España y América Latina se nos presentan como dos grandes desconocidos que creen conocerse demasiado bien. Ello, inevitablemente, se transforma en una importante fuente de equívocos. España visualiza a Hispanoamérica desde la visión que tiene de sí misma como antigua metrópoli imperial. Hispanoamérica visualiza a España a partir de los elementos que conforman su propia […]
España y América Latina se nos presentan como dos grandes desconocidos que creen conocerse demasiado bien. Ello, inevitablemente, se transforma en una importante fuente de equívocos. España visualiza a Hispanoamérica desde la visión que tiene de sí misma como antigua metrópoli imperial. Hispanoamérica visualiza a España a partir de los elementos que conforman su propia identidad. En ambos casos, sin embargo, cada quien mira hacia su interior y no hacia el otro. Lo cierto es que no podría ser de otra manera, habida cuenta de la profunda bifurcación histórica que se produjo a partir de las independencias hispanoamericanas. De las dos situaciones, la primera resulta sin duda la más peculiar
Con la manifiesta excepción de Cuba y Puerto Rico que permanecerían bajo control español hasta 1898, el contacto efectivo entre España e Hispanoamérica cesa a partir de la batalla de Ayacucho en 1825. A partir de ese momento España se va de la región para no saberse más de ella como factor de influencia, por casi 170 años. Su vacío será llenado por otros. Inicialmente por Gran Bretaña y luego por Estados Unidos. No faltará, desde luego, el impulso depredador francés en tiempos de Napoleón III.
De hecho, a lo largo del resto del siglo XIX y gran parte del siglo XX, España tendrá un menú completo de problemas en el plano doméstico como para preocuparse por mantener algún tipo de presencia en América Latina. Desde las guerras carlistas hasta los cuarenta diferentes ministerios y dieciocho pronunciamientos o intentos de pronunciamiento militares, en tiempos de Isabel II. Desde el derrocamiento de la monarquía borbónica hasta la instauración de la Primera República. Desde la instauración y caída de la Casa de Saboya hasta el regreso de la Casa de Borbón. Desde la guerra con Estados Unidos hasta la guerra del Rif. Desde la semana trágica de 1909 hasta la dictadura de Primo de Rivero. Desde la segunda caída de los Borbones hasta la instalación de la Segunda República. Desde los avatares de la República hasta la Guerra Civil. Desde el bloqueo hasta la introspección nacional en la era franquista. El declive español, iniciado a partir de 1640 como resultado de los excesos del Conde Duque de Olivares, encontrará su mayor fase de aceleramiento durante buena parte de los siglos XIX y XX.
Por su parte América Latina iniciará, tras el descabezamiento del orden colonial español, una angustiosa búsqueda de su propia identidad. Dos corrientes de pensamiento se iniciarán en este momento. La primera, originaria de Venezuela, intentará buscar respuestas enfatizando la propia especificidad racial y dando forma a instituciones amoldadas a las propias realidades, que en nada se parecían a las de Europa. Bolívar y su maestro Simón Rodríguez serán factores motrices de esta escuela de pensamiento. A ella se sumarán más tarde, con las variantes del caso, figuras como Martí en Cuba o Vasconcelos en México. Al otro extremo encontraremos la ruta representada por Santander en Colombia, Sarmiento o Alberdi en Argentina o, en general, por los positivistas de la segunda mitad del Diecinueve y comienzos del Veinte. Ellos veían en los patrones culturales europeos, y particularmente en los anglosajones, la alternativa natural para elevarnos de nuestras limitaciones como pueblo.
A pesar de sus diferencias evidentes, las dos corrientes anteriores tendrán como denominador común su rechazo al orden heredado de España. El hecho mismo de que los habitantes de la América Meridional hallan decidido aceptar el calificativo de latinoamericanos, resulta en sí mismo altamente significativo. Se trataba de un concepto emanado de la Corte de las Tullerías, en el momento mismo en que Napoleón III buscaba encontrar un vínculo de identidad común que le permitiera sustentar sus apetitos imperiales sobre la América Hispana. El que una noción de clara raigambre imperial haya sido tan fácilmente aceptada, sólo puede explicarse por el hecho de que la misma permitía emparentar directamente con las matrices civilizatorias occidentales circunvalando a España.
