Cuando los comuneros zapatistas se despiden de alguien que conocieron y estiman, le dicen: «que este encuentro no sea el primero ni el último». Así, efectivamente, fue la reunión entre las comunidades zapatistas y las organizaciones de Vía Campesina que tuvo lugar recientemente en Chiapas. Un encuentro que viene desde diversos tiempos y espacios y […]
Cuando los comuneros zapatistas se despiden de alguien que conocieron y estiman, le dicen: «que este encuentro no sea el primero ni el último». Así, efectivamente, fue la reunión entre las comunidades zapatistas y las organizaciones de Vía Campesina que tuvo lugar recientemente en Chiapas. Un encuentro que viene desde diversos tiempos y espacios y que, como arroyos que convergen desde el subsuelo, las montañas o los bosques, se encuentran para formar remansos, manantiales, ríos y mares y luego convertidos en lluvia, y recorren el mundo y vuelven a ser suelo, semillas, bosque, entrañas de la tierra.
El manantial esta vez surgió en el contexto del segundo Encuentro de los Pueblos Zapatistas con los Pueblos del Mundo, realizado a finales de julio en los caracoles zapatistas en Chiapas, donde organizaciones de Vía Campesina de Asia, América y Europa escucharon los testimonios de mujeres, hombres, niños, jóvenes y ancianos de los cinco caracoles zapatistas sobre las condiciones de extrema explotación en que vivían antes de su levantamiento en 1994, sobre la resistencia colectiva y los 13 años de construcción de la autonomía indígena.
Los convocantes abrieron un espacio especial en su programa para que se presentaran las organizaciones de Vía Campesina. Lo hicieron en el lenguaje de los anfitriones: compartiendo sus canciones, sueños, historias y realidades, desde Tailandia, India, Indonesia y Corea del Sur hasta Brasil, Canadá y otros países, sin olvidar a los trabajadores rurales migrantes, herida que sangra a México y tantas naciones más.
Las realidades y los testimonios de los zapatistas y los otros campesinos se fueron entretejiendo, rompiendo la ilusión de la fragmentación, mostrando cómo la opresión tiene caras similares y complementarias por todo el globo. En todas partes asuelan las mismas trasnacionales -como Monsanto, Cargill, ADM, Coca Cola, Nestlé, Wal-Mart y otras-, que expulsan campesinos e indígenas, engullendo tierra, agua y gente, con monocultivos de soya, eucalipto, caña de azúcar y transgénicos, ahora además con renovados apoyos estatales por el impulso a las empresas de agrocombustibles.
A estos despojos se suma que los gobiernos, con la coartada de las grandes organizaciones no gubernamentales (ONG) «conservacionistas», quieren expulsar a los campesinos e indígenas tanto de Tailandia como de México o Indonesia, convirtiendo sus territorios en supuestas «áreas protegidas».
Para esas ONG y las trasnacionales eso es un gran negocio, desconociendo de paso que son los indígenas y campesinos quienes tienen no sólo el derecho, sino también el conocimiento y la experiencia milenaria para cuidar realmente bosques, tierras y agua.
Igual que se quiso hacer en San Salvador Atenco, a miembros de la Unión de Campesinos de India los expulsaron de su parcela para construir el aeropuerto de Nueva Delhi. También en Tailandia, como en Brasil, la construcción de grandes represas y los proyectos mineros son a costa de la vida de indígenas y campesinos. Las políticas de «reforma agraria de mercado» impuestas por el Banco Mundial -de las cuales el Procede es una versión mexicana- son otro recurso mañoso para despojar a los campesinos de sus tierras en muchas partes.
En Asia como en América Latina, los «programas de apoyo» a los campesinos son apenas limosnas para mantenerlos controlados y divididos, así como para introducir agrotóxicos y semillas industriales; los sistemas educativos desprecian lo campesino e indígena; los sistemas de salud los discriminan, y cuando requieren atención, muchas veces son maltratados o ni los asisten y mueren en la espera, como recientemente sucedió en Huejuquilla a una muchacha huichola.
Pero también y, sobre todo, se entretejen las historias de la resistencia. La contundencia de la autonomía zapatista marcó una huella profunda en los delegados y delegadas de Vía Campesina: desde las palabras de jóvenes y jóvenas que crecieron en los 13 años de «otro mundo» -no sólo «posible», sino real- y ahora son las encargadas de muchas tareas, el tejido de los trabajos colectivos, las autoridades que realmente «mandan obedeciendo» -porque el pueblo las puede revocar en cualquier momento-, los sistemas autogestionarios de salud y educación. También las luchas de Vía Campesina encontraron un reflejo de empatía y calor en las comunidades zapatistas: «sufrimos las mismas cosas, tenemos las mismas luchas, es mucho lo que podemos hacer», expresó un compañero del caracol de Morelia. El movimiento zapatista ha sido un gran espejo que ha provocado por todo el mundo que los movimientos entiendan la situación propia al reflejarse en la lucha de los otros. Ahora los campesinos de Tailandia, India, Brasil le devuelven la imagen.
Por todo esto, este encuentro no fue el primero: más allá de las personas y organizaciones concretas, lo que se encuentra a sí mismo en otras y otros son las formas de vida campesina e indígena, que desde su complejidad y sencillez, desde su estar en el mundo con la tierra, las semillas, el agua, la naturaleza, siempre han sido y siguen siendo la base fundamental de toda la vida humana en el planeta, incluyendo la bases de toda la alimentación y medicinas que luego las transnacionales se apropian, industrializan y vomitan en el mercado.
Además, es un encuentro significativo, porque tanto el zapatismo como Vía Campesina, en diversas formas que pueden converger, plantean visiones y acciones que van más allá del discurso casi decorativo de muchos foros internacionales. Hay mucho camino por andar, pero sin duda este encuentro, que tampoco será el último, es un viento de esperanza.