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La barbarie ataca Libia

Colonialismo del siglo XIX

Fuentes: Barómetro Internacional

Hace pocos días, en plena Feria del Libro (la FILVEN 2011) un gran amigo, en la ocasión de presentar su último libro (que trata justamente sobre imperialismo y barbarie) decía que cada vez que intentaba hablar sobre los sucesos en Libia, lo envolvía una indignación que cubría toda su capacidad de reflexión. Somos muchos quienes […]

Hace pocos días, en plena Feria del Libro (la FILVEN 2011) un gran amigo, en la ocasión de presentar su último libro (que trata justamente sobre imperialismo y barbarie) decía que cada vez que intentaba hablar sobre los sucesos en Libia, lo envolvía una indignación que cubría toda su capacidad de reflexión.

Somos muchos quienes compartimos esta indignación, así que para intentar algún análisis efectivo de lo que está sucediendo en África del Norte, es posible que tengamos que realizar algo similar a lo que Bertold Brech llamaba el «distanciamiento». Y una buena forma de comenzar es partir del origen de esta indignación a la que nos referíamos. A fin de cuentas en primera instancia el ataque a Libia no parece ser -desde un punto de vista desapasionado- más que una nueva acción de fuerza imperial en la búsqueda de asegurarse los recursos básicos que hoy hasta con desesperación, necesitan las potencias centrales. ¿Por qué entonces esta situación nos provoca, además de la inevitable reacción de rechazo, esta particular ofuscación? Es posible que una de las razones se encuentre precisamente en el modo en que se ha realizado esta acción.

A través de la historia, el dominio de las minorías dominantes sobre las grandes masas de población ha sido concretado fundamentalmente a través de dos sistemas paralelos: la fuerza y la persuasión. Cada civilización humana ha combinado estas dos variables en proporciones diferentes en cada caso. En nuestra civilización, durante el siglo XX, y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, el mecanismo de la persuasión ha sido el predominante (sin que hubiera desaparecido nunca el factor de la fuerza). El inmenso y exponencial crecimiento de los medios de comunicación de masas han permitido que en este principio de Siglo XXI, una red corporativa de medios maneje y proponga no sólo la información de la que disponen los habitantes del planeta, sino también los valores, las aspiraciones, las creencias y en definitiva la visión del mundo de las grandes mayorías.

Para ello, una parte de la convicción radica en la implantación de ideas y creencias que conforman parte de esa «realidad virtual» que permite la dominación. «Comunidad internacional», «Naciones Unidas como tribuna abierta a la convivencia de todas las naciones», «Vigencia y defensa de los derechos humanos», «Derecho Internacional», «Defensa de la democracia», son algunas de estas ideas difundidas cotidianamente como parámetros reales por la red de medios.

En este caso, y por razones que veremos más adelante, las decisiones tomadas por las potencias centrales se han saltado a la torera todos estos mitos, y han actuado descarnadamente, sin haber mantenido al menos las formas que permitieran dar un mínimo de credibilidad a las razones motivadoras de estos ataques. Es posible entonces que parte de nuestra sorpresa e indignación esté motivada por la vuelta a una forma de actuar que parecía estar erradicada desde hace más de un siglo. La guerra emprendida abiertamente por voracidad y depredación, sin ningún tipo de justificación «ideológica». Ese fue el estilo imperial de las potencias europeas durante todo el siglo XIX.

El último gran ejemplo de ello ocurrió en 1900 cuando la Rebelión de los Boxers en China. En una China ya humillada y depredada por Europa, que fuera derrotada en dos guerras del Opio por Inglaterra (a la que se sumaron Francia y Portugal) y obligada a aceptar la droga que desde la India introducían los comerciantes europeos, y que además había perdido grandes extensiones de territorio (Hong Kong, Macao), se alzaron los boxers, un movimiento nacionalista que proponía la reivindicación de lo chino y la expulsión de los extranjeros (que estaban también, a través de misioneros católicos y protestantes, avasallando la cultura tradicional del país). Una expedición integrada por Inglaterra, Francia, Alemania, Austria-Hungría, Italia, Estados Unidos, Rusia y Japón invadió China, derrotó al ejército Imperial, dejó a su paso tierra arrasada y llegó hasta Pekín, que no sólo fue ocupada, sino en la cual también la fuerza expedicionaria realizó saqueos, destrucción, asesinatos y violaciones. Finalmente la «coalición» obligó al débil gobierno Imperial Manchú a firmar nuevos «tratados desiguales» que beneficiaban directamente a cada una de las naciones agresoras. No se concretó una nueva apropiación de territorio chino porque los invasores no lograron ponerse de acuerdo en el reparto. Todo esto se realizó (y pudimos leerlo en periódicos de la época) para «dar una lección a estos asiáticos que se permiten cercar embajadas europeas en Pekín». El propio Kaiser Guillermo había exhortado a sus tropas a «hacer que la palabra «alemán» sea recordada en China durante mil años, de manera que ningún chino vuelva a atreverse siquiera a mirar mal a un alemán».

