años, fue arrestado siete veces entre los años 1987 y 1996, pasando casi nueve años bajo custodia de la inteligencia militar o policial o en la prisión de Insein.

«Quería que hubiera un cambio de gobierno, quería sacrificar mi vida por el pueblo», dijo. «Pero Birmania no cambiará nunca. El gobierno militar no quiere cambiar, por eso creo que la situación política de Myanmar no cambiará nunca. Si regreso ahora allí, seguro que me arrestan y me imponen una dura sentencia. No puedo volver». Um Phien, a dos horas de viaje en autobús hacia el norte desde Mae Sot, es una destartalada agrupación de cabañas de madera asentadas sobre una ladera montañosa apenas a 30 kilómetros de la frontera de Myanmar. Es el hogar de unos 20.000 refugiados birmanos. La estación de los monzones acaba de comenzar y la lluvia del día anterior ha hecho que el ambiente sea bochornoso.

Muchos de los refugiados de Um Phien se ganan a duras penas la vida recogiendo y vendiendo madera para el fuego o como jornaleros en granjas cercanas. Dependen de las raciones de comida de organizaciones no gubernamentales. De alguna manera, el campamento parece una comunidad rural autosuficiente con tiendas y escuelas. Pero la oficina de la autoridad del campo y las alambradas de espino que lo guardan destruyen cualquier apariencia de normalidad. No se permite que las familias salgan sin permiso de los oficiales del campo y de las autoridades tailandesas.

Thiha Aung ha logrado reconstruir su vida en Tailandia como refugiado. Da clases de inglés a los niños del campamento y ha vuelto a casarse recientemente. Su nueva esposa, Mange, de 38 años, se sienta junto a él mientras Thiha mece en sus brazos a su bebé recién nacido y mira fijamente hacia fuera por una de las ventanas sin cristales de su hogar. En el exterior, las nubes están muy bajas, amenazando con otro aguacero.

Rajeshree Sisodia es una periodista y fotógrafa independiente británica especializada en derechos humanos y cuestiones sociales. Estuvo viviendo en Nueva Delhi durante cuatro años, hasta finales de diciembre de 2008. Durante esa época cubrió la información del Sur y Sureste Asiático, incluyendo reportajes de la India, Afganistán y Myanmar para diversas publicaciones y portales de Internet, incluido el South China Morning Post, el New Statesman y el portal en inglés de Al Yasira. Ahora sigue trabajando desde Londres como periodista independiente.

Enlaces con parte I y II del texto original:

http://www.atimes.com/atimes/Southeast_Asia/KF06Ae01.html

http://www.atimes.com/atimes/Southeast_Asia/KF06Ae02.html