En marzo de 2019, buena parte de la base Offutt de la Fuerza Aérea en Nebraska (sede del USSTRATCOM, el Comando Estratégico estadounidense) fue inundada por el desbordamiento del río Missouri. En esa base se encuentran los Doomsday (Boeing 4B o «aviones del juicio final») y los Boeing E-4, Nightwatch, aviones equipados como «centro de […]
En marzo de 2019, buena parte de la base Offutt de la Fuerza Aérea en Nebraska (sede del USSTRATCOM, el Comando Estratégico estadounidense) fue inundada por el desbordamiento del río Missouri. En esa base se encuentran los Doomsday (Boeing 4B o «aviones del juicio final») y los Boeing E-4, Nightwatch, aviones equipados como «centro de mando» para el presidente, el jefe del Pentágono y los generales del Estado mayor norteamericano, desde donde dirigirían una guerra nuclear. Más de sesenta edificios castrenses se vieron anegados por el agua. Dos meses antes, el Pentágono había elaborado un informe advirtiendo al gobierno norteamericano de que el cambio climático pondrá en grave riesgo a casi el setenta por ciento de las bases militares y cuarteles del país. Mientras Trump negaba la quiebra ecológica («el concepto de calentamiento global fue creado por China para perjudicar a la industria norteamericana», afirmó), la inundación de la base Offutt de Nebraska se convertía en un alarmante signo de la crisis ecológica y, también, en una metáfora inquietante para Washington de la decadencia del poder norteamericano en el mundo. Declive que, no obstante, debe matizarse, porque Estados Unidos continúa poseyendo el más poderoso ejército de la historia. Los años corren veloces, pero el tiempo histórico carece de premuras: Wallerstein ya hablaba, en 2002, de Estados Unidos como «un poder hegemónico en declive», cuyos primeros signos situaba en los años setenta del siglo XX.
Los años del gobierno Trump y su agresiva política exterior han inaugurado un nuevo escenario de tensión entre las principales potencias del planeta que puede derivar en un enfrentamiento bélico. Esa política no surge con Trump, aunque el actual presidente la haya agravado: nace con George Bush, y fue seguida a grandes rasgos por Clinton, por George W. Bush (que la elevó a proyecto estratégico con su nuevo siglo americano), y por Obama, pese a sus promesas de cambio, y tiene una elaborada base doctrinal orientada a impedir la pérdida de la hegemonía norteamericana en el mundo, aunque hoy esté sometida a los vaivenes e improvisaciones constantes del gobierno Trump y soporte las diferencias entre responsables del gobierno, de los servicios secretos, del Departamento de Estado y del Pentágono, hasta el punto de que en ocasiones se han tomado decisiones en la Casa Blanca que se han revelado contrarias a sus intereses.
Esa caótica política exterior se expresa en las palabras de Trump (quien no duda en utilizar mentiras para atacar con zafiedad a China) proponiendo reducir el armamento nuclear ruso, chino y norteamericano ante el viceprimer ministro chino Liu He, con quien se reunión en abril de 2019 en Washington, y, al mismo tiempo, proseguir su apuesta por la destrucción de los tratados nucleares, como ha hecho con el INF, y como amenaza con el TPCEN (Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares; o CTBT) y el START III. Tras la ruptura del INF por Washington, Moscú declaró una moratoria en el despliegue de nuevos misiles de corto y medio alcance, que no ha sido seguida por Estados Unidos. Por el contrario, Mark Esper, jefe del Pentágono, se declaró partidario de desplegar rápidamente nuevos misiles de ese tipo en Asia, con China en la diana. Pese a las palabras de Trump ante Liu He, Estados Unidos se ha lanzado a una nueva carrera de armamentos, que precisa de la destrucción de los acuerdos nucleares vigentes hasta hoy, y que persigue el predominio militar sobre Pekín y Moscú en la tierra y en el espacio, con la seguridad de que ese poder le permitirá dictarles sus condiciones y asegurar su hegemonía en el mundo.
