En un Japón donde se ha degradado el sentido de comunidad y de familia, los ancianos viven cada vez más solos y a veces fallecen sin que nadie lo note hasta que llega el olor. Esta es la historia de dos personas que quieren evitar la última soledad. Todos los niños japoneses lo aprenden: las […]
En un Japón donde se ha degradado el sentido de comunidad y de familia, los ancianos viven cada vez más solos y a veces fallecen sin que nadie lo note hasta que llega el olor. Esta es la historia de dos personas que quieren evitar la última soledad.
Todos los niños japoneses lo aprenden: las chicharras se quedan bajo tierra durante años antes de salir a la superficie en verano. Dejan sus cáscaras en el árbol más cercano y empiezan su segunda vida. Durante algunos días que comparten con nosotros se aparean, vuelan y cantan. Cantan hasta que sus cuerpos terminan en la tierra, revolcándose en esos últimos minutos, con las piernas hacia arriba.
Chieko Ito odiaba el sonido que hacían. «Las escuchas desde la mañana hasta la noche», suspiró.
Era la tarde de su cumpleaños 91, inusualmente calurosa: parte de una ola de calor que tenía preocupados a los líderes de la comunidad. Los voluntarios de la tercera edad habían estado recorriendo el laberinto de pasillos en estos 171 edificios blancos idénticos para repartir volantes sobre los peligros de un golpe de calor a los cientos de residentes que, como Ito, viven solos. Sin familiares ni visitantes, muchos de los habitantes de mayor edad pasan semanas o hasta meses en sus pequeños departamentos sin que haya rastro aparente de su existencia en el mundo exterior. Y, cada año, algunos de ellos mueren sin que se sepa hasta que los vecinos perciben el olor.
La primera vez que sucedió -o, por lo menos, la primera vez que atrajo la atención del país- fue cuando el cuerpo de un hombre de 69 años de edad que vivía cerca de Ito fue encontrado después de haber estado tres años en el piso de su departamento; nadie había notado su ausencia. Su renta y sus servicios se pagaban de manera automática con débitos de su cuenta. Recién cuando sus ahorros desaparecieron, en el 2000, las autoridades llegaron al apartamento solo para encontrar el esqueleto en la cocina. La piel había sido comida por insectos, todo a unos metros de los vecinos.
El gigante complejo público de viviendas, o danchi, donde Ito ha vivido durante sesenta años -uno de los más grandes en Japón, emblema de cómo se disparó la tasa de natalidad después de la Segunda Guerra Mundial y de las aspiraciones a una vida moderna- terminó siendo conocido por otra cosa: las muertes solitarias de la sociedad que más rápido envejece en el mundo.
«Cuatro mil muertes solitarias al año», decía la portada de una popular revista semanal este verano, una muestra de la alerta nacional.
Para muchos de los habitantes en el complejo de edificios de Ito, las muertes son la conclusión atemorizante pero natural del rumbo que ha tomado Japón desde los años 60. Un enfoque casi exclusivo en el crecimiento económico, seguido de una estagnación económica dolorosa, había erosionado el sentido de comunidad y de familia; el país quedó inmerso en una espiral demográfica de envejecimiento con menos nacimientos. El aislamiento extremo de los japoneses de mayor edad es tan común que incluso ha surgido toda una industria a su alrededor, que se especializa en despejar y limpiar los departamentos en los que son hallados los cuerpos en estado de descomposición.
«La manera en que morimos es un reflejo de cómo vivimos», dijo Takumi Nakawaza, de 83 años, quien ha sido durante tres décadas el director del consejo de residentes de los edificios donde vivo Ito.
El verano es la temporada más peligrosa para estas muertes solitarias. Ito no quería dejar nada a la suerte. Fuera o no su cumpleaños, sabía que nadie iba a ir a visitarlo, a dejar un recado o a revisar cómo estaba. Nació en el último año del reinado del emperador Taisho y nunca esperó vivir tantos años. Uno por uno, sus familiares y amigos habían desaparecido o enfermado. Los vivos y los muertos ahora la rodeaban, como fantasmas, en todos los edificios idénticos al que ella y su esposo se mudaron en los años sesenta, cuando todo Japón parecía ser joven.
Ito dijo que se había sentido sola cada día durante el último cuarto de siglo, desde que su hija y su esposo fallecieron de cáncer en un plazo de tres meses. Ito todavía tiene una hijastra, pero a lo largo de los años se habían distanciado; intercambiaban de vez en cuando llamadas o tarjetas durante las fiestas.
