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¿Continuismo o transición en Roma?

Fuentes: La Jornada

Tarragona, España. Joseph Ratzinger, quien de noviembre de 1981 al día de su nombramiento como nuevo pontífice de la Iglesia católica se de-sempeñó como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es, tal vez con el cardenal francés Roger Etchegaray, la única figura de la curia romana que no logró ser eclipsada […]

Tarragona, España. Joseph Ratzinger, quien de noviembre de 1981 al día de su nombramiento como nuevo pontífice de la Iglesia católica se de-sempeñó como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es, tal vez con el cardenal francés Roger Etchegaray, la única figura de la curia romana que no logró ser eclipsada y escapó a la excesiva personalización del reinado de Karol Wojtyla.

Este teutón nacido en Baviera, teólogo de profesión, se convirtió durante el pontificado restaurador de Juan Pablo II en su verdadero alter ego, liderando desde el edificio de la ex Inquisición, cual fiel cruzado, todas las guerras de Wojtyla contra los obispos, sacerdotes, religiosas y teólogos contestatarios que osaron poner en duda su magisterio: desde el prelado de Evreux, Jacques Gaillot, fulminantemente destituido de su cargo y nombrado obispo in partibus infidelium (de mero título) y sin territorio, de una desaparecida diócesis de Mauritania (lo que viene a significar «obispo de ninguna parte»), hasta la «ciudadana Kane» -la religiosa estadunidense Theresa Kane, escogida para hablar al papa durante su visita a Estados Unidos en octubre de 1979, quien le propinó de manera temprana la primera contestación pública, al atreverse a recordarle la marginación de la mujer en la Iglesia y su deseo de ser admitida en todos los ministerios, para rematar después con un saludo democrático e irreverente: «Buenos días, encantada de conocerlo», al tiempo que le estrechaba la mano y le pedía la bendición-; pasando por los juicios sumarísimos, propios del ex Santo Oficio, contra reputados teólogos de la talla de Hans Küng, Eduard Schillebeeckx y Leonardo Boff, así como el acoso permanente a obispos proféticos como Sergio Méndez Arceo, Oscar Arnulfo Romero, Leónidas Proaño, Pedro Casaldáliga y Samuel Ruiz.

Duro, ortodoxo y mordedor -el diario británico Daily Mirror recibió su designación con una foto en portada coronada por un encabezado que rezaba: «De rottweiler de Dios a Benedicto XVI», mientras The Sun, el tabloide más popular del Reino Unido, tituló «De las juventudes de Hitler a papa Ratzi«, exhibiendo una foto de Ratzinger adolescente con el uniforme hitleriano-, el nuevo Papa ha sido visto como forjador y continuador de la Iglesia de neocristiandad wojtyliana -«de reconquista en el sentido medieval, de contrarreforma y de antimodernismo» la caracterizó Küng hace años, cuando acusó al Vaticano de ser «el último Estado totalitario de Europa»-, que reafirmó esenciales los valores del patriarcado y la represión sexual en la Iglesia (haciéndose de la vista gorda en los escandalosos casos de abusos sexuales contra menores perpetrados por sacerdotes), así como de la supeditación de la ciencia a la religión.

En un mundo «globalizado» y secularizado, la Iglesia católica es cada vez más romano-céntrica. Por eso, ahora que se transformó en Benedicto XVI, frente a quienes postulan la hipótesis de la transición, cabe decir que, por su trayectoria, signada por un dogmatismo contumaz, no se percibe que Ratzinger pueda aportar respuestas a la crisis actual del catolicismo.

Junto con el desaparecido Wojtyla, aparece como el hombre que «normalizó» a la Iglesia con un «estilo estalinista»: sacando del paso a los incómodos. Como brazo de hierro de Juan Pablo II ayudó a convertir a la Iglesia en un feudo. Para decirlo con las palabras que utilizara Leonardo Boff hace años, cuando señaló que el pontificado Wojtyla era la última expresión de un tipo de Iglesia que nació en 1077 con Gregorio VII -el papa célebre que humilló al emperador de Alemania, Enrique IV, en Canosa, y luego escribió un texto de título fantástico: Dictatus papa, «la dictadura del Papa»-, el antiguo pontífice y su guardián de la ortodoxia forjaron «una Iglesia feudal controlada y dominada desde Roma»; clericalizaron la Iglesia a partir de una visión imperial, dando pie a «la dictadura del clero sobre toda la comunidad cristiana».

Tras la lucrativa orgía de papismo mediático que rodeó al aburrido espectáculo sobre la agonía y muerte de Juan Pablo II -variable moderna del pan y circo romano-, hay que recordar que esa Iglesia feudal dio legitimidad ideológica al «nuevo orden» que estaba en gestación en los comienzos del pontificado Wojtyla, con Ronald Reagan y George Bush (padre) en la Casa Blanca. Un nuevo orden imperial que hoy domina al mundo sin aparentes contrapesos, regido por la guerra preventiva y el terrorismo del pensamiento único, la banalización y el sensacionalismo. La nueva religión, el integrismo neoliberal -«el imperialismo del mercado total» lo llamó Franz Hinkelammert-, impuso una ideología global que llegó acompañada de un credo políticamente desactivador, que estimuló la pasividad y el conformismo. Wojtyla y el inquisidor Ratzinger contribuyeron a fomentar la amnesia histórica impuesta por el modelo de dominación imperial estadunidense, con la represión a la Iglesia popular en América Latina y sus teólogos de la liberación, y con sus llamados a la resignación ante el poder de los dueños del dinero. Al despuntar el siglo XXI y el pontificado Ratzinger, el resultado es un mundo sin reglas (o desregulado), donde se ha instalado un neodarwinismo social, una lucha de todos contra todos. Un mundo medievalizado sumamente violento.

Wojtyla y Ratzinger respondieron a una de las más clásicas amenazas de falsificación del fenómeno religioso: la tentación de dominar a Dios y de mantenerle «atado y bien atado», según la clásica expresión de la España franquista. La del cardenal Ratzinger fue la obsesión por una forma de ortodoxia que quiere tener la verdad amurallada, incontaminada. Lo que según el jesuita español José Ignacio González Faus corresponde a ese tipo de patología que la Escuela de Frankfurt denomina «la personalidad autoritaria» y que Max Horkheimer describía como «una entrega mecánica a los valores convencionales; sumisión ciega a la autoridad, junto a un odio ciego a todos los oponentes y marginados; pensamiento rígido y estereotipado». Aunque no hay que excluir que Benedicto XVI se sitúe ahora como un papa de transición; pero si lo hace, no será por convicción, sino por necesidad.