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Provocación en el Tíbet

Fuentes: Rebelión

La excelente campaña propagandística que desde hace años ha hecho del Dalai Lama un hombre bondadoso, pacífico, amante de la democracia y de la libertad del Tíbet, ha conseguido confundir a muchas conciencias. En realidad, Tenzin Gyatso, como se llama el Dalai Lama, es el último jefe espiritual de una secta lamaísta que, tras la […]

La excelente campaña propagandística que desde hace años ha hecho del Dalai Lama un hombre bondadoso, pacífico, amante de la democracia y de la libertad del Tíbet, ha conseguido confundir a muchas conciencias. En realidad, Tenzin Gyatso, como se llama el Dalai Lama, es el último jefe espiritual de una secta lamaísta que, tras la revolución comunista de 1949 en China vio cómo llegaba el fin de sus privilegios. El Tíbet anterior a 1949 era un territorio donde la mayoría de sus habitantes eran siervos; muchos, esclavos, que podían ser incluso vendidos, y donde la propiedad y la riqueza estaban concentradas en manos de una nobleza feudal y de los monjes de los monasterios. Los cambios políticos que llegaron con la revolución cambiaron por completo el escenario, y, ya en 1956, el Dalai Lama y su corte encabezaron una rebelión contra el gobierno revolucionario chino, armados y ayudados financieramente por la CIA norteamericana, insurrección que fue derrotada por el Ejército Popular chino en 1959. Las víctimas, en ambos bandos, de esa pequeña guerra civil fueron unas diez mil, no más de un millón como desvergonzadamente mantiene el Dalai Lama.

Nunca hubo una «invasión china» del Tíbet, como repite el fantasmagórico «gobierno en el exilio» del Dalai Lama, entre otras cosas, porque el altiplano tibetano era territorio chino desde siglos antes de que existieran todos los actuales países europeos. El Dalai Lama encabezaba un régimen tan bondadoso que tenía estipuladas penas para delitos que consistían incluso en arrancar los ojos a los condenados, cortarles los pies o las manos, y otros castigos semejantes. Aquel régimen pudo sostenerse por el aislamiento del Tíbet, por la decadencia de la China imperial y por la acción de potencias imperiales como Gran Bretaña que llegó a ocupar Lhasa.

Desde su derrota en 1959, el Dalai Lama se estableció en el norte de la India, «descubrió» la bondad de la democracia, y pasó a ser un peón estratégico en manos de Washington, que le ha financiado y ayudado diplomáticamente en el último medio siglo. Durante los años sesenta, Estados Unidos organizó y entrenó en técnicas guerrilleras y de sabotaje, incluso en territorio norteamericano (en Colorado), a grupos de tibetanos: hasta inicios de los años setenta, esos grupos, los khampas, que llegaron a tener enrolados a casi diez mil hombres, lanzaron regularmente ataques armados en el interior de China desde las bases que tenían en Nepal: al mismo tiempo, operaciones secretas de la aviación norteamericana abastecían de armas y explosivos a esos grupos.

La derrota de la insurrección de 1959, unida al nacionalismo y al irredentismo político de raíces religiosas de los monjes, ha sido utilizada en distintas ocasiones para organizar campañas de acoso y de descrédito de China; la última, a mediados de marzo de 2008. Contrariamente a las informaciones tendenciosas de la prensa conservadora internacional, las protestas y la «revuelta» en Tíbet no fueron pacíficas, y empezaron en los monasterios tibetanos de Drepung, Ganden y Sera: toda la provocación estaba perfectamente organizada. Los participantes en la revuelta sumieron a Lhasa en el caos, incendiaron la compañía eléctrica, dejando sin luz a la ciudad y organizaron un verdadero pogromo racista contra chinos han y comerciantes de la minoría musulmana que causó las víctimas ¡de las que después la prensa internacional ha hecho responsable al gobierno chino! Hay testimonios del linchamiento hasta la muerte de dos ciudadanos chinos han por parte de monjes y jóvenes tibetanos, y sabemos que cinco chicas perecieron abrasadas a consecuencia de uno de los incendios provocados por los monjes y grupos de tibetanos seguidores del Dalai Lama.

Contrariamente a las informaciones que nos han llegado, la policía china fue incapaz de controlar el feroz estallido de violencia, hasta el punto de que más de doscientos policías resultaron heridos, junto a cuatrocientos civiles. Más de cuatrocientos comercios fueron también saqueados e incendiados, y lo mismo ocurrió con siete escuelas y seis hospitales, así como con decenas de vehículos. La mayoría de la población tibetana no protagonizó esa siniestra explosión de aversión contra chinos han y musulmanes: fue obra de los seguidores del Dalai Lama. Las víctimas perecieron en esa orgía de odio y destrucción y no por la acción represiva de la policía china, como han querido hacernos creer.

El momento estaba perfectamente calculado: la proximidad de los Juegos Olímpicos amplifica el efecto del nuevo foco de tensión para Pekín, y, además, la calculada política norteamericana de presión a China (el único país que, en el siglo XXI, puede ser un rival estratégico para Washington) va a utilizar otras cartas para acosar a China. Pekín sabe que el progresivo fortalecimiento chino tiene puntos débiles que, sin duda, van a ser utilizados por Estados Unidos: Tíbet y el Dalai Lama, pero también los grupos islamistas de la región china de Xinjiang, que reciben oscuros apoyos; así como la posible creación de una crisis en Taiwan, e incluso la reactivación de la crisis nuclear en la península coreana, todos en la periferia de la República Popular china. Porque los hechos de Lhasa no han sido una «revuelta» de un pueblo oprimido, sino una provocación fríamente calculada, de la que el Dalai Lama y Washington conocen todos los detalles