A menos de un año de la «Revolución naranja», el pasado 8 de septiembre, el presidente de Ucrania Victor Yuschenko despidió a la primer ministra Yulia Timochenko, con fondo de lucha de clanes y corrupción. Esta crisis incita a reevaluar un fenómeno que alcanzó a Serbia, Georgia, Ucrania y Kirguizistán, y podría expanderse a Bielorrusia y Kazajstán
Victor Yuschenko no es un revolucionario común. No viste uniforme de fajina ni se conoce ninguna foto suya con barba y kalachnikov. Este hombre, físicamente favorecido -antes de haber sido desfigurado por un envenenamiento criminal- fue director del Banco Central y Primer Ministro de Ucrania (1). En 2004 fue candidato en las elecciones presidenciales, pero el presidente saliente, Leonid Kutchma, había previsto ceder su lugar al Primer Ministro de entonces, Victor Yanukovitch, que apenas habla el idioma nacional.
Cuando, al término de la segunda vuelta, la comisión electoral anunció la victoria del candidato oficial, la oposición exclamó que era un escándalo y organizó multitudinarias manifestaciones. Miles de personas se movilizaron durante los gélidos días invernales, dando nacimiento a lo que se llamó la «Revolución naranja» (2). Así funcionan las «revoluciones de colores»: a raíz de un fraude electoral, una parte de la elite se enfrenta a la otra y organiza protestas populares, lo que provoca un cambio pacífico de gobierno, sin derramamientos de sangre.
Luego de Serbia (2000), Georgia y su Revolución rosada (2003) y Ucrania (2004), en la primavera boreal de 2005 tuvo lugar en Kirguizistán una Revolución de los tulipanes que hizo caer al primer jefe de Estado de Asia Central que había llegado al poder luego de la era soviética. Grupos de manifestantes que cuestionaban los resultados de las elecciones legislativas atacaron varias comisarías policiales y edificios administrativos en las ciudades de Djala-Abad y Och, en el sur del país. Al día siguiente de los incidentes registrados en la capital, Bishkek, las oficinas de la Presidencia fueron saqueadas y el presidente Askar Akaevitch Akaiev tuvo que refugiarse fuera del país. En los países post-soviéticos, los dirigentes tienen tendencia a aferrarse al poder, aunque para ello tengan que recurrir al fraude electoral masivo. Los habitantes, por su parte, desean un cambio, y cuando no lo pueden obtener por medio del voto, no dudan en salir a las calles.
Nuevos «revolucionarios»
Una década después de la caída del Muro de Berlín (1989) y del desmoronamiento de la Unión Soviética (1991), un nuevo viento revolucionario sopla en el Este de Europa. Las semejanzas existentes entre esas revoluciones (cronología, símbolos utilizados) parecen indicar que forman parte de un mismo proceso. Otras «sorpresas» de ese tipo podrían producirse, por ejemplo, en ocasión de las elecciones legislativas de noviembre en Azerbaiyán, o de las presidenciales de diciembre en Kazajstán. Estos movimientos no sólo lograron desalojar del poder a regímenes corruptos e impopulares en Serbia y en Georgia, sino que hicieron aparecer una nueva realidad política, cuyo impacto sobrepasa a los últimos regímenes autoritarios de los países del Europa del Este y de Asia Central.
Tales «revoluciones» no violentas sólo pueden tener lugar en Estados débiles. En los países donde se produjeron, el jefe de Estado ya había perdido el apoyo de la población y de amplios sectores de la administración, fragilizado por repetidos escándalos de corrupción. Los dirigentes ya no estaban en condiciones de garantizar el orden y la estabilidad del régimen. Frente a ellos se hallaban movimientos de oposición con amplios recursos. En Serbia y en Georgia, por ejemplo, los partidos que los cuestionaban contaban con la simpatía de una gran parte de la opinión pública y con experiencia en la movilización de masas; medios que no eran controlados por el gobierno difundían una información alternativa; mientras que diversas asociaciones eran capaces de movilizar a la población y mantener contactos con redes en el exterior. Hasta la fecha, países como Bielorusia o Turkmenistán, donde el Estado es más represivo y donde la oposición más débil y dividida, no fueron escenario de «revoluciones de colores».
