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La multinacional vaticana

Fuentes: Mientras Tanto

Propongo tomar a la Iglesia católica como lo que verdaderamente es. Una enorme multinacional. De hecho es posible que tengamos que considerarla la multinacional primigenia, pues su implantación planetaria se adelantó unos cuantos siglos a las grandes empresas mercantiles. Y sin duda sus pautas organizativas han sido copiadas, o han servido de aprendizaje y reflexión a las grandes mentes de la economía de la empresa (al igual que muchos estrategas militares modernos aprendieron de la experiencia de Julio César o Napoleón).

El movimiento antiglobalización tiene a las corporaciones transnacionales como uno de sus enemigos principales. Luchar contra ellas es hacer frente a la desmesurada concentración de poder que atesoran sus dirigentes y a los efectos negativos que genera su búsqueda, a toda costa, del enriquecimiento. La responsabilidad de estas grandes empresas es diversa, en función del tipo de actividad que desarrollan pero, en todo caso, su impacto es importante.

Propongo tomar a la Iglesia católica como lo que verdaderamente es. Una enorme multinacional. De hecho es posible que tengamos que considerarla la multinacional primigenia, pues su implantación planetaria se adelantó unos cuantos siglos a las grandes empresas mercantiles. Y sin duda sus pautas organizativas han sido copiadas, o han servido de aprendizaje y reflexión a las grandes mentes de la economía de la empresa (al igual que muchos estrategas militares modernos aprendieron de la experiencia de Julio César o Napoleón).

Hace pocos días, un experto internacional en márketing entrevistado en las páginas de La Vanguardia [de España] ponía el ejemplo del Vaticano por su capacidad de generar una marca local, con su olor, su música, sus rituales… entrando por los cinco sentidos. ¿Qué otra cosa sino propaganda son los excesos dorados del barroco, claramente opuestos a la austeridad protestante?

Si algo diferencia a la Iglesia del resto de multinacionales no es su organización compleja, su afán de expansión universal, sino el tipo de actividad en la que pretende alcanzar la hegemonía. No es que la iglesia desdeñe la riqueza (aunque su discurso sobre la pobreza pueda parecer lo contrario), sino que esta se sitúa en un plano más accesorio. Su objetivo principal no parece ser otro que conseguir el control de los comportamientos individuales, especialmente en aquellos aspectos más íntimos como el de la sexualidad o el control de la vida.

Su conocida misoginia no resulta baladí. El control de la sexualidad, la reproducción humana y la vida está en el centro de la lógica del patriarcado. Y la Iglesia católica es, al menos en las sociedades donde está implantada, uno de los pilares básicos del patriarcado. Basta comparar la laxitud y benevolencia con que la jerarquía eclesiástica aborda otro tipo de «pecados» (en especial la codicia) con el comportamiento radical con el que actúa cuando se trata de temas como la familia, la homosexualidad, o la eutanasia. Ahí no hay margen para los matices. El anatema suele ser fulminante. Excepto cuando los «pecadores» son los miembros de su propia burocracia, a los que se les toleran pederastias y otros excesos a cambio de mantener el dogma. Porque para la Iglesia lo crucial es mantener una fuerte presencia en los espacios donde se genera ideología, como es la escuela o los medios de comunicación.

El Vaticano está agitado. Son malos tiempos para promover la abstinencia sexual y decirle a la gente cómo debe morir. Hace tiempo que la Iglesia perdió la batalla con la ciencia y ésta ha dotado a la humanidad de medios que permiten un cierto control sobre decisiones vitales. No es casualidad que algunas sectas religiosas vuelvan a la carga con pseudoteorías como el creacionismo para minar la fuerza de un enemigo ancestral. Aunque resulte paradójico, el consumismo capitalista ha jugado también su papel, al promover un modo de vida en el que la busca del placer a corto plazo, la promoción del «todo es posible en el mercado», y la oferta de que es posible evitar el sufrimiento influyen sobre las percepciones y los comportamientos humanos. Por eso la Iglesia tiene un discurso anticonsumista. Y por ello los críticos al capitalismo debemos hilar fino en este campo, evitando la seducción de un falso aliado. Hay que combatir el despilfarro y la desigualdad inherentes al modo de vida del capitalismo maduro, pero ofreciendo respuestas que verdaderamente permitan a la gente gestionar su propio devenir vital.

