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Cambiar la ONU

Fuentes: Pueblos

Como cada año, con regularidad de fiesta mayor, las sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas celebradas en Ginebra a mediados de marzo finalizan con el requerimiento de rigor contra Cuba. Durante las seis semanas que duran las sesiones, los votos se compran y se venden y la diplomacia trabaja sin parar

«Tu voto, y el préstamo de USAID se agilizará», prometen a un delegado. «Tu voto y te aseguramos el nuestro -y quizá alguna cosa más- en este alto cargo en la OEA que estáis deseando», le dicen a otro. «Vigila tu voto, que tengo 200.000 inmigrantes tuyos en mi casa y puedo endurecer la política migratoria», asustan a un tercero. Finalmente, la resolución es aprobada (21 votos a favor, 17 en contra y 15 abstenciones) y de nuevo, como cada año, servirá como material de agitación y propaganda para mantener a Cuba en el punto de mira.

Hay 75 prisioneros políticos en las cárceles cubanas, pero ignoramos demasiados cuántos, qué, como, dónde, de lo que está pasando hoy en Irak, o en Chechenia, o en Israel, sólo para mencionar algunos casos dónde se vulneran los derechos humanos. Basta con hojear los Informes Anuales de Amnistía Internacional para darse cuenta de la amplitud, la contumacia y la crueldad con la que se comportan los Estados -o las milicias, tanto da- año tras año.

Hacen falta cambios en esta Comisión. Así lo expresó el ministro de Asuntos Exteriores peruano, Manuel Rodríguez, en su sorprendente comparecencia final al pedir «eliminar las interferencias de la razón de Estado o los intereses políticos de la diplomacia en la tutela de los derechos humanos».

La Comisión de Ginebra es un síntoma de la enfermedad que padecen desde hace años las Naciones Unidas, surgidas desde la sentina moral de la II Guerra Mundial. Su nacimiento pretendía ser un nunca más que dejara atrás para siempre las guerras, el militarismo, la intolerancia, el racismo… y construyera un ordenamiento jurídico internacional justo, comprensible y armónico. La guerra de los 40 millones de muertos, como toda guerra, tuvo vencidos y vencedores y la ONU de 1945 es el reflejo de un sistema internacional de Estados, vigente desde la paz de Westfalia (1648) en el que las grandes potencias ganadoras marcan el ritmo y las decisiones. La paz, basada en el equilibrio de poder. Una paz, siempre inestable, precaria y miedosa.

Aquel atronador e igualitario «Nosotros, Pueblos del Mundo», con el que empieza la Carta Fundacional de las Naciones Unidas es digno de elogio. Una Carta que ratifica «la igualdad de los derechos de los hombres y las mujeres, así como de las naciones grandes y pequeñas», pero que -puntualiza con precisión- otorga a las grandes potencias «la responsabilidad principal de mantener la paz y la seguridad internacionales».

De todas formas, más allá de las ampulosas y admirables declaraciones de principios, Yalta y Postdam señalaron el camino y el pastel planetario quedó dividido en esferas de influencia. El poder de veto de los cinco del Consejo de Seguridad, bastante criticado ya desde sus inicios, no hacía más que homologar quien mandaba en el mundo.

Así pues, desde los inicios, la bipolaridad ha caracterizado la dinámica de las relaciones internacionales y la ONU se convirtió en una confortable nevera donde la Guerra Fría dirimía, ejecutaba y planificaba las jugadas en el tablero del Gran Juego.

La aparición en escena en los años 80 de Ronald Regan y Margaret Tatcher, promotores del totalitarismo económico exitoso del que hoy disfrutamos, significó un giro drástico y estratégico a las relaciones internacionales. La primera tarea fue la apropiación de organismos internacionales multilaterales -por cierto, sin sospecha alguna de bolcheviques- como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y la dependencia de éste al Departamento del Tesoro de los EUA. Un púlpito idóneo, estas instituciones, desde donde difundir, urbi et orbe, la nueva fe, el neoliberalismo. Una doctrina que dispone de la receta universal que sanará el mundo entero: la liberación de los mercados, la desregulación de la economía, la rebaja de las garantías laborales…

Pero desde los años 90 hasta nuestros días, y según el Informe del PNUD, hay 54 países más pobres, en 21 países ha aumentado el número de hambrientos, en 14 los índices de mortalidad infantil y, en fin, en 34 países la esperanza de vida es menor. A eso le llaman terapia de choque…

El deseado hundimiento soviético acabaría de encajar las piezas del nuevo rompecabezas planetario y convirtiendo a la ONU en víctima y verdugo del nuevo y desigual orden internacional. Hay que decir que, durante la Guerra Fría, la ONU no había sido nunca un organismo eficaz, con el lastre por el veto en el Consejo de Seguridad, y con unos meritorios 30 años de violaciones sistemáticas de sus propias resoluciones.

