El pasado 9 de julio el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, órgano judicial de las Naciones Unidas, emitió una sentencia declarando la ilegalidad de la construcción del muro israelí sobre tierras palestinas (ocupadas desde 1967) conminando al gobierno de Sharon a paralizar de inmediato su construcción y exigiendo la demolición de las partes […]
El pasado 9 de julio el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, órgano judicial de las Naciones Unidas, emitió una sentencia declarando la ilegalidad de la construcción del muro israelí sobre tierras palestinas (ocupadas desde 1967) conminando al gobierno de Sharon a paralizar de inmediato su construcción y exigiendo la demolición de las partes ya construidas, así como la restitución de las propiedades confiscadas a los palestinos y una compensación apropiada a los afectados.
La satisfacción en el mundo fue casi general. Los diferentes países y movimientos de solidaridad se felicitaron porque la resolución era «una oportunidad histórica para poner fin a la política segregacionista desarrollada por el Gobierno de Israel» (Coordinadora de ONGD española), «un reto para la comunidad internacional» (UE, que habiéndose opuesto inicialmente a que el tema llegase al Tribunal de La Haya, terminó aceptando la sentencia y votando en bloque en la Asamblea General de la ONU a favor de su aplicación) y, quien más quien menos, se habló de conculcación del derecho internacional. Han transcurrido dos meses desde entonces y cabe hacerse una pregunta ¿qué ha quedado de esa sentencia? La respuesta es fácil: nada. Una nueva resolución a añadir a los manuales de Derecho Internacional Público, un nuevo dictamen a estudiar por los juristas que, como hace 20 años, volverán a escribir que «tiene un innegable valor jurídico», que es «una sentencia de importancia histórica», etc. Pero nada más.
De nuevo la misma patética ineficacia de una comunidad internacional que se niega a impulsar reformas en el sistema vetusto de la ONU, que no se atreve a desmantelar el derecho de veto del Consejo de Seguridad, que se niega a poner en práctica el ordenamiento jurídico que se ha venido dando desde el fin de la segunda Guerra Mundial aunque, en la actualidad, apenas exista desde la invasión de Iraq y la deleznable actuación del peor y más sumiso secretario general a los intereses del imperio (ha pedido a Tailandia que no retire sus tropas de Iraq ante el anuncio del gobierno de este país de hacerlo el 20 de septiembre) de toda la historia del organismo multinacional: Kofi Anan. De nuevo la misma constatación que hace veinte años: estamos ante la dialéctica legalidad-efectividad, es decir, en un círculo de aparente legalidad internacional pero que, en realidad, depende de la tolerancia de terceros ante los hechos consumados. Y los terceros siempre dejan hacer. De ello hay suficientes ejemplos a lo largo de la historia.
Uno de estos ejemplos viene al caso ahora, cuando se acaban de cumplir 25 años del triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua. Casi al mismo tiempo en que comenzaba un nuevo modelo de estado en lo social, con el mantenimiento de la economía mixta y la no persecución de la oposición política o el mantenimiento de los medios de comunicación abiertamente contrarrevolucionarios, los Estados Unidos ponían en marcha su estrategia de «guerra de baja intensidad» en Centroamérica para impedir que el ejemplo nicaragüense prendiese, o diese alas, a los procesos revolucionarios que, también, estaban en marcha en El Salvador y Guatemala.
Era el año 1979 y gobernaba EEUU James Carter, reconvertido ahora en adalid de los procesos democráticos y observador de elecciones y referendos como el recientemente celebrado en Venezuela y que ha supuesto un nuevo triunfo de Hugo Chávez. Carter quiso vender ante el mundo que su presidencia se iba a caracterizar por el respeto a los derechos humanos, pero envió un contingente militar a un Irán que acababa de derrocar al Sha, que gobernaba Jomeini y que terminó en un desastre; también mantenía de embajador en El Salvador a un individuo, Robert White, que avaló el asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero por haber pedido al ejército salvadoreño que cesase la represión contra su propio pueblo (23 de marzo de 1980) y la masacre perpetrada por este mismo ejército contra la cúpula del Frente Democrático Revolucionario (27 de noviembre de ese mismo año) cuando salieron a la luz en una convocatoria pública de prensa. Carter, como todos los presidentes estadounidenses, impulsó su propia doctrina en política exterior, la «Doctrina Carter», siendo el primero que consideró Oriente Medio como zona preferente de intervención motivada por la crisis del petróleo y necesidad de estabilidad para garantizar el acceso a las ingentes reservas petrolíferas de la zona: en ella se declara que «las reservas de petróleo del Golfo Pérsico son de vital interés para los EEUU y, a partir de ese momento, se justifica la intervención militar estadounidense para impedir cualquier intento de dominio exterior de la región». Ese es el Carter de los referendos.