Esa ambición agrava todavía más el futuro de la humanidad, porque el planeta y el sistema capitalista se encuentran en una situación límite. El Financial Times y The Business Roundatble (BRT, dirigido por Jamie Dimon, presidente del banco JP Morgan Chase) que agrupa a más de 180 grandes empresas norteamericanas (desde Amazon, Apple, Xerox, Walmart, a Ford, General Motors, Exxon Mobil, AT&T, JP Morgan Chase y otras semejantes) proclamaban a fines del verano la urgente necesidad de «reiniciar el capitalismo», en un reconocimiento implícito de sus excesos y del callejón sin salida adonde ha conducido al mundo. Frente a la propuesta china de multilateralismo, paz y cooperación económica con la nueva ruta de la seda, Estados Unidos exige al mundo que se resigne ante la vieja dominación imperialista, el enfrentamiento, las guerras y la destrucción ecológica; mientras la Unión Europea, pese a su potencial económico, se encuentra atrapada entre la sumisión a Washington y la incapacidad para desarrollar un proyecto que tienda puentes a Pekín y Moscú, y se ha convertido en una espectadora impotente. Una muestra de ello es la titubeante forma de actuar en el peligroso conflicto con Irán. En la Asamblea General de la ONU en Nueva York, Mogherini presentó un comunicado suscrito por Rusia, China, Francia, Alemania y Gran Bretaña, junto con Irán, para preservar el acuerdo nuclear firmado con Teherán. Sin embargo, anteriormente, Merkel, Macron y Johnson habían mostrado su apoyo a la exigencia norteamericana de renegociar el acuerdo nuclear 5+1, incluyendo el programa de misiles iraní, gesto que indica un giro en la postura de la Unión Europea, que hasta ahora defendía, con China y Rusia, la validez del convenio de 2015 con Teherán, y supone también la aceptación de las imposiciones de Trump. Agravando la crisis, Washington culpó a Irán del ataque a la petrolera Saudí Aramco, amenazando con represalias militares, acusación que fue rechazada por Moscú. Por su parte, Rusia avanza lentamente en la recomposición del antiguo espacio soviético: en septiembre de 2019, el primer ministro ruso, Dmitri Medvédev, y el primer ministro de Bielorrusia, Siarhiej Rumas, firmaban un acuerdo por el que ambos países suscribían la integración económica, que supondría caminar con más decisión hacia un estado federal. Moscú está desarrollando su respuesta a la violación norteamericana de los tratados de desarme nuclear, y sus nuevos misiles suponen un serio contratiempo estratégico para Estados Unidos. Pero la gran preocupación para Washington es China.
La economía mundial se encamina hacia la recesión, y la Unión Europea se encuentra sin mecanismos de política monetaria, según ha advertido el Banco Central Europeo, y se inclina por adoptar medidas de política fiscal, de aumento de la inversión pública, y anuncia que prestará más atención a la quiebra ecológica, aunque sin impulsar con decisión una nueva economía que no contribuya a la destrucción del planeta. El despilfarro de los recursos, la falta de agua y la destrucción de grandes ecosistemas, la imposición de salarios de miseria y condiciones de trabajo propias de una explotación desenfrenada y mezquina, configuran la actuación del sistema capitalista, un mundo que quiere ignorar su propia crisis terminal, y que busca una salida que sólo puede basar en el aumento de la explotación humana y ecológica, aunque ello sea incompatible con la vida. Si Trump niega el cambio climático, relevantes medios como el semanario The Economist y el diario Financial Times han lanzado preocupados signos de alarma sobre el estado del sistema capitalista, postulando incluso su «refundación», como hiciera Sarkozy en 2011 lanzando humo a los ojos del mundo. El periódico, lo hace con la campaña: Capitalism, time for a reset. This is the new agenda.
Los grandes bancos y fondos de inversión internacionales siguen sin afrontar los graves signos de la crisis ecológica, y desarrollan un capitalismo de casino que ha llenado el mundo de deuda y de dólares chatarra, hasta el punto de que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, nunca Estados Unidos había imprimido tanto dinero: la Reserva Federal estadounidense compra los Bonos del Tesoro norteamericanos por el procedimiento de imprimir más dólares, más papel: sólo entre 2008, año del estallido de la crisis, y 2015, la Reserva Federal creó 3’4 billones de dólares, y por cada dólar impreso crearon veinte en deuda. Estados Unidos tiene una deuda pública que supera los 22 billones, y Trump, amenazado ahora con el proceso para su destitución, presiona a la Reserva Federal para reducir los tipos de interés a una franja cercana al 0%, como en Europa y Japón, pretendiendo ignorar que el sistema financiero mundial vive en una ficción: sobre una gigantesca montaña de dólares sin respaldo que supera con mucho la totalidad de la riqueza del planeta. Las principales potencias capitalistas han tratado de combatir la crisis con estímulos financieros, bajos intereses y emisión de moneda, empeño que ni siquiera ha servido para aplazarla: hoy, el estallido está más cerca. Las grandes empresas compran sus propias acciones, los bancos crean y colocan «productos financieros» que son inmundicia y basura, y la desenfrenada especulación en las bolsas de todo el mundo, el mercadeo de los paraísos fiscales con los beneficios del narcotráfico, la corrupción, la trata de personas y el dinero sucio, van acompañados de la devastación de grandes regiones en todos los continentes y de una pretensión de crecimiento económico que el mundo no puede sostener.