Eduard Chevardnadze, Kutchma, Yanukovitch y Akaevitch Akaiev, todos se vieron confrontados al mismo problema: ¿cómo salir adelante cuando su nivel de popularidad está por el piso, el aparato del Estado se encuentra debilitado y desmoralizado, sus principales aliados lo abandonan y los manifestantes se concentran frente al palacio presidencial? Ninguno de esos dirigentes ordenó a la policía o al ejército tirar sobre la muchedumbre. Todos renunciaron a un poder ilegítimo luego de negociaciones con la oposición.
¿Pero, quiénes son esos nuevos «revolucionarios»? En ese plano también se repite un mismo esquema. En Georgia, el movimiento fue dirigido por Mijail Saakachvili, ex ministro de Justicia de Chevardnadze, apoyado por Zurab Zhvania (3), ex presidente del Parlamento de Georgia, y por Nino Burdjanadze, por entonces presidente del Parlamento. En algún momento, todos ellos -ex representantes del ala reformista del Foro Cívico dirigido por Chevardnadze- habían tomado distancia de la política de un presidente cada vez más desconectado de la realidad.
En Ucrania, Yuschenko había ejercido las funciones de Primer Ministro de Kutchma, y Yulia Timochenko había sido vice Primer Ministro y responsable del lucrativo sector energético. En Kirguizistán, Kurmankiev Bakiev también había ocupado el cargo de Primer Ministro en el gobierno de Akaiev. El estancamiento de las reformas y la corrupción generalizada -debida a las igualmente generalizadas privatizaciones- llevaron a estos antiguos responsables, y a la que fuera el ala «joven» de la elite, a pasar a la oposición.
Otros fueron desplazados por medio de maniobras políticas, como Kurmankiev Bakiev, sacrificado luego de que las tropas gubernamentales dispararon contra los manifestantes. Una vez en la oposición, esos dirigentes comprendieron que la vía legal no servía, ya que los resultados de las elecciones eran falsificados. Sólo les queda entonces recurrir a las manifestaciones populares.
El carácter no violento del cambio es fundamental, pues permitió a los países en cuestión evitar la guerra civil y una eventual fragmentación. Georgia vivió en dos ocasiones la angustia de la guerra civil en los primeros meses de su independencia: primero, cuando una coalición hizo caer al primer presidente libremente elegido, Zviad Gamsakhurdia, en enero de 1992; y luego, cuando los partidarios del mismo intentaron avanzar hacia la capital, Tbilisi. En Ucrania, las fuerzas anti-Yuschenko, originarias de las provincias orientales, hubieran podido causar la división de ese Estado, inmenso pero frágil. De la misma manera, el levantamiento en Kirguizistán, que enfrenta a un presidente originario del norte y a un dirigente llegado del sur, podría generar nuevas divisiones tribales y comprometer la existencia misma de esa república de Asia Central.
«Todos los países del antiguo espacio soviético atraviesan una segunda ola de cambios revolucionarios», estima Vazgen Manukian, ex dirigente del Movimiento Nacional Armenio, uno de los primeros movimientos de masa surgidos en la URSS. Manukian no duda de la voluntad de cambio de la población, ni de su deseo de terminar con la generación de dirigentes que cerró los ojos ante la corrupción vinculada a las privatizaciones. Y sabe de qué habla: Primer Ministro de la nueva Armenia independiente, terminó pasándose a la oposición; luego de las cuestionadas elecciones presidenciales de 1996, trató de ocupar el Parlamento a la cabeza de miles de manifestantes. La intervención del ejército hizo fracasar esa iniciativa pacífica. Actualmente, Manukian entrevé una alianza entre cuatro fuerzas: los partidos pro-democráticos, los sectores reformistas del aparato del Estado, los medios de negocios respetuosos de la legalidad, y los movimientos juveniles.
¿En qué medida las «revoluciones de colores» pueden ser comparadas con los modelos representados por la Revolución Francesa o la Revolución Rusa? Según André Liebich, profesor de historia y de política internacional en el Graduate Institute for International Studies de Ginebra, esos movimientos se parecen más a los movimientos revolucionarios registrados en Francia, Bélgica, Polonia e Italia en 1830, que a sus ancestros de 1789 y 1917. Serían una réplica de las revoluciones de 1989-1991. «Si comparamos la década de 1830 con la de 2000, vemos que quince años después del terremoto principal se produce un temblor secundario. No se trata de un cambio fundamental, sino de un reacomodamiento de orden político». Las revoluciones como las 1989 «no aportaron ideas nuevas -añade Liebich- sino que utilizaron herramientas ideológicas al alcance de todo el mundo». No se trató de reemplazar el orden existente por otro totalmente nuevo, sino de hacer de tal manera de que «los regímenes se adapten a su propia retórica».