Así que Ito le pidió un favor a una vecina que vive en el edificio enfrente al suyo. ¿Podría, una vez al día, asomarse al otro lado del patio y ver hacia la ventana de Ito?
Cada tarde, alrededor de las 18:00 y antes de dormirse, Ito cerraba la cortina de papel. Y en la mañana, cuando su alarma la despertaba a las 5:40, volvía a abrirla.
«Si está cerrada», le dijo Ito a la vecina, «significa que he muerto».
Ito se sintió confiada cuando la vecina estuvo de acuerdo y ella comenzó a enviarle cada verano una canasta de peras como regalo para recordarle que volteara a verla de vez en cuando.
Si la vecina notaba que la cortina estaba cerrada durante el día, podía alertar a las autoridades. Ito también había preparado todo por adelantado. En su cumpleaños 90, redactó su «nota final» para organizar todos sus asuntos. Esas notas, que se han vuelto populares, aseguran que la muerte sea algo ordenado y sin líos.
Tantas cosas en su departamento le recordaban a sus muertos. Los cientos de libros en los estantes que su esposo le había pedido tirar después de que falleciera. Un baúl de cedro con finos grabados que su hija originalmente se había llevado cuando se casó también estaba ahí, después de haber sido devuelto. En un armario estaban los libros que la misma Ito escribió, entre ellos dos volúmenes de lectura seca pero abarcadora sobre la vida de la mujer en el complejo habitacional, al igual que una autobiografía de 224 páginas, que escribió durante un periodo corto de mucha actividad.
Ito, muy meticulosa, incluso dejó suficiente dinero para que limpiaran su hogar cuando llegara el momento. Lo único que faltaba hacer era borrar el color rojo de su nombre en la tumba familiar, donde ya estaba grabado, para mostrar que por fin estaba de nuevo con su hija y esposo.
«Todos a mi alrededor han muerto, uno después de otro, y soy la única que queda», dijo. «Pero cuando pienso en la muerte tengo miedo».
Solos y anónimos
El calor empezó a cobrar víctimas pronto. Hacia la mitad del verano fueron encontrados dos cuerpos, aparentemente víctimas de las altas temperaturas. La primera muerte fue en la sección del danchi en la que vive Ito, después de que una mujer notara el olor que provenía de un departamento debajo del suyo. Ninguno de los vecinos del hombre muerto lo conocía, aunque había vivido ahí durante años. Tenía 67.
El cuerpo del segundo hombre fue hallado días después. También en esta ocasión el olor se había vuelto tan intenso que su vecino de al lado no había podido dormir durante tres noches. El hombre fallecido era anciano, había vivido ahí por años y sus vecinos recuerdan conversaciones sobre las flores de cerezo. Pero ninguno sabía su nombre.
Ito se mantuvo ocupada para intentar no pensar en ello. Tomaba largas caminatas afuera del complejo, pasaba una hora cada mañana escribiendo sutras budistas para su hija y esposo y ayudaba a despejar los bosques cercanos con un grupo de voluntarios.
Cada mes iba a almuerzos organizados por los residentes para padecer menos el aislamiento y reducir el riesgo de una muerte solitaria. Ya tenía una rutina en esas reuniones: se sentaba del otro lado de la mesa de un hombre con piernas temblorosas y un gran apetito, Yoshikazu Kinoshita. Los dos eran muy distintos; ella organizaba casi cada minuto de su día y él solo se levantaba de la cama cuando se le apetecía.
El danchi en el que viven, Tokiwadaira, había atraído la atención nacional incluso antes de que llegaran los sacerdotes shinto para purificar el terreno y se pusiera la primera piedra en los sesenta. Los japoneses nunca habían visto algo así: unos 4800 departamentos en un espacio tan amplio que estaba al lado de dos estaciones de tren de la misma línea.
Los Ito llegaron a mediados de diciembre de 1960, el primer día que se permitió la mudanza. Era un día despejado y lleno de promesas; desde el balcón de su apartamento en el tercer piso sea veía el monte Fuji.
Unos años después, cuando Ito dio a luz a su hija, ya estaban bien asentados. Su esposo iba en el tren atiborrado hacia Tokio seis días a la semana. Ella daba clases en una guardería para niños dentro del complejo. La población de niños en el danchi se disparó, al igual que en todo Japón.