Las diferencias entre el proteccionismo económico de Trump, de la mano de un nacionalismo que coquetea con el aislacionismo (el presidente norteamericano llegó a amenazar a sus aliados europeos con abandonar la OTAN, aunque, al mismo tiempo, no deja de intervenir en los conflictos y guerras) y el tradicional impulso globalizador de la industria y la diplomacia norteamericanas se expresan en esa caótica política exterior estadounidense que incendia países y juega con el caos, sin un proyecto claro más allá de acabar con gobiernos molestos y de querer mantener su hegemonía planetaria. El enfrentamiento entre la visión globalizadora de buena parte del poder estadounidense y la tendencia aislacionista de Trump se expresa en una desordenada gestión que agrava muchos de los focos de crisis y tensión en el mundo. Mientras China y Rusia apuestan por la paralización de conflictos y guerras (en Oriente Medio y en el norte de África, y en otras regiones y países, como en Ucrania) y por la negociación para consolidar un equilibrio pacífico en el mundo, Estados Unidos abre nuevas crisis y continúa con las guerras que inició años atrás: en Iraq, Siria, Afganistán, Libia, Yemen, Ucrania; acosa a Venezuela y Cuba, y promueve movimientos golpistas y «golpes de Estado jurídicos», como el que destituyó a Rousseff en Brasil. La inacabada guerra siria es un ejemplo de ello: China y Rusia propusieron una resolución conjunta en el Consejo de Seguridad de la ONU sobre el alto el fuego en el enclave sirio de Idlib, que fue bloqueada, frente a la promovida por Alemania, Bélgica y Kuwait a instancias de Estados Unidos. Y las nuevas sanciones decretadas por Estados Unidos contra Rusia a finales de septiembre de 2019 fueron contestadas por el ministerio ruso de Asuntos Exteriores acusando a Washington de «tutelar» a los grupos armados que actúan en Siria (Jabhat al-Nusra y Hay’at Tahrir al Sham, nuevos nombres de Al Qaeda) y de «manifiesta connivencia» con el terrorismo. Algunas guerras, como la de Siria, obedecían a la lógica de destruir gobiernos molestos para Washington y enemigos de Israel, pero también al deseo de eliminar un aliado de Moscú en la zona, y de entorpecer el desarrollo de la nueva ruta de la seda china en Oriente Medio.
En su esfuerzo por mantener la hegemonía, Estados Unidos quiere conservar sus aliados, pero exige que contribuyan más a su propio dispositivo militar mundial, presionando para que los países europeos aumenten su contribución económica a la OTAN, y otros, como Japón y Corea del Sur, asuman el coste de las bases norteamericanas. El proyecto estratégico norteamericano pretende contener a China, evitar la consolidación de su alianza con Moscú, y, en paralelo, dificultar la cooperación china con la India y con la Unión Europea: en su diana está cuartear la nueva ruta de la seda (denominada también Belt and Road Initiative, BRI), el único proyecto económico global que puede afianzar la paz y colaboración mundial frente al intervencionismo militar norteamericano. Pekín ha firmado acuerdos para el desarrollo de la nueva ruta de la seda con pequeños países europeos (Grecia, Portugal, Bulgaria, Croacia, República Checa, Hungría, Eslovaquia y Eslovenia), y, finalmente, con Italia, el primer país de gran peso económico en la Unión Europea. A finales de 2018, China había suscrito ya 143 convenios de cooperación con 122 países para la Belt and Road Initiative: un éxito sin precedentes.