Así las cosas, España y América Latina evolucionaron dándose la espalda. Desde luego, de las dos partes quien mayor conocimiento tuvo de la otra fue con mucho Iberoamérica. Las migraciones políticas y económicas provenientes de España, a finales del XIX y durante la primera mitad del XX, permitieron incorporar a los nuevos llegados como parte de nuestro acervo humano. El inconmensurable aporte en disciplinas del conocimiento realizado por la inmigración Republicana no sólo nos enriqueció como sociedades, sino que permitió superar en muy importante medida los prejuicios subyacentes hacia lo español. La industriosidad de los inmigrantes económicos, de su lado, resultó un aporte fundamental para nuestro crecimiento económico.
En la balanza de las relaciones recíprocas América Latina era el elemento más fuerte, pues era el componente anfitrión dentro del proceso migratorio. Esta inclinación de la balanza habría de manifestarse también durante el bloqueo económico que se produjo tras la Segunda Guerra Mundial, cuando el trigo y la carne argentinos habrían de paliar en importante medida el hambre en España. Sin embargo, ni lo uno ni lo otro sentaban las bases para una verdadera interacción entre las dos riberas del Atlántico hispano. En primer lugar, porque quienes llegaban a los pueblos y ciudades de América Latina lo hacían cercenando vínculos con la sociedad originaria y dispuestos a integrarse a la sociedad anfitriona. En segundo lugar, porque la relación privilegiada entre Franco y Perón constituyó un hecho aislado dentro la relación entre las sociedades de ambos lados del océano.
Hubo que esperar a la década de los noventa del siglo pasado, para que una verdadera interacción tuviese finalmente lugar. Y lo hará cabalgando sobre las grandes empresas españolas. Este fenómeno coincidirá con una clara inversión de los flujos migratorios. De la noche a la mañana España redescubrirá a América Latina y lo hará bajo una recientemente encontrada posición de fortaleza. Las empresas estatales latinoamericanas, independientemente de su rentabilidad o valor estratégico, estaban siendo rematadas al mejor postor bajo los imperativos ideológicos del Consenso de Washington. Para las corporaciones españolas, incapacitadas para competir en el escenario europeo, ello constituyó la oportunidad ideal para capitalizarse aceleradamente y reinsertarse como jugadores tardíos pero eficaces en el escenario europeo. Una vez más el «oro y la plata de América» permitían a España ser un jugador de relieve en el tablero de Europa. Mientras ello ocurría, las caras morenas de Iberoamérica comenzaban a dar color al escenario humano de España, despertando contrastes e imponiendo barreras.
El «reencuentro» tenía así lugar cuando la inclinación de la balanza favorecía claramente a España. De manera casi natural la reserva de memoria histórica española, en relación a Iberoamérica, habría de ubicarse en los tiempos previos a la independencia de aquella región del mundo. ¿De que otra manera podía contextualizarse la interacción con unos pueblos con quienes el último contacto efectivo se remontaba a comienzos del siglo XIX y de quienes, por lo demás, se conocía tan poco?
Tras el reencuentro, España reivindicará el derecho al mejor conocimiento sobre América Latina ante sus congéneres europeos. Apelará para ello a la historia y a la lengua. El problema derivaba, desde luego, de la naturaleza misma de la historia conocida. De manera seguramente subconsciente, ello impondría un estilo que no guardaba relación alguna con los casi ciento setenta años de historia previa. Se trataba, de alguna forma, de una suerte de «sionismo» a la española. Es decir, de un retorno a la «Jerusalén» largamente abandonada.
Cuando la mayor parte de la prensa española (la de cobertura nacional), pontifica prepotentemente sobre América Latina, lo hace desde las alturas de su propio templo de Jerusalén. Otro tanto ocurre cuando figuras diversas de la vida pública española sientan cátedra acerca de aquellas tierras distantes, con la seguridad de quien se refiere a un vecino.
En el fondo, lengua e historia pasada actúan como factores mayúsculos de distorsión. Ellas parecieran hacer innecesario el proceso de decodificación cultural indispensable para comprender a sociedades distintas a la propia. Mientras ingleses, franceses o italianos, sienten la necesidad de «deconstruir» la realidad latinoamericana para reconstruirla bajo sus propios parámetros cognitivos, los españoles creen que es posible la transmisión en vivo y en directo de la misma. El resultado no puede ser otro del que es: una visión desfigurada del otro a partir de una visión mítica de sí mismo.
Ha llegado la hora de que España y América Latina se aproximen, reconociendo la distancia en el tiempo que las separaba y las grandes implicaciones que ello ha aparejado. La celebración de los bicentenarios de las independencias iberoamericanas, a partir del próximo año, puede transformarse en la oportunidad adecuada para estudiarnos y comprendernos con sentido de humildad. De lo contrario seguiremos siendo extraños demasiado próximos, siempre condenados al desencuentro.