Cada Año Nuevo, la familia posaba para una fotografía con kimonos. También participaban en el día deportivo anual, un ritual de la vida japonesa en la que padres y niños compiten en carreras y otros eventos. En el verano, Ito llevaba a sus hijas a nadar en una de las piscinas del danchi. El complejo incluso tenía una canción propia: «Arde con esperanza, lleno de salud y fortaleza, ascendamos todos».
Ito antes se asomaba desde su ventana, la que tiene la cortina de papel, hacia el parque de juegos debajo. Los niños de los edificios cercanos jugaban ahí juntos y en el verano lo que más se escuchaba, más que las chicharras, eran los gritos de diversión de los niños. Ahora nadie jugaba allí. Los niños habían prácticamente desaparecido y en vez de gritos de diversión se escuchaban las sirenas de ambulancias.
Los danchi ya no son un símbolo de familias jóvenes que reconstruyen Japón. Casi la mitad de los habitantes de Tokiwadaira tienen más de 65 años. Durante una caminata, Ito señaló hacia la piscina en sus fotografías. Ahora estaba vacía. El parque de juegos lucía desierto.
«¡Ya no está!», dijo. «Ahí antes jugaban ellas. Y ya no está. Tantas cosas ya no están».
La primera vez que conocí a Ito, no pensé en que nadie la había visitado o llamado esa misma tarde. No me lo dijo hasta semanas después, como si se hubiera esperado a que yo fuera quien preguntara, que esa primera visita había sido justo el día de su cumpleaños.
En vez de eso, aquel día, me dio uno de sus libros: «Los 53 años de Chieko en el danchi Tokiwadaira». Era una enciclopedia de fechas, nombres, eventos y fotografías de 394 páginas. Nadie más lo había leído e incluso ella no podía explicar por qué se había dado a la tarea de escribir los borradores a mano, transcibirlos a máquina y después imprimirlos.
En el libro, Ito separaba su vida en el danchi en dos partes. La primera empieza con su boda y termina 32 años después con la muerte de su esposo e hija. Da la impresión de que su vida, la verdadera, terminó en ese mismo momento. A veces contaba un chiste en el que hablaba de su hija en presente. Cuando se mencionaba su muerte, se mostraba enojada o se quedaba mirando hacia la pared.
La segunda parte -lleva el título «Mi segunda vida»- se enfoca en los amigos, viajes y eventos del complejo. Después de algunas semanas, con el ruido de las chicharras de fondo, Ito concluyó que había escrito el libro para interrumpir su soledad, para no olvidar. «Hasta los eventos infelices», dijo. «De otro modo estará perdido para siempre».
Un momento glorioso
En el almuerzo mensual para los residentes que viven solos, Ito, que come poco, acostumbraba a darle a Kinoshita la mitad de su comida antes de empezar.
Kinoshita tenía 83 años. Sus piernas eran débiles. Salía de su departamento quizá una vez a la semana.
Cuando Ito vio cómo vivía alertó a los líderes de la comunidad: los hombres que viven solos en el danchi, enfermizos por la edad y en departamentos tan desordenados, son los más vulnerables. Le dijeron a Ito que ya estaban pendientes de Kinoshita.
Hace meses, después de que nadie lo hubiera visto por una semana, una voluntaria fue a tocar a su puerta. No hubo respuesta, pero se escuchaba la televisión. Preocupada, la voluntaria llamó a la policía. Cuando llegaron, Kinoshita despertó de un sueño profundo: se sentía algo apenado, dijo, pero sobre todo aliviado y quizá algo contento de que alguien había pensado en su existencia.
Se había mudado de Tokio hacía catorce años, cuando tenía más de 60 años, y llegó a Tokiwadaira justo cuando las muertes solitarias comenzaban a ser algo frecuente. El año en el que se mudó al complejo hubo quince de esas muertes. Ahora, los voluntarios estiman que han logrado reducirlas a diez por año.
Kinoshita lo había perdido todo antes de llegar al danchi. Perdió su empresa por quiebra y el dinero que le había pedido prestado a sus hermanos y hermanas. Perdió su casa y a su segunda esposa. Era casi otra de las víctimas del colapso de la burbuja económica de Japón. Su empresa trabajaba en proyectos públicos subterrános, hasta que los contratos públicos escasearon.