Y sin duda han sido las largas luchas emancipatorias de la humanidad, las demandas igualitarias de hombres y mujeres las que más han hecho por minar el insoportable cerco represivo con el que la burocracia eclesial ha intentado moldear el devenir individual. De ahí que todas las ideologías y todos los movimientos que han tratado de articular este esfuerzo emancipador (liberalismo, comunismo, anarquismo, feminismo, movimiento homosexual, etc.) hayan padecido en algún momento la feroz respuesta del aparato católico. No parece que en el largo plazo esta reacción haya tenido éxito, como lo expresa el dato irónico de que es en los países del sur de Europa, los tradicionalmente «católicos», donde los comportamientos demográficos están más alejados del ideal de la procreación incontrolada que defiende el Vaticano.

Reconocer a la Iglesia católica como una multinacional peligrosa no supone situar a todos los creyentes en el mismo saco. Como toda gran construcción moral, la religión católica permite lecturas muy diversas y bajo la misma se arropan personas de distintos talantes. Y no es por tanto difícil encontrar en ese contexto tanto a personas verdaderamente comprometidas con la libertad y el bienestar humanos como a individuos que buscan un camino personal en, por ejemplo, las experiencias místicas. Muchas de estas personas han sido esenciales en los procesos de emancipación humana. Pero resulta patente que a menudo han sido estas personas las primeras que han experimentado en carne propia las reacciones represivas de su propia curia. Basta leer la historia de algunos de los grandes místicos españoles o analizar lo ocurrido con las figuras más prominentes de la «teología de la liberación».

Hoy la Iglesia vuelve a estar de cruzada. Éste y no otro es el contenido de los principales discursos de Ratzinger: conseguir que la religión vuelva a estar en el centro de la política. Empezando por introducir la «esencia cristiana» en la constitución europea. Y sobre todo realizando implacables movimientos en aquellos países donde se están adoptando medidas que atentan a sus intereses. La reciente crisis del Gobierno italiano se explica en parte por los movimientos de senadores afines a la Iglesia. Y el principal resultado de la crisis no ha sido otro que eliminar del calendario legislativo un cambio en las leyes sobre matrimonios. En España esta intervención es directamente obscena, con una emisora de radio como la COPE que defiende abiertamente posiciones antidemocráticas un día sí y el otro más.

La insoportable presión antidemocrática del Partido Popular tiene sin duda razones diversas, la principal la recuperación del gobierno. Pero uno de sus componentes más evidentes son los intereses de la Iglesia (que constituye además uno de los medios de enrolamiento al partido) en temas como la regulación del matrimonio, la presencia de la religión (católica por supuesto) en la escuela, su propia financiación o la regulación de la eutanasia. La movilización de la Iglesia ya le ha permitido sacar buenas tajadas, como el nuevo esquema de financiación pública, el generoso mantenimiento de la escuela concertada, o el mantenimiento del control sobre los profesores de religión (sentencia del Tribunal Constitucional incluida). Pero como al resto de multinacionales esto le parece poco y va a más. En el fondo, lo único que frenaría este empuje reaccionario sería la consecución de algún sistema de nacionalcatolicismo en el poder similar al de los clérigos chiís de Irán, o al de cualquier otro país donde la burocracia religiosa controla aspectos esenciales de la vida política.

Hoy la multinacional vaticana se erige como una de las mayores amenazas a las libertades. No sólo por las ideas que propugna. También por pactar interesadamente con quienes dinamitan cualquier avance democrático. Su crédito es en parte posible por la tibieza y el temor de sus oponentes. Al menos desde los años setenta, la izquierda no ha sido abiertamente laica. Quizás porque en los años finales del franquismo todos debíamos gratitud a los muchos curas que a menudo con mucho valor nos prestaban infraestructuras básicas para la acción clandestina. O por el simple hecho de que mucha gente de la izquierda provenía de corrientes cristianas progresistas con las que seguía manteniendo vínculos. O simplemente porque este fue otro de los grandes temas que quedó aparcado en busca de tiempos mejores. Pero hoy, que muchas de las demandas «morales» de la sociedad son básicamente laicas y que la Iglesia católica está jugando un papel de primera línea en el ataque a las libertades, resulta imprescindible recuperar la exigencia de la separación Estado-Iglesia, de defender en todos los terrenos unos derechos que nos protejan del poder de una de las multinacionales más poderosas y persistentes.