Traducido para Rebelión por Germán Leyens
El 20 de febrero volé de Boston a Ciudad de Panamá, y tuve una parada de siete horas en San Salvador. Iba a ir a la playa, pero vi en un periódico un anuncio de toda una página de una misa para marcar el 13 aniversario de la muerte de uno de los asesinos más tristemente célebres de Latinoamérica, Roberto D’Aubuisson, asesino intelectual del arzobispo Oscar Romero.
No pude resistir la tentación. Los perros tienen razón. Como con todas las cosas, si quieres comprender al imperio, tienes que olisquear su excremento.
Ya era tarde para presenciar la colocación de flores en la tumba del asesino, pero pensé que igual iría a echar una mirada, ver cuántas flores habían depositado en honor del gran personaje. Mientras esperaba un autobús en la ciudad, un hombre llamado Mauricio me dijo que a D’Aubuisson lo recuerdan sobre todo por cómo lanzaba bebés al aire y les disparaba antes de que cayeran al suelo.
«En la zona de la que vengo, arrasó aldeas enteras», dijo Mauricio. «Uno iba a algunas aldeas y no quedaban más que mujeres y niños – habían matado a todos los hombres». Mauricio culpó a D’Aubuisson por la infame masacre de El Mozote, pero no estoy seguro de que los antecedentes históricos estén de acuerdo.
D’Aubuisson era el tipo de individuo que Maddie Albright adoraba invitar a cenar para sentarlo junto a John Negroponte.
En el Cementerio General de los Ilustres un guardia de seguridad me orientó hacia la tumba/mini-mausoleo de D’Aubuisson. Me contó que unas 200 personas habían ido a la colocación de flores de esa mañana. En un despliegue extraño de solidaridad deben haber hecho una colecta para las flores, porque sólo conté siete ramos y dos coronas.
La pregunté al guardia si monseñor Romero estaba enterrado en el mismo cementerio, y me dijo que, aunque reposaba en la cripta de la Catedral Metropolitana, en el cercano cementerio Vermeja, podía encontrar un monumento en su memoria. La cara de mi recién descubierto guía reflejó una concentración intensa. «¡Son… son como dos kilómetros!» exclamó con extrema certeza. Fui a pie en cinco minutos, bajo un calor de 33 grados.
La diferencia entre Los Ilustres y La Vermeja es evidente. Romero está con su gente, D’Aubuisson con la suya. Simples cruces contra mausoleos. Y, apropiadamente, todas las flores de Romero están vivas, todas las de D’Aubuisson, muertas. El busto de Romero, casi se le parece – no exactamente, pero bastante. Tal vez sería mejor si alguien le sacara las gafas negras de plástico. Estuve tentado de hacerlo, pero no lo hice.
Quise ir al otro lado de la ciudad para ver lo que había ocurrido con la tumba del ex presidente Napoleón Duarte, el máximo fámulo de Reagan, pero no alcanzó el tiempo. Cuando el comportamiento asesino de D’Aubuisson se hizo tan obvio que ni Washington pudo seguir utilizándolo, EE.UU. manipuló cautelosamente detrás de la escena para echar a D’Aubuisson y colocar a Duarte en el sillón presidencial.
Me apuré para ir a la misa.
Y ya iban llegando. Los Suburban con vidrios polarizados que solían provocarme escalofríos en los años ochenta han sido reemplazados por Landcruisers, Pathfinders y Explorers con cristales transparentes. Eran pocos, pero verlos llegar a la Iglesia San Pablo me recordó a El Padrino, y similares contactos con criminales – fascistas, mafiosos y de otra calaña – en los años ochenta.
A principios de los años ochenta, en el albergue a 5.000 metros en las laderas del Popocatepetl, encontré a un veterano de las fuerzas especiales de EE.UU. que había sido consejero de Savak, la policía secreta del shah de Irán, famosa por sus salvajes torturas. En 1998 compartí un ascensor en un hotel de cinco estrellas en Ciudad de Guatemala con varios consejeros militares de EE.UU. Uno sabe que esos tipos no andan por ahí repartiendo golosinas, pero saberlo no ayuda a soportar la escalofriante experiencia de compartir su ascensor.
Cuando la misa comenzó, a tiempo, a las 5 de la tarde, habían sólo 13 personas, y la mitad habían nacido después del reino de terror de D’Aubuisson. Llegaron poco a poco después que comenzó el espectáculo, pero nunca fueron más de 60. Y eso con un anuncio de toda una página en por lo menos un periódico de distribución nacional.
La misa fue un asunto extraño, surrealista. Cuando entré a los confines relativamente fríos de la Iglesia San Pablo recogí una copia del programa, y me escandalizó ver, colocada en sitio destacado, una cita del difunto arzobispo Romero. Según la Comisión de la Verdad de El Salvador, de estilo surafricano, D’Aubuisson originó el ataque contra Romero, que fue realizado mientras Romero decía misa en la capilla de la Divina Providencia, un verdadero insulto a la Iglesia.
En la iglesia San Pablo, las mujeres llevaban vaqueros ajustados y suéteres ceñidos, reveladores, a pesar de los 33 grados de calor. Las muchachas exhibían sus ombligos desnudos. Los hombres vigilaban constantemente sus teléfonos móviles, aburridos. Un hombre llevaba shorts de vaqueros y sandalias. Y eso en una iglesia católica romana en Centroamérica.
Eso no impidió que el cura aprovechara la oportunidad ideal para humillarse ante el dinero y el poder. «Es un gran privilegio decir esta misa para el Mayor Roberto D’Aubuisson,» dijo el padre en un monólogo que duró media hora. Los platos fuertes de su divagación:
«Matar es un pecado. Por eso no creemos en la pena de muerte.»
«Debemos luchar contra la pobreza. Pero, un momento por favor… no podemos luchar contra la pobreza. Los pobres siempre estarán con nosotros. Así que tenemos que luchar contra la miseria. Sí, eso es – tenemos que luchar contra la miseria.»
Como sea.
En el viaje de vuelta al aeropuerto el sol se ponía sobre ese pequeño país devastado por la violencia auspiciada por EE.UU. y que ahora es mantenido a flote por multitudes de paisanos que lavan platos y cortan el césped en las entrañas de la bestia. Mi conductor dijo que el país adoptó el dólar hace cinco o seis años. «Ha sido un desastre», dijo. «A nadie le gusta. Lo hicieron sin el consenso del pueblo; simplemente lo impusieron». Como cuando Europa adoptó el Euro, los precios subieron de un día al otro, sólo que fue mucho peor, mucho peor. De un día al otro una bolsa de tomates subió de 50 a 85 centavos.
Mi conductor dijo que trabaja de 5.30 de la mañana a las 8 de la noche, siete días a la semana. 101,5 horas por semana. Me dijo que casi nunca ve a sus dos chicos. Dijo que a la elite le va bien, pero que todos los demás están sufriendo. El salario mínimo representa entre 5 y 6 dólares al día. Pagué 3,25 dólares por un una bebida y dos galletas. Más de medio día de salario.
La pregunté por los vaqueros apretados y los suéteres reveladores que había visto en la misa de D’Aubuisson. Agitó la cabeza. «No», dijo, «no es normal. Es una falta de respeto, directamente. Sólo se están aprovechando de la iglesia». Luego calló, me miró, sonrió y dijo: «Pero, después de todo, eso siempre ha sido una calle de doble sentido».
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El correo es Lawrence Reichard es: [email protected]