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2018: El año del caos en el escenario político internacional o la cólera de los olvidados

Fuentes: Rebelión

La «cólera de los olvidados» fue como Arnaud Mercier, un profesor de comunicación política en la Université Paris 2 Panthéon-Assas, calificó la rebelión que estalló en noviembre en Francia, la de los «chalecos amarillos», que inundó las calles de París y de muchas otras ciudades. La protesta prendió gracias a una pequeña chispa: el aumento […]

La «cólera de los olvidados» fue como Arnaud Mercier, un profesor de comunicación política en la Université Paris 2 Panthéon-Assas, calificó la rebelión que estalló en noviembre en Francia, la de los «chalecos amarillos», que inundó las calles de París y de muchas otras ciudades. La protesta prendió gracias a una pequeña chispa: el aumento del precio de la gasolina, pero se extendió rápidamente porque el escenario estaba lleno de material inflamable. Mercier cita algunos. Entre ellos el papel del presidente Macron y lo que representa su propuesta política: la Francia la de las grandes ciudades, la de los «enarcas» (la élite egresada de una prestigiosa escuela de negocios francesa, por lo general de orientación conservadora).

Una cólera de los que viven como los olvidados, de todo y de todos, la Francia periférica. Un coctel explosivo, afirma Mercier. Porque ellos se han convencido que han votado masivamente por un programa de reforma social-liberal, que lo votaron por default, porque no había opción, pero que los francesas que comparten la ideología de Macron son «ultraminoritarios en el país».

En la historia de Francia -advierte Mercier- un tal error de apreciación no puede más que recordar la anécdota contada por Jean-Jacques Rousseau de una princesa que había recomendado a los pobres que pedían pan que, si no lo les alcanzaba, ¡pues que comieran galletas! Como sabemos, el error le costó la cabeza.

Mercier advierte contra una inquietante fractura social y política entre dos categorías en Francia: los «ganadores», una élite mundializada y algunos trabajadores de sectores protegidos, no amenazados por los bajos salarios que se pagan en otras partes; y los «perdedores», aquellos que ven sus empleos y sus salarios amenazados y temen por su futuro, que han visto debilitarse los servicios públicos.

Lo cierto es que Macron va quedando cada vez más solo. El porcentaje de personas satisfechas con su gobierno cayó de 64%, en junio del año pasado, a 25% en noviembre de este año, según sondeos del reconocido instituto de opinión francés IFOP.

La agenda de «valores» o la política en segundo plano

Una expresión del caos que impera en la política es su ocultamiento detrás de una agenda de «valores» detrás de la cual se diluye la propuesta neoliberal.

Se trata de un proceso que se ha venido extendiendo a toda la región, como lo destacó Wagner Fernandes de Azevedo en su artículo sobre «La fuerza evangélica neopentecostal en América Latina», publicado en Brasil en octubre pasado.

Esa influencia se ha extendido por toda Centroamérica, pero su influencia mayor está ahora en Brasil, donde cuentan con una bancada parlamentaria que atraviesa prácticamente todos los partidos, para transformarse en el bloque más importante en el Congreso. «La fusión de la fe evangélica con el ideal económico neoliberal es un programa mayor que Jair Bolsonaro, Paulo Guedes y Edir Macedo», dice Azevedo. Bolsonaro es el recién elegido presidente brasileño, que asumirá el poder el próximo 1 de enero y que hizo campaña basado en una escandalosa defensa de valores como la tortura, de la privatización de lo público y contra la agenda de derechos de las mujeres o de homosexuales.

Paulo Guedes es su ministro de Economía designado. En realidad, coordinador de todo el sector económico, que ha ido armando con el nombramiento de quienes comparten con él criterios privatizadores extremos, tanto al frente del Banco do Brasil como de la petrolera brasileña Petrobrás, instituciones que le gustaría privatizar.

Edir Macedo es el obispo, figura central de las iglesias pentecostales en Brasil, que se ha hecho multimillonario poniendo su iglesia al servicio de las políticas neoliberales.

Factor esencial del caos es esa sustitución de la agenda política por la otra, de «valores», que ha facilitado el traslado de los votos populares a dirigentes que, escondidos detrás de esa agenda, asumen, no la dirección de alguna iglesia, sino el control político de los países. Y desde ahí aplican políticas contrarias a los intereses de esas mayorías que, decepcionadas, alimentan la protesta y el caos.

