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Continentes y contenedores

Fuentes: Rebelión

Si digo «ayer hablé con dos africanos» o «había un grupo de asiáticos», es difícil que usted no haya pensado que los primeros son subsaharianos de piel oscura y los segundos, extremo-orientales de ojos rasgados. No es tan común que espontáneamente se haya representado a los primeros como marroquíes o egipcios, o a los segundos como indios o afganos. Y resulta curioso, porque El Cairo es la tercera mayor aglomeración de África e India el país asiático más poblado.

No nos conciernen aquí los intereses que pueden haber conspirado para que el «africano promedio» sea, en la imaginación colectiva, el etíope de los ochenta o el somalí de hace una década, antes que el tunecino o el libio contemporáneos, o que el «asiático promedio» sea el tokiota o el pekinés, y no el habitante de Daca o Teherán. Creemos que tales asimilaciones no responden solo a prejuicios, sino también a una complicada realidad: todos los «continentes», salvo Europa, Australasia y la baldía Antártida, son demasiado grandes. Tan grandes que no acertamos a pensarlos bien y hemos de simplificarlos en exceso.

He visto con estos ojillos cómo un estudiante de geografía humana, al ponderar la extraordinaria diversidad de lo que llamamos Oriente, que abarca desde la ciudad de Casablanca hasta los archipiélagos de la Polinesia, y de esa Asia geográfica, levemente más estrecha, que discurre desde Estambul hasta Manila, de Jerusalén a Osaka, extraía la conclusión de que «Asia» es increíble, maravillosa, el mejor y el más rico de los continentes. No pareció concluir que es el más absurdo de los continentes. Tan sumamente absurdo que el hecho de que tenga la «gastronomía» más variada del orbe o de que sea la «cuna» de todas las llamadas grandes religiones no significa, en realidad, nada.

El mapa de Bünting (1581), con Jerusalén en el centro del mundo. Aquí Asia termina en la India y América aún está por explorar

Tomemos como ejemplo ese bloque geográfico que tenemos la manía de denominar sub-continente índico, ocupado en sus tres cuartas partes por la actual República de India. Resulta que este país en sí mismo tiene casi tantos habitantes (aprox. 1.430 millones en 2023) como África entera (1.460 millones), y más que las dos Américas juntas (1.051 millones) o, por supuesto, que Europa (741 millones), a la que casi duplica. En algunas aldeas de India se hablan más lenguas y se practican más religiones que lo tradicional en la mayoría de países europeos. La sociedad de castas favorece además la diversidad, mientras que Europa, bajo el fantasma del viejo Imperio romano, ha preferido jactarse de tener una sola fe, una sola lengua vehicular (el latín de otros tiempos, que el inglés no ha conseguido sustituir adecuadamente) y, en la medida de lo posible, el sueño de una más o menos pacífica unidad política, que inspiró a Carlomagno, Federico Barbarroja, Adolf Hitler o los fundadores de la Unión Europea.

No podemos olvidar que Europa fue la mesa sobre la cual se cartografiaron los otros continentes. A todo lo que estaba al sur se le llamó África, y a todo lo que estaba al este, Asia, pese a que los que acuñaron el concepto desconocían las proporciones de semejante apriorismo: para los Antiguos (de «Occidente») el mundo conocido terminaba en lo que hoy se corresponde con el subcontinente índico. Más que continentes, se delineaban contenedores en los que tirar todo lo que escapaba a nuestras fronteras. Las masas de tierra e islas que los europeos «descubrieron» en los siglos XV y XVI terminaron clasificadas bajo dos nombres (América y Oceanía), independientemente de su amplitud. Así, todos los habitantes de este planeta tienen muy claro lo que es Europa –quizá demasiado claro–, pero nadie comprende cómo África o Asia se pueden organizar o entender. La respuesta, por supuesto, es que no lo hacen, aunque sería interesante que lo hicieran, a falta de una nueva mesa desde la que redibujar el mundo.

Óscar Carrera estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Buscando la síntesis entre factualidad y ficción, lo literalrio. Autor de ‘El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago’, ‘El Palmar de Troya’ y ‘Mitología humana’, entre otros.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.