«El Premio Nobel de la paz incrementa el número de sus tropas en Afganistán». Es uno de los comentarios críticos que aparecen en un reciente número de la revista Newsweek, dedicado al conflicto afgano. «Esto podría ser el Vietnam de Obama», prosigue el comentarista. La estrategia sobre el conflicto es asunto que divide a los […]
«El Premio Nobel de la paz incrementa el número de sus tropas en Afganistán». Es uno de los comentarios críticos que aparecen en un reciente número de la revista Newsweek, dedicado al conflicto afgano. «Esto podría ser el Vietnam de Obama», prosigue el comentarista. La estrategia sobre el conflicto es asunto que divide a los informadores, a los políticos del mundo occidental y, por supuesto, a la Casa Blanca y su historia no es muy alentadora.
Estados Unidos apoyó a los afganos en su lucha por expulsar a los soviéticos y de ese apoyo surgió una guerrilla bien armada, muy pegada al terreno que, con Osama Bin Laden, se reconvirtió en un ejército islamista, los talibanes, que trataba, y aún trata, de descontaminar las naciones árabes de la influencia occidental, americana principalmente. Su fama saltó al escenario internacional con los ataques contra Estados Unidos del 11 de Septiembre del 2001 y esos ataques sirvieron de justificación para la guerra que hoy se libra en Afganistán.
Esa guerra tiene una extraña contradicción. Los americanos, con algunos aliados y el ejército oficial afgano, pelean por vencer a los talibanes y reconquistar el territorio. La misión de la Nato, en la que participa España, trata por su parte de reconstruir y pacificar el país, con el que supuestamente no está en guerra. Pero ni los talibanes ni la mayor parte de los afganos entienden esa doble misión y se declaran contra todos los extranjeros ocupantes.
Intentar aplicar fórmulas occidentales de democratización no parece funcionar. Afganistán ha sido, y aún es, una suma de tribus con sus líderes naturales que se resiste a la unificación bajo un gobierno central y que, desde luego, tiene sus propias maneras de negociar los asuntos del país. A esto se añaden dos circunstancias. Por una parte, Afganistán es el epicentro de una importante red de producción y distribución de drogas, que ningún poder local quiere eradicar sino más bien utilizar en su propio beneficio. Por otra, el islamismo militante funciona también en la vecina Pakistan, donde tienen sus núcleos de protección y apoyo y que aumenta los problemas de una región tradicionalmente conflictiva con la India.
Para terminarlo de complicar, Asia Central se comunica con el Medio Oriente al hacer suyo el conflicto palestino israelí donde Obama ha heredado una posición proisraelí que dificulta toda su estrategia asiática.
Algunos observadores atribuyen el conflicto asiático a una cuestión económica, las vías de acceso al petróleo, que produjeron, y aún lo hacen, importantes disidencias entre Rusia y los Estados Unidos, y que constituyen parte de la renegociación que Obama quiere hacer con Rusia y que ha empezado con una atenuación de los gestos agresivos de Bush con los escudos antimisiles.
Es un conglomerado de cuestiones que no parece tiene soluciones a corto plazo y en ningún caso, justifica la exacerbación del conflicto afgano.
Afganistán podría convertirse en el Vietnam de Obama pero éste es lo suficientemente perspicaz, o al menos así lo creemos algunos, para no empeñarse en misiones imposibles y buscar otras salidas. Hay que reconocer que el legado de Bush en política exterior está lleno de minas de efecto retardado y se hace necesaria una gran habilidad para irlas desactivando.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.