Han logrado consolidar una agenda conservadora en derechos humanos básicos que funciona como catalizador político para la imposición de agendas políticas de corte neoliberal.

El proceso no es muy distinto al que vemos en Francia, como ya vimos. Ahí la oferta electoral de Macron no estuvo basada en los valores neopentecostales, sino en la candidatura de un hombre relativamente joven y sin gran historial político. Detrás de la oferta estaba, sin embargo, la misma agenda conservadora que, al tratar de aplicarse, genera decepción y cólera.

Naturalmente, la izquierda, o los sectores progresistas, no carecen de responsabilidades en este proceso de ocultamiento de la política. En general, no han podido (o no han sabido) definirse frente al debate en torno a los «valores», en particular temas como el aborto, la FIV y el matrimonio de parejas homosexuales, a los que se podría agregar un tema más: el de la eutanasia. Temas todos frente a los cuales la población se define en función de sus propios valores, con frecuencia religiosos, y que recorren verticalmente la izquierda y la derecha, En realidad, no es más «conservador» o «progresista» quien está a favor o en contra del aborto. Hay gente de derecha y de izquierda a favor o en contra, aunque las proporciones en que se dividen pueden variar. En estas materias, los conservadores son los que quieren imponer sus criterios a toda la sociedad. Los progresistas son los que creen que cada uno debe tener, en estos temas, el derecho de ejercerlos según sus propios criterios. Cuando los partidos progresistas tratan de definirse a favor o en contra de cada uno de esos temas generan un nuevo caos entre sus partidarios, desconcertados por la interferencia en la política de valóricos cuyas definiciones pueden no compartir.

Dificultades similares tiene el progresismo con el movimiento feminista. Se trata de un tema mayor, pues se refiere a los derechos de las mujeres. Incluye temas valóricos, pero los aborda de manera distinta, pues reivindica derechos de la mitad de la población mundial.

Pero no es un movimiento homogéneo ni ajeno a lo que, en política, se podría clasificar como de derecha o de izquierda. Y los partidos progresistas no han sabido definirse frente a esos matices, de modo a ubicar esas reivindicaciones en el marco de sus propuestas. Lo cierto es que tanto en el feminismo, como entre las feministas, encontramos posiciones de derecha y de izquierda y si el tema se superpone a lo político y lo oculta, termina por agregar otro factor de caos al debate.

El caos de los conceptos

Nada expresa mejor el caos y el desconcierto ante el panorama político que el concepto de «populismo». No deja de ser divertido ver los malabarismos de algunos académicos tratando de acomodar la realidad en ese cajón.

Un buen ejemplo es el artículo de Cas Mudde, columnista del diario británico The Guardian y autor del libro Populism, a very short introduction. El artículo se titula «Como el populismo se transformó en el concepto que define nuestra época».

Para Mudde, el uso del término se volvió «explosivo» luego del Brexit británico -cuando una mayoría decidió, en referendo celebrado el 23 de junio del 2016, la retirada del Reino Unido de la Unión Europea- y, especialmente, luego de la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Electo también en 2016, asumió el cargo en enero del 2017, desatando la mayor ola de consultas en Google sobre el término «populista», a la que se sumaron investigaciones académicas sobre el término.

Lejos de aportar claridad al debate, el término empezó a utilizarse para calificar a organizaciones y partidos políticos en Francia, en Alemania, en Austria, en Italia, en Bélgica y en diversos países del este europeo, todos ellos calificados de «extrema derecha» y, en general, caracterizados por el rechazo a la ola de inmigrantes que desde hace más de una década sacude Europa.

Mudde finalmente define «populismo» como «una ideología que considera que la sociedad está dividida en dos grupos homogéneos y antagónicos, el ‘verdadero pueblo’ y la ‘élite corrupta'».

Pero luego surgen otros «populismos», atribuidos a partidos como Syriza, que ofreció a los griegos una alternativa a las políticas de austeridad de la Comisión Europea, apoyada por el Fondo Monetario Internacional (FMI), pero que luego aceptó sumisa las drásticas imposiciones que han hundido el país en una profunda pobreza y recesión económica. Otros «populistas de izquierda» serían los del partido español «Podemos», una agrupación que se siente afín a la definición de «populismo» del argentino Ernesto Laclau. Ya fallecido, su propuesta sigue siendo promovida por su compañera Chantal Mouffe, sin que su visión contribuya a aclarar el concepto de modo que oriente a todos en el análisis. En todo caso, ninguno de los dos -ni Syriza ni Podemos- se caracteriza por una radical política antimigratoria, ni se asemejan en cuanto a las políticas económicas que proponen.