Sin embargo, esa pretensión de Washington encuentra dificultades: la histeria antirrusa del estado profundo norteamericano, la penetración en Ucrania, y los constantes ataques de Trump a China, sanciones y acoso militar en el Mar de la China meridional, son contradictorios con ese objetivo. En septiembre de 2019, Trump declaraba públicamente que «China es un peligro para el mundo», obviando que, en los últimos treinta años, su país ha iniciado guerras o lanzado ataques militares en más de quince países (entre ellos, Panamá, Iraq, Yugoslavia, Somalia, Afganistán, Sudán, Pakistán, Yemen, Libia, Siria, y, por intermedio de un golpe de Estado y de fuerzas autóctonas golpistas, en Ucrania), mientras que China no ha participado en ninguna guerra. Por si faltasen provocaciones, el 24 de septiembre de 2019 Trump lanzó en la Asamblea General de la ONU una diatriba contra el socialismo y el comunismo que recogía las viejas mentiras anticomunistas, al tiempo que se proclamaba defensor del patriotismo y del aislacionismo, acompañada de nuevas amenazas a China (a quien volvió a acusar de robar la propiedad intelectual norteamericana), a Venezuela, Cuba, Irán y otros países.
Mientras, China mantiene una cautelosa apuesta por la paz y el equilibrio internacionales, y se esfuerza en promover tecnologías limpias, es líder en energía eólica y en automóviles eléctricos, y se dispone a desarrollar una economía sostenible basada en el conocimiento; supera ya a Estados Unidos en el desarrollo de la inteligencia artificial, está muy avanzada en las redes móviles 5G, robótica y en tecnología hipersónica, y se desarrolla con celeridad en la producción de automóviles eléctricos, aeroespaciales y microchips. Estados Unidos quiere impedir que China tome la delantera en nuevas tecnologías, y le preocupa la fortaleza china en la producción de teléfonos móviles, en el 5G, en coches eléctricos y en energías alternativas, además de sus nuevas armas. Al mismo tiempo, Washington presiona para que la economía china adopte los esquemas liberales y sin regulación que impone en el mundo, pretensión que va acompañada de la evidente incomodidad de Estados Unidos y del occidente capitalista por el acelerado desarrollo de China y por su mantenimiento del socialismo, circunstancia que era despachada a finales de 2018 por el New York Times con una sencilla y equivocada respuesta: si China ha prosperado y se ha convertido en una gran potencia mundial es porque ha abrazado el capitalismo, sin percibir que, si ello fuera así, no tendrían sentido las presiones de Washington para la conversión de la economía china.
Pekín también ha hecho una decidida apuesta por una economía ecológica que está dejando atrás los esquemas industriales y contaminantes del pasado reciente; vende ya más de la mitad de los automóviles eléctricos del planeta. En junio de 2018, Financial Times anunciaba que China estaba ganando la «carrera tecnológica mundial»: de las 50 startups del mundo valoradas en más mil millones de dólares, 26 eran chinas, 16 norteamericanas, y no se encontraba ninguna europea. El plan lanzado por Pekín para 2006-2020 (The National Medium-and Long-Term Program for Science and Technology Development, 2006-2020), junto con el China 2025, que desarrolla una nueva industria dotada de alta tecnología, y el vigente XIII Plan Quinquenal, que apuesta decididamente por la innovación, han cambiado por completo en un pequeño lapso de tiempo la estructura económica y la calidad de su producción: el país cuenta ya con más de 860 millones de usuarios de internet, y más de la cuarta parte de sus exportaciones son de productos de alta tecnología.