Como consecuencia de la política iniciada por Carter, y llevada hasta el extremo por su sucesor, Ronald Reagan, Nicaragua sufrió el acoso político, económico, militar y diplomático por parte de los EEUU hasta el extremo de intervenir militarmente no sólo de forma indirecta con el entrenamiento, asesoramiento y entrenamiento de la contra, sino directamente con el minado de los puertos, como el de Corinto. Nicaragua llevó el tema al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya en 1984. Dos años después, en 1986, el tribunal de la ONU emitió una sentencia (27 de junio de 1986) denominada «Las actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua: Nicaragua versus Estados Unidos» en la que condenaba a los EEUU por vulnerar el derecho internacional al intervenir en los asuntos internos de un país.
En ella se decía -recogiendo la Resolución 2625 de la Asamblea General de la ONU- que «ningún estado o grupo de Estados tiene derecho a intervenir directa o indirectamente y sea cual fuere el motivo en los asuntos internos y externos de otro, no solamente mediante la intervención armada sino también cualesquiera otras formas de injerencia o amenaza atentatoria contra la personalidad del Estado o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen». Y que la actitud de los EEUU en Nicaragua «constituye una violación indudable del principio de no intervención» (párrafos 108 y 109 de la citada sentencia).
El azar ha querido que la sentencia contra el muro de apartheid se haya conocido casi 20 después de la primera, y los argumentos utilizados son casi los mismos. E Israel hace lo mismo que entonces -y ahora- hace Estados Unidos: ignorarla. Y la comunidad internacional, con Europa a la cabeza, hace lo mismo que entonces: mirar para otro lado y aceptar la política de hechos consumados. Entonces, como ahora, la decisión se adoptó por 14 votos contra uno (el juez estadounidense).
La sentencia de referencia, pese a su inutilidad, es muy instructiva puesto que sería aplicable a cualquier actuación irregular que se produzca en cualquier parte del mundo como, por ejemplo, cuando en su párrafo 108 establece que «el principio de no intervención supone el derecho de todo estado soberano de conducir sus asuntos sin injerencia exterior» (¿no es aplicable para el caso de Venezuela, sin ir más lejos?) y en el párrafo 109 va aún más lejos cuando dice que «el apoyo suministrado por los Estados Unidos a las actividades militares y paramilitares de los contras de Nicaragua bajo forma de asistencia financiera, entrenamientos, suministro de armas, información y ayuda logística constituye una violación indudable del principio de no intervención» (volvamos otra vez al caso de Venezuela o al cada vez más cercano de Cuba, por ejemplo). Y sentencia, valga la redundancia, que «el principio de soberanía de los Estados deja a éstos la libertad de elección en cuestiones tales como sistema político y económico, social y cultural» (fin del párrafo 109 de la sentencia citada).
Algunos analistas se apresuraron a recordar, entonces y hora, que estos dictámenes del Tribunal de La Haya son consultivos, no ejecutivos, por lo que a parte de las citadas declaraciones, y de una nueva condena en la Asamblea General de la ONU, el primero no tuvo el menor efecto y no lo va a tener el segundo. El Tribunal de La Haya ordenaba a Israel la paralización de la construcción del muro y la destrucción de las secciones existentes «en el plazo de un mes». Es evidente que ninguna de las dos cosas se ha hecho.
Las similitudes entre ambas sentencias son casi como las existentes entre dos gotas de agua, pero sería largo y prolijo relatarlas. Los ejemplos expuestos valgan como botón de muestra. Si acaso, uno más: en la sentencia del Tribunal de La Haya sobre Nicaragua, se condenó a los Estados Unidos a indemnizar al país centroamericano «de forma provisional» con una cantidad algo superior a los 371 millones de dólares por sus actividades de intervención militar directa e indirecta contra la revolución sandinista. Nunca los pagó. Lo mismo que hará Israel con la «restitución de las propiedades confiscadas a los palestinos y una compensación apropiada a los afectados» de la que también habla ahora La Haya en la sentencia contra el muro.