Traducido para Rebelión por S. Seguí
«Para los pobres, el cambio significa alimento y empleo, no un código más permisivo en el vestir o el ocio… La política en Irán tiene mucho más que ver con la lucha de clases que con la religión.» Financial Times, editorial (15.6.2009)
Introducción
No hay prácticamente unas elecciones en las que la Casa Blanca tenga algo en juego, en las que la derrota electoral del candidato pro estadounidense no sea denunciada como ilegítima por toda la élite política y de los medios de comunicación. Últimamente, la Casa Blanca y sus seguidores proclamaron que había fraude en las elecciones libres (y supervisadas) celebradas en Venezuela y Gaza, a la vez que celebraban alegremente el éxito electoral en Líbano, a pesar de que la coalición liderada por Hezbolá recibió más del 53% de los votos.
Las elecciones iraníes del pasado 12 de junio son un ejemplo clásico: el candidato nacionalista-populista, Mahmoud Ahmadineyad, recibió el 63,3% de los votos (24,5 millones), mientras que el candidato de la oposición, apoyado por los países occidentales, Hosein Musaví recibía el 34,2% (3,2 millones). Estas elecciones alcanzaron una participación récord de más del 80% del electorado, con un número de votos provenientes del extranjero de 234.812, de los que 111.792 fueron a parar a Musaví y 78.300 a Ahmadineyad. La oposición liderada por Musaví no aceptó la derrota y organizó una serie de manifestaciones masivas que desembocaron en actos de violencia, como quema y destrucción de automóviles, bancos, edificios públicos y confrontaciones armadas con la policía y otras autoridades. Casi todo el espectro de comentaristas occidentales, entre otros los de los principales medios impresos y electrónicos, y los principales sitios Internet de tendencia liberal, izquierdista, libertaria y conservadora, se hicieron eco de la afirmación de la oposición de fraude electoral a gran escala. Los neoconservadores, los conservadores libertarios y los trotskistas se unieron a los sionistas para aclamar a los manifestantes de la oposición como avanzadilla de una revolución democrática. Demócratas y republicanos condenaron al gobierno iraní, se negaron a reconocer los resultados de la votación y dieron respaldo a los esfuerzos de los manifestantes por revocar el resultado electoral. El New York Times, la CNN, el Washington Post, el ministerio de Asuntos Exteriores de Israel y todos los líderes de las principales organizaciones judías estadounidenses pidieron sanciones más duras contra Irán y anunciaron la defunción del diálogo propuesto por el presidente Obama con Irán.
El timo del fraude electoral
Los líderes occidentales rechazaron los resultados porque sabían que su candidato reformista no podía perder… Durante meses publicaron diariamente entrevistas, editoriales e informes desde el terreno detallando los fallos del gobierno de Mahmoud Ahmadineyad y citando el apoyo aportado por los clérigos, ex funcionarios, comerciantes y sobre todo mujeres y jóvenes urbanos que hablan inglés, con el fin de probar que Hosein Musaví iba a ganar con toda facilidad. La victoria de éste se describía como la de las voces de la moderación, es decir, la versión de la Casa Blanca de este vacío tópico. Destacados académicos progresistas dedujeron que el recuento de los votos fue fraudulento porque el candidato de la oposición, Musaví, perdió en su propio enclave étnico azerí. Otros académicos aseguraron que el voto joven -basándose en entrevistas con jóvenes universitarios de clase media y alta de los barrios del norte de Teherán- estaban abrumadoramente a favor del candidato reformista.
Lo que resulta asombroso de la condena occidental general de los resultados electorales por fraude es que no hay ni asomo de pruebas sobre papel o fruto de la observación presentadas antes o una semana después del recuento. Durante toda la campaña electoral, no hubo ninguna acusación creíble (o incluso dudosa) de manipulación de votos. Mientras los medios occidentales creían su propia propaganda de una inminente victoria de su candidato, describían un proceso electoral altamente competido, con encendidos debates públicos y niveles sin precedentes de actividad pública, sin ningún obstáculo para el proselitismo. La creencia en una elección libre y abierta era tan fuerte que los líderes y los medios occidentales estaban convencidos de que ganaría su candidato favorito.
Los medios occidentales confiaban en sus reporteros que cubrían las grandes manifestaciones de los seguidores de la oposición, a la vez que ignoraban o quitaban importancia a las favorables a Ahmadineyad. Peor aún, los medios occidentales no prestaban atención a la composición de clase de las diferentes manifestaciones, sin percatarse de que el candidato presidente recibía el apoyo de la mucho más numerosa clase trabajadora pobre, los campesinos, los artesanos y los funcionarios, mientras que el grueso de las manifestaciones de la oposición estaba formado por estudiantes de clase media y alta y miembros de la clase profesional y de negocios.