Los rápidos avances tecnológicos chinos, la incorporación masiva a la producción de millones de nuevos investigadores e ingenieros, preocupan al gobierno norteamericano, aunque Washington todavía mantiene su dominio en empresas tecnológicas y en las aplicaciones científicas. China es ya el segundo país del mundo por solicitudes internacionales de patentes presentadas en la OMPI, Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. En 2017, dos empresas chinas, Huawei y ZTE, fueron quienes presentaron el mayor número de solicitudes de patentes de todo el mundo, seguidas por dos norteamericanas (Intel y Qualcomm Incorporated, en tercer y quinto lugar) y una japonesa, Mitsubishi, en cuarta posición. En ese mismo año las empresas norteamericanas presentaron 56.624 solicitudes, y las de China 48.208. Se estima que en dos años China superará a Estados Unidos como solicitante de patentes a través del registro único del Tratado PCT, Patent Cooperation Treaty. Al mismo tiempo, Pekín ha impulsado desde 2015 el CIPS, Sistema Internacional de Pagos de China, una alternativa al SWIFT de Estados Unidos y al IBAN europeo. Moscú hizo lo mismo desde 2014 (cuando Estados Unidos amenazó con impedir a Rusia el acceso al SWIFT) creando el Sistema de Transferencia de Comunicaciones Financieras, SPFS, que ha empezado a colaborar con el CIPS chino. Moscú trabaja también con el gobierno de Irán para incorporar el sistema iraní Sepam al SPFS y eludir así las sanciones norteamericanas a Teherán.
El feroz ataque lanzado contra Huawei por el gobierno de Trump es una muestra de la preocupación norteamericana. El caso de Meng Wanzhou, directora financiera de Huawei que fue detenida en diciembre de 2018 a petición de Washington en Vancouver, Canadá, cuando hacía escala durante un vuelo a México, bajo la acusación de violar las sanciones comerciales impuestas por Estados Unidos a Irán (como si una ciudadana china tuviera obligación de ejecutar la legislación norteamericana), ilustra la pretensión estadounidense de que sus leyes y decisiones sean de obligado cumplimiento para el resto del mundo. Meng permanece en libertad vigilada con un dispositivo localizador policial en el tobillo, sin poder salir de los límites de la ciudad de Vancouver, a la espera de los trámites de la extradición a Estados Unidos.
China, aplicando una cautelosa política exterior, desarrolla sus inversiones sin exigir contrapartidas políticas: por ejemplo, quiere comprar la gran fábrica de motores de aviación Motor Sich (en Zaporiyia, Ucrania, con 22.000 trabajadores, una de las grandes factorías soviéticas), algo a lo que Rusia no se opone, mientras que Washington quiere evitarlo a toda costa presionando al gobierno de Zelenski. Los Estados Unidos tampoco son ajenos a la cancelación del proyecto del primer tren de alta velocidad en América Latina, el Ciudad de México-Santiago de Querétaro, acordado con empresas chinas (China Railway Construction Corporation, China Railway Construction Corporation International y CSR Corporation Limited, todas propiedad del Estado chino), suspendido durante la presidencia del liberal Peña Nieto, y que López Obrador podría poner de nuevo en marcha. Lo mismo ocurre con el corredor entre la región china de Xinjiang y Pakistán, que Estados Unidos está entorpeciendo gracias a sus mecanismos de presión en las instituciones financieras internacionales de las que depende el gobierno pakistaní para su financiación. También recurre a acciones sucias, financiando a grupos armados de Beluchistán que han atacado los hoteles donde se alojan los ingenieros chinos que desarrollan el puerto pakistaní de Gwadar, clave para la nueva ruta de la seda, que supone una salida directa al Mar Arábigo y al océano Índico que permitirá limitar el tránsito por el estrecho de Malaca, por donde pasan hoy la mayoría de las importaciones de petróleo chinas y muchas de sus exportaciones.
La diplomacia norteamericana y sus servicios secretos juegan otras cartas: si Pekín ha conseguido desactivar en gran parte los movimientos nacionalistas en Xinjiang y Tíbet, Washington activa la presión en Hong Kong utilizando su influencia en protestas que operan sobre una mezcla de causas reales de descontento, la mayoría de las cuales tienen sus raíces en los años de la colonia británica, como los problemas para el acceso a la vivienda, y en absurdos sentimientos de superioridad de una parte de la población hongkonesa sobre el resto de China, e incomprensibles manifestaciones xenófobas, en el temor a la pérdida de relevancia de la ciudad (si Hong Kong fue uno de los «tigres asiáticos», junto a Corea del Sur, Singapur y Taiwán, a finales del siglo XX, y en el momento de la incorporación a China su economía suponía más de la cuarta parte del PIB chino, hoy supone menos del 2 %), y otras que tienen que ver con la estructura económica capitalista de la ciudad, que China debe respetar en función de los acuerdos con Londres que entraron en vigor en 1997. El Congreso norteamericano ha aprobado la llamada Ley de Derechos Humanos y Democracia de Hong Kong, una grosera intromisión en las cuestiones internas de China. Washington prosigue también su permanente campaña de descrédito contra China, tanto desde las instituciones gubernamentales norteamericanas, como desde los terminales propagandísticos en la prensa y la televisión, de países aliados como Canadá y Australia, y de organismos de todo tipo, como la Freedom House (una entidad que se define como privada, pero cuyo presupuesto está financiando casi en su totalidad por el gobierno norteamericano y por la agencia gubernamental USAID), que regularmente califica a China como «el peor país del mundo para la libertad» en las redes sociales y en internet.
