Todo esto de la intervención militar en Libia se está perfilando como algo menos auténtico que un euro de madera. De un lado tenemos ese lenguaje artificioso que habla de proteger a la población civil libia de Gadafi, cuando de hecho allí hay dos bandos armados y lo que persigue la acción extranjera es apoyar […]
Todo esto de la intervención militar en Libia se está perfilando como algo menos auténtico que un euro de madera. De un lado tenemos ese lenguaje artificioso que habla de proteger a la población civil libia de Gadafi, cuando de hecho allí hay dos bandos armados y lo que persigue la acción extranjera es apoyar a uno para que pierda el otro, y caiga el régimen. Sospechosamente, este dramático viraje tiene lugar al mismo tiempo en que se constata que la apuesta por la energía nuclear en tiempos de crisis ha quedado ampliamente cuestionada con la catástrofe de la central japonesa de Fuksuhima. Por si no quedaba clara la intención de echar mano al petróleo y gas libios, o evitar que Gadafi se lo venda en exclusiva a chinos e indios, ahí queda la abstención de las potencias emergentes en el Consejo de Seguridad, en contra del ataque. Dentro de unas semanas seguramente también deberemos preguntarnos por los 160.000 millones de dólares en divisas que el régimen libio tiene acumuladas en el país -Gadafi no confiaba mucho en los bancos extranjeros- y que tan bien le vendrían a algunos países europeos (es dinero contante y sonante) en estos tiempos de crisis.
De otro lado tenemos a un presidente Sarkozy en caída libre de popularidad en relación a «su propia gente», que necesita urgentemente el respaldo de un ataque internacional contra Libia para cubrir las espaldas de su precipitada decisión de reconocer al Consejo Nacional libio, cosa que no han hecho ni piensan hacer sus socios alemanes, y por algo será. Y de paso silenciar la amenaza de Gadafi de airear una buena colección de trapos sucios sobre la financiación de su campaña electoral. Realmente, el estadista francés está demostrando ser un personaje tan tóxico como el autócrata libio.
Mientras tanto, todo sucede en medio de eso que algunos tildan, ya un tanto ampulosamente de «ola revolucionaria» en los países árabes, y que de momento parecen «revoluciones de las dunas», porque hay mucho movimiento, pero el paisaje real cambia más bien poco. En Egipto siguen gobernando los militares, y es de temer que la intervención en Libia sea la justificación perfecta para no mover nada y seguir en el poder, por aquello de que «no es el momento», dado que el Ejército egipcio tiene su papel asignado en la intervención occidental en el vecino país. Por parte de la administración Obama, hace falta cara dura para hablar de protección a civiles y revoluciones democráticas en los países árabes cuando, al mismo tiempo, fuerzas especiales de Arabia Saudí han estado masacrando a los contestatarios de Bahrein. O sea que la santa ira de la comunidad internacional occidental se desata contra definiciones altamente selectivas de lo que son «mercenarios» y «ataques a población civil». Eso por no mencionar la población civil pakistaní que muere con regularidad debido a los ataques de los aviones no tripulados de los Estados Unidos, operados, por cierto, por una compañía privada de mercenarios. Pero es que, claro, a los rebeldes de Bahrein los apoya Irán. Y por cierto, a Gadafi le están echando una mano argelinos y sirios. O sea que vamos hacia un verdadero conflicto regional a gran escala, con precios del gas y petróleo en segura escalada vertical, y bajas civiles a caño libre.
Para concluir, un breve recuerdo para todos aquellos países en los que se produjeron intervenciones militares de las potencias occidentales, de esas que lo solucionan todo, pero que los llevaron a la estantería de los estados fallidos; por este orden: Somalia, Bosnia, Kosovo, Afganistán, Irak.
¿Forma todo ello parte de una serie de conspiraciones? El error es plantearlo así: con la perspectiva histórica que dan ya más de dos décadas, queda ya muy claro que desde 1990, inmediatamente después del final de la Guerra Fría, los Estados Unidos vienen desarrollando una estrategia coherente cuyo fin es implantar un modelo económico y político determinado, lo más parecido al suyo propio. Lo ha hecho por unos medios o por otros, aprovechando oportunidades o creándolas, usando del doble rasero o la profecía autocumplida, recurriendo a la potencia de sus medios de comunicación o al dinamismo de sus finanzas, o forzando revueltas e intervenciones militares cuando conviene. Las dos áreas que han sido objeto de atención preferente han sido los países del antiguo bloque del Este y ex repúblicas soviéticas, así como un Próximo Oriente más o menos extenso, según su propia y amplia definición.
Frente a esa ofensiva, la izquierda internacional ha podido y sabido hacer poco. La defensa de los restos del naufragio no es una estrategia con futuro, porque las piezas seguirán cayendo; y, como se ha podido comprobar, la gran crisis de 2008 tampoco ha servido para articular un fuerte movimiento anticapitalista internacional y menos aún, para refundar una nueva izquierda alternativa. Hacen falta nuevos pensadores universales, nuevas estrategias de alcance, renovar la vieja herencia de hace casi dos siglos. Las discusiones bizantinas sobre detalles o fracciones de los capítulos de esa historia que nos cuentan los periódicos, a base de intervenciones internacionales para ampliar el espacio neoliberal a golpe de bombas, no es sino una distracción, una táctica más de la gran estrategia general. El colofón según quieren hacernos creer es aquel acrónimo que enunció muy ufana Margaret Thatcher hace ya años: TINA: «There Is No Alternative».
Francisco Veiga – Eurasian Hub
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.