Pero, para Mudde, «no hay duda de que el populismo explica parte del puzzle que representa el surgimiento de partidos tan diversos como el Movimiento Cinco Estrellas en Italia; Podemos, en España; o los Demócratas Suecos, un partido que tuvo gran éxito en las recientes elecciones suecas basado en una propuesta antimigratoria.

Un concepto tan amplio, capaz de agrupar organizaciones políticas con orígenes y objetivos tan diversos y opuestos, seguramente sirve de poco para entender la naturaleza de los desafíos del escenario internacional, como lo muestra finalmente la conclusión de Mudde: si a principios del siglo XX el nacionalismo y el socialismo movilizaban lo que él llama «extremismo antidemocrático», hoy, en el escenario político internacional, predomina la «democracia», aunque no lo que llama de «democracia liberal».

Pero ni en Alemania, ni en Francia, para citar solo dos países líderes en la Unión Europea, existen posiciones mucho más a la derecha de las que representan los gobernantes demócratacristianos alemanes de la coalición CDU-CSU, o la agrupación que Macron logró reunir en Francia. En Alemania, las políticas del CDU-CSU impulsaron la privatización de la propiedad y la «limpieza» en las universidades en la antigua Alemania del este.

En el escenario europeo, han impuesto las políticas de austeridad y, en particular, las draconianas políticas que han hundido a Grecia, en favor de la banca alemana. Los intereses que esas políticas representan, tanto en Alemania como en Francia, son de los grupos económicos más conservadores y más poderosos. Su extremismo queda oculto, sin embargo, por la estridencia de grupos xenófobos, cuyas propuestas recuerdan períodos trágicos de la historia reciente, pero que, en algunos aspectos, son menos conservadoras que la política de los sectores gobernantes.

El caos en el mundo

Si el caos se extiende por la forma en que se da el debate político, no es menos cierto de que también en el orden internacional, construido después de la II Guerra Mundial, se ha impuesto el caos.

Una de sus formas de expresión es el «nacionalismo» expresado en el «America first» de Trump, que ha ido desvinculado su política de los compromisos y acuerdos internacionales, como los relativos al comercio, al cambio climático o a los tratados como el de desnuclearización firmado con Irán después de delicadas negociaciones de las que participaron también países europeos.

Otro factor renovador del escenario internacional ha sido el creciente peso del «este», que ha trastornado el equilibrio heredado de posguerra. Como lo dijo el respetado académico singapurense Kishore Mahbubani en su provocador libro Has the West lost it? «el meollo del problema que enfrenta Occidente es que ni los conservadores, ni los liberales, ni la derecha, ni la izquierda, han entendido que la historia cambió de dirección a inicios del siglo XXI. La era del dominio occidental terminó».

El liberalismo -agregó- «creó una actitud de superioridad intelectual, especialmente de cara al resto del mundo». «Mientras los liberales norteamericanos crean que tienen la mente más liberal del mundo, no despertarán ni entenderán el cerrado universo mental en que se han encasillado ellos mismos».

La visión de Mahbubani sobre el fin del dominio occidental tiene expresiones prácticas en el escenario internacional y quizás dos sirvan de ejemplo para expresar esas nuevas tensiones. Una es política y geográfica: la creciente presencia China en el mar del sur de China y los intentos de Estados Unidos de frenar esa expansión, ampliando su presencia naval en la zona. La otra es el imparable crecimiento de su economía. Las sanciones comerciales de Trump representan el caos mayor y más inmediato que enfrenta el orden internacional, como nos advierten los expertos y temen los líderes europeos, hasta hace poco aliados incondicionales de Washington.

Surge aquí la figura de Sigmund Freud quien -como nos recuerda el catedrático de Filosofía de la Complutense de Madrid, José Luis Villacañas- al final de su vida, ya enfermo y cansado, le confesaba a Arnold Zweig: «Los tiempos son increíblemente confusos, pero me siento liberado de la tarea de iluminarlos».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.