China no disputa la hegemonía militar a Estados Unidos. Aunque ha aumentado su presupuesto de defensa, se orienta a la reafirmación de su presencia en el océano Pacífico (menos, en el Índico), sobre todo en las áreas cercanas a los mares costeros chinos, y a la protección de sus rutas comerciales y de suministros energéticos, mientras aumenta los intercambios con el resto del mundo y prosigue su desarrollo y fortalecimiento económico. Estados Unidos es consciente de que se juega su predominio en el planeta: si pierde la partida, no tendrá más oportunidades. Una parte del establishment norteamericano empieza a ver como inevitable que China supere a Estados Unidos, aunque otro sector cree que es posible contener a Pekín: la guerra comercial es un instrumento para ello, pero Washington no sólo pretende limitar el poder económico chino: también quiere forzar su conversión a una economía capitalista, y le preocupa una China fuerte; más aún, si mantiene su modelo socialista y el gobierno del Partido Comunista. Además, Washington pretende reducir su déficit comercial y fortalecer su propia estructura económica: es la retórica del America first acompañada de las presiones de Trump para que las empresas norteamericanas desmantelen sus factorías en el exterior y las vuelvan a abrir en Estados Unidos.
Confiando en su gigantesco dispositivo militar mundial, Washington acaricia aún la idea de imponer a Pekín y Moscú la aceptación de su hegemonía, aunque, paradoja del siglo XXI, ese imponente despliegue (más de setecientas bases militares en más de cien países de todos los continentes, más de trescientos mil soldados en el exterior, armamento atómico en Bélgica, Alemania, Italia, Holanda y Turquía, además de las bases de la OTAN) obliga a un despilfarro de recursos que aumenta su déficit público, su astronómica deuda y debilita e hipoteca el futuro del país. Además, la alianza ruso-china pone en entredicho ese objetivo, por lo que relevantes generales norteamericanos levantan alarmas sobre el inmediato futuro: el general Timothy Ray (jefe del USSTRATCOM, el Comando Estratégico norteamericano que se encuentra en Nebraska) cree que Washington debe aumentar la cifra de sus bombarderos de 156 a 220 para hacer frente a Rusia y China. El Pentágono está muy preocupado por los nuevos misiles chinos Dongfeng 41, que pueden alcanzar territorio estadounidense en treinta minutos, y por los Dongfeng 17 que lanzan los planeadores hipersónicos chinos, más avanzados que los norteamericanos y rusos; los dos misiles fueron mostrados en la gran ceremonia en Tiananmen que celebraba el septuagésimo aniversario de la República Popular China. Moscú y Pekín, pese a que avanzan en su colaboración, realizan ejercicios y maniobras conjuntas y trabajan en la defensa conjunta contra misiles balísticos, rehúsan formar una alianza militar porque creen que no aportaría nada sustancial a su actual estrecha relación, y apuestan por desactivar los focos de enfrentamiento, sin por ello ceder a las exigencias norteamericanas, y porque evitan facilitar pretextos a Washington y ser arrastrados a una nueva carrera de armamentos.
Es un difícil equilibrio para China y Rusia: impulsar un mundo multipolar conlleva inevitablemente el retroceso norteamericano en el planeta, y resistir el hostigamiento y las bravatas norteamericanas (en el Mar de la China meridional, en el Mar de Corea, en el Este de Europa y en el Mar Negro) no es sencillo, mientras Estados Unidos se rearma y lanza nuevas guerras y provocaciones sin reparar en las aciagas señales de la anegada Nebraska.
The National Medium-and Long-Term Program for Science and Technology Development (2006-2020):
https://www.itu.int/en/ITU-D/Cybersecurity/Documents/National_Strategies_Repository/China_2006.pdf
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