Pero también había tenido un momento glorioso, que todavía celebraba. Durante la construcción del túnel del Canal de la Mancha suministró equipo a un contratista -parte de una manguera- para taladrar cerca del estrecho de Calais. Los ojos de Kinoshita se iluminaron mientras hablaba de esa época; sacó su tarjeta de negocios antigua y dibujos del equipo que suministró, al igual que fotografías de él en ese momento, en una celebración de la empresa contratista con la que trabajó y de visita en atracciones turísticas en París durante su única visita a Europa.
No imaginó que su declive sería tan rápido, como el de Japón. En 2011, cuando Japón fue azotado por un terrible terremoto seguido de un tsunami, Kinoshita intentó detener una repisa que estaba por caerse. Desde entonces sus piernas quedaron tan debilitadas que apenas puede levantarse.
Ahora solo sale algunas veces al mes al mercado o a los almuerzos mensuales en los que comparte mesa con Ito.
El mundo de Kinoshita quedó prácticamente reducido a su departamento. La basura se acumuló y terminó por quedarse casi exclusivamente en su cama. Desde ahí escuchaba las chicharras. Aunque eran molestas para Ito, él celebraba el sonido efímero.
«Cantan de manera desesperada y siguen cantando mientras siguen vivas», dijo Kinoshita.
Una tarde se puso su dentadura postiza y se vistió con los mismos shorts y camisa que usa siempre que deja su departamento. Se dirigía a una sesión musical organizada mensualmente en una tienda de reparaciones de aparatos electrónicos. Era el único evento marcado en su calendario para todo el mes.
En la tienda una cantante entonaba estándares de jazz, y Kinoshita movía sus dedos al son de la música.
Durante un descanso, los otros doce integrantes del público, que también iban cada mes, comenzaron a conversar y a compartir la comida y las bebidas que había en una mesa. Kinoshita se quedó sentado en una esquina mientras comía vorazmente.
Algunos de los otros asistentes dijeron que nunca lo habían visto antes, aunque él iba cada mes igual que ellos. Quizá los demás nunca habían notado a Kinoshita.
Hacia el otoño
Los líderes comunitarios, a medida que avanzaba el verano, estaban esperanzados con que no hubiera más muertes solitarias en esa temporada. Los familiares de uno de los dos hombres fallecidos habían llegado a reclamar el cuerpo y a pagar a los profesionales que limpian los departamentos. Pero, aunque habían pasado semanas, la puerta del otro hombre que falleció en la sección del danchi donde vivía Ito seguía cercada con cinta y todavía se percibía el olor a descomposición.
Las chicharras comenzaron a caer al piso. Sus cáscaras vacías y sus cadáveres estaban en todas partes. Ito los encontró en las escaleras afuera de su departamento y una terminó justo afuera de la puerta de Kinoshita.
Ito continuó con sus visitas semanales a la tumba de su esposo, quitando el pasto y lavando la lápida con agua. Su nombre ya estaba ahí grabado en rojo, el color de alguien vivo que planeaba terminar en esa tumba algún día.
«Cuando muera», dijo ella, «lo único que deben hacer es quitar el color».
Ya tenía planeado que sus restos incinerados fueran enterrados junto con su familia. Sus posesiones, hasta sus autobiografías exhaustivas, probablemente también serían incineradas.
Kinoshita, mientras, no tenía planes de quedar en la tumba familiar. Dijo que le había causado demasiado pesar y problemas a sus hermanas y hermanos por la bancarrota.
«E incluso si ponen mi nombre en una lápida», dijo, «nadie va a visitar la tumba».
Él decidió registrarse en una facultad de medicina cercana para donar su cuerpo. La facultad entonces se haría cargo de todo. Lo único que le preocupaba era tener una muerte solitaria, pues sus órganos, dijo, tenían que ser útiles.
«Si les dices que vayan a recoger un cuerpo podrido para la investigación médica no van a ir».
En Tokiwadaira, como se había hecho desde hace décadas, se celebró la última semana de agosto el festival de Obon para honrar a los fallecidos y antepasados. Las tardes y noches ya empezaban a ser notoriamente menos calurosas.
Estaba oscureciendo y los grillos cantaban: un augurio del otoño japonés. En el danchi, hacia el departamento de Ito, la puerta del hombre de 67 años que murió todavía estaba acordonada y el olor no había cedido. Más adentro, más allá de la piscina y del parque de juegos donde iban sus hijas, estaba la ventana de Ito.
La cortina de papel estaba cerrada, a la espera de que por la mañana ella la volviera a abrir.
Fuente: http://www.nytimes.com/es/2017/12/22/una-muerte-solitaria-japon/