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Alemania, año quince

Fuentes: Rebelión

Cuando se cumplen quince años del desmantelamiento del muro berlinés, Alemania se enfrenta a un conjunto de problemas que amenazan su estabilidad política y económica, y cuyas repercusiones van marcar su futuro inmediato. A las movilizaciones obreras, al chantaje empresarial que pretende, con el pretexto de la competitividad y la globalización, imponer reducciones salariales y […]

Cuando se cumplen quince años del desmantelamiento del muro berlinés, Alemania se enfrenta a un conjunto de problemas que amenazan su estabilidad política y económica, y cuyas repercusiones van marcar su futuro inmediato. A las movilizaciones obreras, al chantaje empresarial que pretende, con el pretexto de la competitividad y la globalización, imponer reducciones salariales y aumentar las horas de trabajo, a las dificultades financieras, se unen las reclamaciones obreras y ciudadanas en los territorios de la antigua República Democrática Alemana. La chispa de la protesta ha prendido en Alemania.

Varios asuntos están en el origen del extendido descontento. El gobierno de coalición del SPD con los verdes ha impuesto una reforma laboral (que denominan Hartz IV, por el nombre del jefe de personal de la empresa automovilística Volkswagen que lanzó la propuesta), que recorta el subsidio de desempleo. De hecho, con la excusa de la reforma del Estado del bienestar -paso inevitable para su mantenimiento, según defienden los portavoces del gabinete de Schröder- el gobierno de coalición socialdemócrata-verde ha lanzado el más duro golpe de los últimos treinta años contra las conquistas sociales y contra las condiciones de vida de los trabajadores alemanes. Como ha ocurrido en otros países, la socialdemocracia alemana ha adoptado muchos de los puntos de vista liberales.

Mientras sindicatos y organizaciones sociales debatían la inoportunidad de esa reforma, los empresarios han coincidido en el lanzamiento de una ofensiva patronal que pretende reducir los salarios en las fábricas. A las reducciones salariales en Siemens, que han ido acompañadas de un aumento de las horas de trabajo (de 35 a 40 horas, nuevamente, sin que ello comporte aumento salarial alguno); a las exigencias de la dirección de Volkswagen (que pretende una congelación salarial durante dos años, y que, además, ha amenazado con que treinta mil empleos pueden estar en peligro, si los obreros no aceptan los planes de la empresa); al chantaje de Opel, la filial alemana de General Motors, que pretende aumentar las horas de trabajo sin ningún incremento salarial, se unen otras exigencias, en algunas casos ya impuestas, como la de introducir salarios más bajos para los nuevos trabajadores y, a ese coro, se añaden, además, voces empresariales que amenazan con trasladar fábricas a Sudáfrica, al Este de Europa, o a Asia, como ya han hecho los fabricantes de componentes para la industria automovilística. Volkswagen ha anunciado, por ejemplo, la constgrucción de una planta en el dictatorial emirato de Abu Dhabi. Son apenas unos ejemplos en las grandes industrias. Como era de esperar, las protestas obreras de las últimas semanas han sido multitudinarias: decenas de miles de trabajadores de Daimler-Chrysler, por ejemplo, se han manifestado por las calles de las ciudades alemanas, y la insatisfacción y el descontento crecen.

La decepción ciudadana con la política impulsada por la coalición gobernante, mal llamada rojiverde, está llevando a una sangría de votos a la socialdemocracia, y aunque los verdes no parecen acusar en igual medida el desgaste, no hay duda de su complicidad con esa política contraria a los intereses obreros y de claros tintes antipopulares, actitud, por otra parte, de la que deberían tomar nota quienes en Cataluña postulan a los verdes alemanes como un ejemplo acabado del progresismo político europeo. El gobierno alemán responde a las protestas obreras entonando la salmodia de la competitividad, de los riesgos de la globalización y de los imperativos económicos: tretas para justificarse y para sembrar el miedo entre la población. Hans Eichel, ministro de Finanzas, lanzó a mediados de septiembre una advertencia pública al declarar que, si no se aceptan las reformas sociales del gobierno, Alemania puede sufrir un verdadero desastre financiero. «Si no se aprueban las reformas, nos arruinamos», mantuvo el ministro, sin advertir la ironía de que estaba hablando de unas «reformas sociales» que nada tenían que ver con aquellas que, en la historia del siglo XX europeo, eran sinónimo de avances progresistas. Para el decidido gobierno rojiverde, que pervierte hasta el lenguaje, las reformas sociales apenas son limitaciones y pérdida de derechos obreros y ciudadanos.