Además, la mayor parte de las proyecciones de los líderes de opinión y reporteros occidentales basados en Teherán eran extrapolaciones de sus observaciones en la capital, y pocos fueron los que se aventuraron en las provincias, las poblaciones pequeñas y medias y los pueblos, donde Mahmoud Ahmadineyad tiene su base de apoyo. Asimismo, los seguidores de la oposición eran una minoría de estudiantes fácilmente movilizables para realizar actividades de calle, mientras que el apoyo de Mahmoud Ahmadineyad contaba con la mayoría de los jóvenes trabajadores, hombres y mujeres, y amas de casa, que expresaron su opinión ante las urnas y no tenían tiempo o ganas de participar en la política de la calle.
Una serie de expertos periodísticos, entre otros Gideon Rachman del Financial Times, afirma como evidencia del fraude electoral el hecho de que Mahmoud Ahmadineyad consiguiera el 63% de los votos en una provincia de lengua azerí, contra su oponente Musaví, de la etnia azerí. La suposición simplista es que la identidad étnica o la pertenencia a un grupo lingüístico es la única explicación posible del comportamiento electoral, y no otros intereses sociales o de clase. Una mirada más atenta al comportamiento electoral en la región de Azerbayán oriental iraní revela que Musaví ganó sólo en la ciudad de Shabestar entre las clases alta y media (y solo por un estrecho margen), mientras que fue derrotado estrepitosamente en las zonas rurales, en las que las políticas redistributivas del gobierno han contribuido a que los azeríes se librasen de las deudas, obtuviesen créditos asequibles y préstamos para los campesinos. Musaví ganó, es cierto, en la región de Azerbayán occidental, donde utilizó sus vínculos étnicos para conseguir el voto urbano. En la provincia de Teherán, densamente poblada, Musaví ganó a Mahmoud Ahmadineyad en los centros urbanos de Teherán y Shemiranat gracias a los votos de los distritos de clase media y alta, mientras que perdió por mucha diferencia en los suburbios cercanos de clase trabajadora, las pequeñas ciudades y las zonas rurales.
El énfasis en el voto étnico, superficial y distorsionado, que aportan los colaboradores del Financial Times y del New York Times para justificar que la victoria de Ahmadineyad se debe al «robo de votos» es equiparable a la negativa deliberada de los medios de comunicación a reconocer una encuesta de opinión, rigurosa y de ámbito nacional, llevada a cabo por dos expertos estadounidenses tres semanas antes de las elecciones, que mostró que Mahmoud Ahmadineyad tenía a su favor un porcentaje de votos de dos a uno, más incluso que el obtenido en su victoria electoral del 12 de junio. La encuesta reveló que entre los azeríes Ahmadineyad superaba en una proporción de dos a uno a Musaví, demostrando así cómo los intereses de clase representados por uno de los candidatos pueden vencer la identificación étnica del otro candidato (Washington Post 15.6.2009). El único grupo que apoyó decididamente a Musaví fue el de los estudiantes y licenciados universitarios, los comerciantes propietarios y la clase media alta. El voto de los jóvenes, que los medios occidentales presentaron como pro reformistas, fueron una clara minoría inferior al 30%, pero venían de un grupo privilegiado, conocedor de la lengua inglesa y con capacidad para hacerse oír, que gozó del monopolio de los medios occidentales. Su presencia abrumadora en las noticias de prensa occidentales creó lo que se ha calificado de síndrome del norte de Teherán, en referencia al confortable enclave de la clase alta de donde vienen muchos de estos estudiantes. Aunque sepan expresarse, vistan bien y hablen inglés correctamente, fueron vencidos con claridad en el secreto de la cabina de voto.
En general, Ahmadineyad obtuvo buenos resultados en las provincias petroleras y de la industria petroquímica, lo que podría ser un reflejo de la oposición de los trabajadores de esta industria al programa reformista, que incluye la privatización de empresas públicas. Del mismo modo, el presidente tuvo buenos resultados en las provincias fronterizas con su énfasis en el reforzamiento de la seguridad nacional ante las amenazas estadounidenses e israelíes, a la vista de una escalada de ataques terroristas patrocinados por Estados Unidos a partir de Pakistán, y de incursiones israelíes desde el Kurdistán iraquí, que han matado a docenas de ciudadanos iraníes. El patrocinio y la financiación masiva de los grupos que realizan estos ataques forma parte de la política oficial de EE UU desde el gobierno Bush, que no ha sido repudiada por el presidente Obama, al contrario, se han incrementado en el periodo previo a los comicios.
Lo que los comentadores occidentales y sus protegidos iraníes han ignorado es el fuerte impacto que las devastadoras guerras y ocupación de Iraq y Afganistán han tenido en la opinión pública iraní. La decidida postura de Mahmoud Ahmadineyad en materia de defensa contrasta con las adoptadas por muchos de los propagandistas de campaña de la ocupación, débiles y pro occidentales.
