Venezuela y Ucrania, muy lejos en el mapa pero a un paso del ogro fascista. En ambos países se dirime una intensa y feroz lucha de clases, atizada por la geoestrategia militar de EE.UU. y la hipocresía civil de la Unión Europea, implicados directamente, pero bajo subterfugios informativos ideológicos, en la desestabilización social de sus […]
Venezuela y Ucrania, muy lejos en el mapa pero a un paso del ogro fascista. En ambos países se dirime una intensa y feroz lucha de clases, atizada por la geoestrategia militar de EE.UU. y la hipocresía civil de la Unión Europea, implicados directamente, pero bajo subterfugios informativos ideológicos, en la desestabilización social de sus estructuras políticas. Y la izquierda mundial, callada, a verlas venir, instalada en la mesura cómplice de observar los acontecimientos como una novela de misterio con final incierto.
Desde Hugo Chávez, la izquierda ha ganado diecisiete rondas en las urnas a la derecha y la oligarquía venezolana e internacional que la financiaba bajo cuerda. No es suficiente para las elites globales vencer voto a voto y en sucesivas ocasiones. Sus intereses y beneficios financieros están en entredicho y Venezuela es un mal ejemplo a escala mundial para las clases trabajadoras. La democracia occidental solo aprueba las elecciones y consultas que otorgan mayorías a los suyos, las derechas y las socialdemocracias de corte colaboracionista.
En el caso de Ucrania, los alborotos han tenido mentores cualificados, la CIA con la connivencia de la OTAN y Bruselas. En las manifestaciones violentas de Kiev estaban en primera fila las esvásticas nazis y los símbolos fascistas, eran la vanguardia guerrera y altisonante de las mistificaciones reivindicativas. Bajo los estandartes fascistas se guarecían Washington y la Unión Europea para intentar detener la influencia de Rusia en la región. La OTAN quiere que el país se convierta en un telón de acero antirruso que sirva de frontera férrea al poder de Moscú.
Kiev y Caracas son laboratorios de los nuevos golpes que se avecinan en el nuboso horizonte del neoliberalismo. En Ucrania, más o menos ya lo han conseguido, aunque queda tela por cortar en términos políticos. Se pretende por parte del imperialismo yanqui y la diplomacia europea encarcelar a Rusia en su espacio propio, estrangulando sus capacidades de expansión económica y comercial a los países colindantes y de cooperación con otros más alejados de su entorno próximo. Crear problemas graves a Moscú es mantenerla con las manos atadas para cercenar su influencia internacional.
Respecto a Venezuela, el miedo que subyace en las elites mundiales es que su estela de contagio contamine a otros países sudamericanos y haga florecer izquierdas más creativas y auténticas que atraigan a las masas trabajadoras, asimismo en territorios muy dispares, en detrimento de las viejas soluciones de izquierda conchabadas con las derechas patriotas y nacionalistas. El ejemplo venezolano hay que segarlo a cualquier precio. De ahí, los intentos actuales de provocar algaradas extremistas para remover los cimientos del socialismo del siglo XXI preconizado por Chávez y Maduro.
La desinformación en Occidente está siendo colosal acerca de los dos países referidos. Todos los medios de comunicación, salvo excepciones puntuales, se emplean a fondo en presentar como caos los hechos que vienen sucediéndose en las calles de Venezuela y Ucrania. Se dice que los manifestantes de Kiev ansían integrarse en Europa, sin analizar los entresijos de la compleja y contradictoria realidad al tiempo que tapan las banderas nazis y fascistas que se enarbolan y ondean al viento todas las jornadas desde su inicio hace ya algunas semanas. Por lo que se refiere a Venezuela, se hace caso omiso de los currículos de los líderes ultraderechistas de clase alta, vendiéndolos mediáticamente como personajes intachables que solo luchan por la libertad de su pueblos. A ello hay que sumar el desabastecimiento criminal urdido por el empresariado venezolano más reaccionario con el propósito de provocar escasez y una alarmante subida de precios en productos básicos de la cesta de la compra. La tendenciosidad y falsedad de las informaciones resultan clamorosas, pero la inmensa mayoría de las gentes occidentales tienen pocos recursos alternativos independientes para contrastar las noticias difundidas. El monopolio ideológico de los mass media impide informarse con mayor objetividad.
Lo que extraña, no obstante, es que la izquierda transformadora europea, también la española, y presuponiendo que esa izquierda exista realmente, no haya procurado ofrecer versiones más ajustadas a los hechos narrados, incluso instando movilizaciones en apoyo y ayuda a los pueblos de Ucrania y Venezuela. La pasividad es elocuente, dando la sensación de que quien calla otorga. ¿Dónde ha quedado el internacionalismo de otras épocas, santo y seña de la izquierda más allá de las distintas sensibilidades que caben en dicha acepción?
Desde la guerra de Irak en 2003, la atonía insolidaria preside la agenda internacional de la izquierda europea. Hasta Palestina y el Sáhara han caído en el olvido. La globalización neoliberal ha dictado el fin de la historia y la izquierda ha hecho suya esta tesis de modo subliminal. Solo es importante lo doméstico, los datos macroeconómicos, volver al Estado del Bienestar y superar como sea la crisis actual. Su visión emancipadora de conjunto ha perdido fuelle o se ha hecho trizas, reduciendo su campo de acción a menesteres exclusivamente locales.
Estrecha visión de la izquierda es aquella que únicamente guía sus actuaciones por lo inmediato, lo que puede tocarse en una mirada próxima. La ausencia de teoría coherente es la causa de esta situación tan endeble y meliflua. La izquierda no sabe salir de la palabra capitalismo, no tiene alternativa ni modelo social que oponer a las castas globalizadas. Entienden la democracia parlamentaria sesgada por la corrupción inherente al sistema como la meta inefable de la política. Han cambiado el dogmatismo de las esencias éticas por la moral numantina de la paz social a cualquier precio.
Todo lo que sucede en el mundo trae consecuencias en las esferas locales. Que Venezuela sea arrastrada a morder la dictadura de los mercados significará una victoria más de la derecha internacional. Sin Caracas, la izquierda será más pobre y las clases trabajadoras volverán a caer en la impotencia política sometidas al yugo de las alternancias seudodemocráticas sugeridas por el FMI, Washington y Bruselas. Que Ucrania se eche en brazos de los designios de EE.UU. y la Unión Europea puede suponer una tensión en aumento sostenido en la frontera con Rusia, una segunda guerra fría de consecuencias futuras impredecibles. La guerra, en sus diferentes actualizaciones heladas o calientes, es una forma de gestionar la realidad para quebrar de cuajo las expectativas de un mundo más solidario y justo. Las conflagraciones bélicas siempre rinden jugosos beneficios a las elites. Después de una buena guerra, una excelente reconstrucción vendrá para que el régimen capitalista regrese por sus fueros a dominar el teatro mundial. Venezuela y Ucrania son piezas de enorme valor estratégico en el porvenir a la vuelta de la esquina que marcarán el rumbo que tomará el mundo desde ahora mismo. Mucho está en el tablero geoestratégico; mucho se juega la izquierda en ello. Si continúa en sus trece de escurrir el bulto y centrarse en batallitas domésticas y dimes y diretes sin fuste ni peso político e ideológico, el panorama internacional podría dar un vuelco radical. Con la izquierda europea de invitada segundona, pero sin voz ni voto reales.
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