Pero en los últimos años hemos presenciado, impertérritos, como las catástrofes humanitarias se sucedían delante de la desidia -e inacción- de la ONU: un millón de kurdos huyendo de las zonas rurales perseguidos por el ejército turco, una masacre anunciada en Rwanda y otra en Sudán, guerras de toda clase en África -Etiopía, Eritrea, Costa de Marfil, R.D. del Congo-, Chechenia, Palestina, Colombia, Argelia… Por no hablar del hambre, la pobreza o los refugiados.

El frágil edificio sobre el que se había levantado el ordenamiento jurídico internacional se ha derruido definitivamente y el unilateralismo de la gran potencia introduce el término guerra preventiva, una aberración que niega el derecho y los más elementales conceptos de las relaciones internacionales. La «comunidad internacional» -notable eufemismo- se ha convertido en un instrumento de los poderosos y escucha la retórica infantil -Estado villano, eje del Mal, los buenos y los malos, polis y ladrones- embelesada. Yugoslavia, Afganistán e Irak son vergonzosas carnicerías que nos salpican a todos.

Nunca la ONU ha sido tan contestada como hoy. Hacen falta cambios y esta exigencia es unánime. El secretario general Kofi Annan he elaborado un exhaustivo informe presentado en la 59 Asamblea General en este sentido que será discutido en la próxima Asamblea General de las Naciones Unidas del mes de septiembre. El aumento de miembros permanentes del Consejo de Seguridad es una medida correcta y más si entre los candidatos hay países como México, la India o Nigeria -en representación de África-. Hasta Kofi Annan, hombre gris y fiel antes de su rebelión personal, ha tenido la ingenua osadía de solicitar una definición precisa del término terrorismo, que ha enfurecido a no pocos diplomáticos de la Casa. Así, ante las brutales inmolaciones de los suicidas en autobuses civiles, sanguinarios coches-bomba o los aviones asesinos del 11-S, nos encontraremos con las silenciosas ruinas de Nayaf, Samarra o Fallujah en Irak, con la ya desconocida Jenin en Palestina, con los bombardeos de capitales como Bagdad o Belgrado, o con el olvidado episodio de Mazar-e-Xarif en Afganistán. Los terrores vis à vis.

Pero la transformación de la ONU, si quiere ser efectiva en un mundo que se desmenuza, tiene que ser profunda, atrevida y conceptual. No sólo metodológica. La pretensión de los ricos de basar los cambios en la seguridad del mundo -y su estandarte: el inefable «guerra contra el terrorismo»- se encuentra contestada, cada vez más, por voces, todavía tímidas, que proclaman que, quizás, la causa de todo está en la pobreza y que hay que priorizar la lucha contra el hambre, la mejora de la sanidad, la erradicación del SIDA o la promoción de la educación, vaya usted a saber… Y que, por esto, hay que dotar a la ONU de herramientas vinculantes y efectivas que profundicen en los exclusivos terrenos de las finanzas y la economía que, como todo el mundo sabe, pertenecen al sacrosanto libre mercado.

También en los Estados Unidos piden una drástica transformación de la ONU, pero en otro sentido. El polémico nombramiento del embajador Bolton – el que dijo que «si se derrumbaran diez pisos de la ONU nadie se daría cuenta» y entusiasta defensor de la guerra en Irak- indica la estrategia a seguir. Bolton pertenece a la corriente ideológica -mayoritaria hoy en los círculos de poder de los EUA- que denuncia el derecho internacional como una limitación intolerable de la soberanía americana. «Destino Manifiesto de América» versus Derecho Internacional. La historia, obstinada, parece condenada a repetirse. El pavoroso Lebensraum vuelve a sacar la cabeza.

La ONU no es la herramienta más adecuada para instaurar la anhelada pax perpetua que los hombres del ochocientos auguraban con el advenimiento de la Ciencia, el Progreso y la Técnica, pero su desaparición -o la reducción a la mínima expresión-, ciertamente, será la victoria de la barbarie y el fascismo.


Joan Palomés es periodista. Este artículo ha sido publicado en el número 12 de La Pau (suplemento de El Triangle), mayo de 2005, p. 3. Ha sido traducido para Pueblos por María Riba.