La gran mayoría de votantes de Ahmadineyad probablemente pensaron que los intereses de seguridad nacional, la integridad del país y el sistema de seguridad social, con todos sus defectos y excesos, estarían mejor defendidos y mejorarían con éste que con unos tecnócratas de clase alta apoyados por una juventud privilegiada pro occidental que anteponen los estilos de vida individuales a los valores comunitarios y la solidaridad.
La demografía de la votación revela una auténtica polarización de clase que ha enfrentado a un grupo de individualistas capitalistas de alto nivel de ingreso y orientación librecambista con una clase trabajadora de bajos ingresos, defensores de base de la economía moral en la que la usura y el beneficio están limitados por preceptos religiosos. Los abiertos ataques por parte de economistas de la oposición a los gastos sociales del gobierno, el crédito fácil y las altas subvenciones para los productos básicos de alimentación no han contribuido a congraciarlos con la mayoría de los iraníes que se benefician de dichos programas. Del Estado persiste la imagen de protector y benefactor de los trabajadores pobres contra el mercado, que representa la riqueza, el poder, el privilegio y la corrupción. Los ataques de la oposición contra la intransigente política exterior y posiciones que alienan a Occidente sólo fueron bien acogidos entre los estudiantes universitarios liberales y los grupos de negocios de importación y exportación. Para muchos iraníes, el rearme militar del régimen es visto como lo que impide un ataque estadounidense o israelí.
La escala del déficit electoral de la oposición debería indicarnos hasta qué punto está fuera de contacto con las preocupaciones vitales de su propia gente. Debería recordarles también que al acercarse a la opinión occidental se han alejado de los intereses cotidianos de seguridad, alojamiento, empleo y alimentos subvencionados que hacen la vida tolerable a los que viven por debajo del nivel de la clase media y fuera de las privilegiadas puertas de la Universidad de Teherán.
El éxito electoral de Ahmadineyad, visto en una perspectiva histórica comparada, no debería ser una sorpresa. En competiciones electorales similares en que se han enfrentado nacionalistas-populistas contra liberales pro occidentales, los populistas han ganado. Ejemplos del pasado serían Juan Domingo Perón, en Argentina, y, más recientemente, Hugo Chávez, en Venezuela, Evo Morales, en Bolivia, e incluso Lula da Silva, en Brasil, todos los cuales han demostrado su capacidad para conseguirse en torno o por encima del 60% de los votos en elecciones libres. Las mayorías votantes de estos países prefieren la seguridad social a los mercados sin trabas y la seguridad nacional al alineamiento con los imperios militares.
Las consecuencias de la victoria electoral de Mahmoud Ahmadineyad están abiertas a discusión. Estados Unidos puede sacar en conclusión que seguir apoyando a una minoría dotada de voz pero duramente derrotada tiene pocas perspectivas de conseguir concesiones en materia de enriquecimiento nuclear o de abandono del apoyo de Irán a Hezbolá y Hamás. Un enfoque realista sería abrir unas conversaciones amplias con Irán, y reconocer, tal como el senador John Kerry destacó recientemente, que el enriquecimiento de uranio no constituye una amenaza existencial para nadie. Este enfoque sería radicalmente diferente del de los sionistas estadounidenses instalados en el gobierno de Obama, que siguen la línea de Israel de promover una guerra preventiva con Irán y utilizar el espúreo argumento de que no hay negociación posible con un gobierno ilegítimo en Teherán, que ha robado las elecciones.
Acontecimientos recientes sugieren que los líderes políticos europeos, y algunos de Washington, no aceptan la argumentación de los medios sionistas de que ha habido elecciones robadas. La Casa Blanca no ha suspendido su oferta de negociaciones con el gobierno recién reelegido, pero se ha centrado en cambio en la represión de los opositores (y no en el recuento de votos). Del mismo modo, los 27 países que forman la Unión Europea han expresado su «seria preocupación por la violencia» y han instado a que «las aspiraciones del pueblo iraní se cumplan por medios pacíficos y se respete la libertad de expresión.» (Financial Times, 16.6.2009, p.4). Excepto Nicolas Sarkozy, ningún líder de la UE ha puesto en cuestión el resultado de los comicios.
El comodín en este epílogo de las elecciones es la respuesta israelí: Netanyahu ha indicado a sus seguidores sionistas estadounidenses que deben utilizar el timo del fraude electoral para ejercer una presión máxima sobre el gobierno de Obama para que ponga fin a todos sus planes de reunirse con el gobierno reelegido de Ahmadineyad.
Paradójicamente, los comentadores de Estados Unidos -de izquierda, derecha y centro- que se han tragado el timo del fraude electoral proporcionan, sin proponérselo, a Netanyahu y sus seguidores estadounidenses argumentos y mentiras: donde ven guerras religiosas, nosotros vemos lucha de clases; donde ven fraude electoral, vemos desestabilización imperial.
James Petras es especialista de la política sionista estadounidense y analista de la prensa judía israelí y estadounidense. Es también autor de Zionism, Militarism and the Decline of US Power, Clarity Press 2008
S. Seguí es miembro de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.