Hasta ahora, los medios de prensa rusos, europeos o estadounidenses, concedieron menos importancia a la naturaleza de esas revoluciones y a las fuerzas ocultas que las explican, que a las intervenciones exteriores y a los cambios geopolíticos que produjeron in fine. El primer factor que se subraya -sobre todo en los medios rusos y franceses- es el papel jugado por Estados Unidos, al que a menudo se señala como «disparador» de esas revoluciones. Muchos periodistas de Washington también sostienen esa idea, acreditando la tesis de que la política de George W. Bush favorece la democracia desde Medio Oriente hasta Europa del Este (4). Sin embargo, esas dos regiones son tan diferentes, política y socialmente, que establecer una relación entre ambas es una simplificación.
Las «revoluciones de colores» aumentaron también el prestigio de las organizaciones no gubernamentales (ONG) que intervienen en los «países en transición». Luego del hundimiento del sistema soviético, las ONG a menudo reciben mandato de los proveedores de fondos internacionales, para organizar la economía de mercado y la democracia. Sin embargo, sus objetivos estratégicos, ligados al padrinazgo de Occidente, son criticados, al igual que su tendencia a funcionar con métodos empresarios (5). Los acontecimientos políticos en Georgia y en Ucrania hicieron desaparecer esas críticas crecientes, y transformaron la imagen de las ONG: de ser consideradas una forma de subcultura dependiente del exterior, aislada en el seno de sus propias sociedades, las ONG pasaron a ser instrumentos de cambio revolucionario.
Un periodista las calificó de «brigadas democráticas internacionales», alabando su «inigualable eficacia, sutil mezcla de no violencia, marketing y capacidad para recolectar fondos» (6). Así, esas organizaciones se situarían en la confluencia de dos culturas, la de la disidencia en los países del Este, y la de la sociedad de consumo occidental. La admiración y el temor que despiertan son desmedidos. Según el jefe de los servicios de informaciones rusos (FSB), Nikolai Patruchev, las ONG extranjeras cobijarían espías, y estarían preparando una revolución en Bielorusia y en otros países de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) (7). Los gobiernos locales controlan cada vez más sus actividades.
Es cierto que movimientos juveniles como Kmara en Georgia y Pora en Ucrania (8) reciben fondos de organizaciones estadounidenses como el Open Society Institute (también conocido como Fondo Soros), o el National Democratic Institute. Sin embargo, su papel en los cambios políticos fue secundario. Fue la acción de los partidos de oposición, bien organizados, y apoyados por una parte del aparato del Estado lo que sobre todo resultó decisivo en el éxito de la vía pacífica.
Finalmente, las consecuencias geopolíticas de las «revoluciones de colores» también generaron un amplio debate. Para quienes sostienen que esos movimientos forman parte antes que nada de una estrategia de Washington, su objetivo sería aumentar la influencia estadounidense en Eurasia, en detrimento de la de Rusia. En efecto, Estados Unidos aumentó su presencia en Georgia y en Ucrania, mientras que Moscú ya no puede controlar su «exterior cercano». Las recientes tentativas del Kremlin para orientar las elecciones en Georgia o en Ucrania dan crédito a esa versión.
De todas formas, conviene no exagerar el alcance de esa «revolución geopolítica» y situarla en el contexto de un simple reacomodamiento. Georgia, por ejemplo, recibe ayuda militar estadounidense desde 1997: en 2001, cuando Chevarnadze estaba aún en el poder, 200 especialistas ya habían iniciado la reestructuración del ejército nacional. Ucrania había enviado soldados a Irak en la época de Kutchma, mientras que Yuschenko los retiró. La reciente decisión ucraniana de construir un gasoducto para importar gas natural de Irán -que no agrada ni a Moscú ni a Washington- pone de manifiesto las limitaciones geoestratégicas que se imponen a la política del país.
Las «revoluciones de colores» se realizan bajo la bandera de la «democracia», pero no siempre desembocan en un proceso de democratización, ni de mayor libertad para los ciudadanos. En Georgia, dos años después del cambio de gobierno, el balance no resulta positivo. En primer lugar, la «revolución rosa» comenzó con el cuestionamiento del resultado de las elecciones parlamentarias, y terminó con el derrocamiento del presidente (9). Las elecciones presidenciales realizadas dos meses después dieron una aplastante victoria a Saakachvili (96% de los votos) seguida de una no menos contundente victoria de su partido en las legislativas (135 bancas sobre 150). Tales resultados hacen de la Georgia post-revolucionaria una república. de partido único.