De golpe Europa ha asumido sus viejas mañas con esta manera de actuar. A instancias del gobierno francés, y con toda la presión de los Estados Unidos, una escuálida sesión del Consejo de Seguridad de la ONU aprobó, en menos de media hora y sin ninguna discusión de fondo, una resolución que dio carta blanca a algunas naciones no determinadas para tomar las «acciones y medidas que sean necesarias» sobre Libia. Las dos potencias con poder de veto -Rusia y China- que no votaron a favor de la resolución hicieron mutis por el foro y se «abstuvieron» en una votación sin votos en contra, con diez a favor y cinco abstenciones. Dos días después en una reunión muy concurrida en el Palacio del Eliseo en París, se dieron cita los representantes de las potencias europeas y la canciller imperial, también representantes de países árabes, y hasta Papandreu de Grecia e incluyendo a algunos funcionarios de la OTAN y la Unión Europea y entre todos decidieron la suerte de Libia. Después nos enteramos que los aviones franceses -que fueron los primeros en atacar a Libia- ya estaban en el aire en ese momento. Allí mismo, un triste y lamentable «Secretario General de las Naciones Unidas» participó cumpliendo con eficacia el papel de fiel servidor de los intereses de las naciones europeas.

Ni el gran halcón de George W. Bush fue capaz de actuar en esta forma. Recordemos el bombardeo al que nos sometieron los medios corporativos creando durante más de un mes la matriz de opinión de la necesidad de atacar a Saddamm Husein, argumentando sus supuestos vínculos con Al Quaeda, y las vergonzosas intervenciones de Colin Powell frente al Consejo de Seguridad de la ONU (televisadas en directo) mostrando las supuestas pruebas de la presencia en Irak de unas armas de destrucción masiva que nunca fueron halladas.

Pero evidentemente en este caso la urgencia dictada por varias razones echó fuera todo consideración «de estilo». El apremio de Sarkozy por remontar unas encuestas que lo estaban mostrando como posible perdedor en las próximas elecciones frente a la ultraderecha representada por la hija del neofascista Le Pen; la inmensa necesidad -dentro de la gran crisis económica que vive Europa- de asegurarse una tajada segura y cada vez mayor de un petróleo que está a la mano en una orilla del Mediterráneo; la posibilidad de ajustar viejas cuentas con un Kadaffi que si bien en los últimos veinte años venía coqueteando con Occidente (y haciendo grandes favores económicos como salvar económicamente a la Fiat de Agnelli y otras grandes compañías, o financiar la campaña política de Sarkozy) seguía de todas formas siendo una posible molestia; también la oportunidad de disponer (gracias al embargo auspiciado por la resolución del Consejo de Seguridad) de unos millonarios fondos del estado libio depositados en Europa; o la necesidad de intervenir antes que Kadfaffi -tal como lo estaba haciendo- lograra sofocar la rebelión interna; son algunas de esas múltiples razones que precipitaron el ataque y le dieron necesariamente este carácter de «invasión bárbara» (en una especie de tardío mea culpa el gobierno ruso se lamentó de la guerra y Vladimir Putin habló de una «moderna cruzada» de Occidente).

No sabemos de qué manera terminará esta aventura. Hay varios escenarios posibles. No será fácil invadir Libia (ya está más que probado que el uso de la aviación y de la alta tecnología no es suficiente, que para tomar un país es necesario, aún hoy, ocuparlo con infantería). Ya Obama declaró, mientras realizaba su visita a Brasil, que se comprometía a no enviar tropas -algunos analistas creen que no tiene ya la capacidad para hacerlo, ni en efectivos ni en dinero para la logística- así que toda posible invasión correría por cuenta de tropas europeas. Últimamente todos los intentos de invasión (Irak, Afganistán, los Balcanes) han terminado en un pantano para los invasores. Aún al día de hoy, a ocho años de haber invadido Irak, los Estados Unidos no logran extraer el petróleo que fue una de las principales razones que los llevó a Mesopotamia. Por otra parte, no está muy claro cual es hoy la situación real interna de Libia.

Pero aún con la posibilidad de que se concreten otros escenarios más favorables a los intereses de las grandes corporaciones y de los gobiernos de las potencias imperiales, creemos que todo este asunto puede tener una cara positiva para aquellos que creemos en la libertad de los pueblos y el antiimperialismo. El apresuramiento, la caída evidente de las máscaras (en conferencia de prensa a la salida de la reunión en el Elíseo, Hillary Clinton no pudo contestar una pregunta directa sobre las verdaderas razones del ataque), el riesgo evidente de que las grandes mayorías de los países centrales (cosa que ya parece estar sucediendo en los Estados Unidos) estén en desacuerdo -al no haber existido la persuasión necesaria- con esta nueva guerra; parecen realmente ser síntomas del debilitamiento extremo del sistema de dominación.

No es casual que en la historia, el derrumbe de los Imperios haya sido siempre coincidente con su mayor capacidad o despliegue de fuerza militar (el ejemplo más cercano es Roma en la cuarta centuria, pero Arnold Toynbee en su Estudio de la Historia nos muestra varios ejemplos más). Aparentemente, el triunfo imperial, si bien aparentemente parece apoyars en la fuerza, tiene siempre causas subyacentes que la trascienden. El uso exclusivo de la fuerza no tiene continuidad histórica.

Es muy posible que la crisis económica, la crisis de valores, la pérdida de credibilidad en las instituciones, finalmente estén mostrando al descubierto la debilidad de un status quo al que por lo que vemos, sólo le está quedando el recurso de la violencia. Si a lo que está aconteciendo en Libia le agregamos la gira de Obama por Latinoamérica, el inmenso desastre del Japón, la continuidad de la caída del sistema económico internacional y demás caras de la crisis, parecemos estar viviendo en nuestro sistema-mundo un momento coyuntural gestador de inmensos cambios.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.