A esa situación de ofensiva empresarial y gubernamental, se ha unido la creciente evidencia de las promesas incumplidas con los habitantes de la antigua RDA. Los paisajes florecientes que prometió el canciller Kohl para forzar una tramposa unificación de las dos Alemanias, son, quince años después, en el Este del país, un compendio de desempleo, frustración y mentiras. Porque el descontento de los ciudadanos de la antigua RDA es inocultable para toda Alemania: según un reciente informe de la Oficina Federal de Estadística, la mayoría de los habitantes del Este está en desacuerdo con el sistema capitalista alemán, y se muestran descontentos con su funcionamiento, al tiempo que un 76 por ciento sigue pensando que el socialismo es una buena idea, aunque fuera deficientemente aplicada. Así, no es extraño que, en las regiones de la antigua RDA, decenas de miles de ciudadanos se manifiesten cada lunes para protestar contra los planes del gobierno Schröder. Las manifestaciones reproducen lo que sucedió en la RDA hace quince años, pero ahora el destinatario de las protestas es el contrario que entonces: ahora es el capitalismo.

Mientras eso ocurre, la prensa sensacionalista alemana, con el Bild Zeitung a la cabeza, carga contra las protestas de los ciudadanos, recurriendo a todos los tópicos de la guerra fría, mientras lanza campañas en las que presenta a la antigua RDA como una siniestra cárcel, sin reparar en que, quienes protestan en las calles, saben perfectamente lo que era el Estado socialista alemán. La prensa no se detiene ahí: restriegan en la cara de los ciudadanos del Este las multimillonarias transferencias de recursos financieros que cada año van desde el Oeste hacia el Este, estimadas en más de 80.000 millones de euros. Pero los medios de comunicación olvidan, interesadamente, que la destrucción de la industria de la RDA, que está en el origen de la crisis actual, sólo puede achacarse al viejo gobierno de Bonn, que estaba más interesado en destruir la estructura social y productiva de la RDA que en asegurar una vida digna a los ciudadanos; como olvidan que, quince años después de aquellas promesas de Bonn, el Este de Alemania se enfrenta a unas cotas de desempleo que se encuentran entre las más altas de Europa, casi un 20 por ciento de la población, frente al pleno empleo que imperaba en los años del socialismo real. Esa vergonzosa manipulación de los medios de comunicación ha llevado al propio Lafontaine, un dirigente socialdemócrata enfrentado hoy con Schröder, a recordar que la política del gobierno de Bonn comportó la destrucción de la industria de la RDA.

En esa situación de crisis abierta y de temor ante el futuro, no es extraño el crecimiento del voto comunista, que va unido al retroceso del SPD: ya en las últimas elecciones al Parlamenteo Europeo, los socialdemócratas obtuvieron su peor resultado de los últimos cincuenta años: un 21’5 por ciento de los sufragios, y todo apunta a que los problemas de Schröder y del capitalismo alemán van a aumentar. Hay que recordar que los propagandistas de la mal llamada globalización, argumentaron durante años que ese proceso sería beneficioso para el conjunto de la población mundial: no está siendo así, y los trabajadore alemanes lo están constatando. A las mentiras sobre la unificación alemana, a la persecución de los comunistas en las instituciones del Estado, al intento de acabar con la historia de la Alemania socialista (con el proyecto, por ejemplo, de demoler el antiguo Palacio de la República, sede de la presidencia de la república durante los años de la RDA), se unen las mentiras de la globalización capitalista, que no implican una mejora de las condiciones de trabajo sino una reducción de las conquistas sociales. Al margen de la resolución momentánea de la crisis y de la reforma laboral, una evidencia empieza a abrirse camino en Alemania: hoy los manifestantes son miles; mañana, serán millones.