Esperanzas frustradas
Por otra parte, las organizaciones de defensa de los derechos humanos denuncian que la policía sigue utilizando la tortura durante el período de detención preventiva (10); los periodistas reprochan al nuevo gobierno haber reducido singularmente la independencia y el pluralismo de la prensa. Algunos dirigentes y empresarios, a menudo cercanos al antiguo régimen, fueron acusados de malversación de fondos, detenidos, y liberados luego de haber pagado importantes sumas de dinero, que fueron transferidas al presupuesto del Estado. Los observadores críticos estiman que esos métodos -en los que el sistema judicial no interviene- son más cercanos de las tradiciones caucásicas de toma de rehenes que de la práctica moderna del Estado de derecho.
Pero la «Revolución rosa» también aportó algunos cambios positivos. La policía de tránsito, que estaba carcomida por la corrupción, fue totalmente reformada luego de varias purgas. El rendimiento impositivo mejoró. Tbilisi obtuvo de Moscú un calendario de evacuación de las dos últimas bases militares de la era soviética, que serán restituidas al país en 2008. El éxito más espectacular del nuevo régimen fue la recuperación del control sobre la república autónoma de Adjaria y de su próspero puerto, Batumi, provocando a la vez la fuga del dirigente separatista Aslan Abachidze. En cambio, Tbilisi fracasó en su tentativa militar para retomar el control de otra región en ruptura con el poder central: Osetia del Sur. Esa aventura dejó decenas de víctimas y puso a Georgia en peligro de caer en un nuevo ciclo de violencia «étnica». En síntesis, la «Revolución rosa» se preocupó más en reforzar el Estado que en impulsar la causa de la democracia.
En Ucrania, la «Revolución naranja» permitió que se impusiera la voluntad popular frente a un régimen corrupto. También logró modificar la imagen del país en el exterior, y le permitió entrar en el juego político europeo. Sin embargo, es difícil encontrarle otros méritos. Los escándalos que recientemente salpicaron a la familia del presidente ucraniano enfriaron el entusiasmo de la población aun antes de que los nuevos dirigentes pudieran enorgullecerse de haber provocado cambios en la vida de sus ciudadanos. Según Ronald Suny, profesor de Historia y especialista de la URSS en la Universidad de Chicago, «es evidente que no se trata de revoluciones sociales, sino de cambios políticos». Por lo tanto, las esperanzas de transformaciones de fondo probablemente se verán decepcionadas.
1 Jean-Marie Chauvier, «Múltiples piezas del tablero ucraniano», Le monde diplomatique, ed. Cono Sur, enero de 2005.
2 Régis Genté y Laurent Rouy, «Revoluciones no violentas», Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, enero de 2005.
3 Luego de la revolución, Zurab Zhvania accedió al puesto de Primer Ministro, transformándose así en el segundo personaje de Georgia. Murió en febrero de 2005 a raíz de un envenenamiento accidental con gas, según informaciones oficiales.
4 Sobre la Revolución del cedro en el Líbano, ver Alain Gresh, «El viejo Líbano se resiste al cambio», Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, junio de 2005. Sobre los problemas de democratización de los países árabes, ver Gilbert Achcar, «El ‘agujero negro’ de los Estados árabes», Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, julio de 2005.
5 Thomas Carothers, «The End of the Transition Paradigm», Journal of Democracy, John Hopkins University Press, Baltimore, enero de 2002. Alexander Cooley y James Ron, «The NGO Scramble», International Security, The MIT Press, Cambridge, verano boreal de 2002.
6 Vincent Jauvret, «Les faiseurs de révolutions», Le Nouvel Observateur, París, 25-5-05.
7 Serge Saradzhyan y Carl Schreck, «FSM Chief: NGOs a Cover for Spying», Moscow Times, 13-5-05.
8 En la lengua de Georgia, kmara significa «basta», mientas que pora quiere decir «ya es hora» en ucraniano. Copiando esos modelos, un movimiento de jóvenes adoptó el nombre de Kifaya, que significa kmara en árabe.
9 Lo mismo ocurrió en Kirguizistán en marzo de 2005. Sólo la revolución ucraniana se desarrolló dentro del contexto de una elección presidencial.
10 Human Rights Watch, «Torture Still Goes Unpunished», Nueva York, 13-4-05.
Traducción:
Carlos Alberto Zito