Los recientes acontecimientos en Perú han puesto sobre la mesa un asunto de suma importancia, como es el ejercicio de los derechos. Las últimas décadas han visto como en el plano internacional, refrendado en gran medida en los ámbitos nacionales, se han ido aprobando toda una importante serie de declaraciones, convenios y pactos que establecían, […]
Los recientes acontecimientos en Perú han puesto sobre la mesa un asunto de suma importancia, como es el ejercicio de los derechos. Las últimas décadas han visto como en el plano internacional, refrendado en gran medida en los ámbitos nacionales, se han ido aprobando toda una importante serie de declaraciones, convenios y pactos que establecían, en mayor o menor medida, los derechos humanos individuales y colectivos. Esta sucesión de avances se ha celebrado permanentemente como un éxito continuo que define cuales son esos derechos y establece la posibilidad de identificar también a aquellos responsables de sus violaciones. Además de establecer su carácter de universales (son aplicables para todos los seres humanos)
, inalienables (nadie puede ser privado de ellos, salvo en determinados casos y conforme a derecho)
, indivisibles, interconexos e interdependientes (no basta con respetar algunos derechos humanos si otros se violan. Todos tienen la misma importancia).
Sin embargo, la práctica se aleja permanentemente de la realidad teórica y nos muestra la cruda realidad. Una cosa es aprobar derechos y otra, muy distinta, es ejercerlos. De hecho, éste es el mayor problema y cuando él mismo se pretende saltan todas las alarmas del sistema político y económico en su contra. Perú ratificó en 1993 el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo y, posteriormente, ha sido uno de los defensores para la aprobación, en 2007, de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Ambos instrumentos internacionales establecen, aunque con algunas carencias aún, los derechos individuales y colectivos de los 370 millones de personas que conforman estos pueblos en el planeta.
Pero, esa aparente actitud democrática y defensora de derechos choca frontalmente con el sistema económico internacional, con los intereses de las multinacionales y su «derecho apropiado» a la explotación de todos los recursos naturales o, por lo menos, de todos aquellos que generan a estas empresas importantes beneficios. Así, una cosa es ser sujeto de derecho sobre el territorio y recursos y otra cosa es ejercer el mismo cuando éstos están en la mira de las multinacionales y/o tratados de libre comercio, como es el caso.
Se desconoce conscientemente que la cultura y la vida, así como la identidad de los pueblos indígenas, están directamente ligadas a los territorios donde éstas se desarrollan. En este sentido, la pérdida del territorio lleva consigo consecuencias de toda índole: económicas, espirituales, sociales y políticas. El efecto más grave es el socavamiento de las estructuras socio-culturales y de la identidad como pueblo.
Esto, por que la visión que estos pueblos tienen del territorio difiere totalmente de la concepción capitalista y occidental. Para ésta última la tierra no tiene sino un valor económico en su explotación y en su propiedad; para los pueblos indígenas, el territorio lo conforma no solamente la capa superficial de la tierra sino que éste incluye las aguas, el aire, el subsuelo y, en suma, todos aquellos elementos que en su conjunto definen la identidad de un pueblo, siendo éste parte de ese territorio y no el ser superior y explotador del mismo.
Por esta razón, el derecho a la tierra y el territorio es un derecho inalienable, y su reconocimiento y ejercicio elemento central en las principales reivindicaciones indígenas.
Ante lo anterior, el gobierno peruano aduce que unos miles de indígenas (400.000) no pueden obstaculizar el desarrollo económico del país.
Sin embargo, es público y comprobado que muchos de los programas de desarrollo económico, especialmente los llevados a cabo por las multinacionales así como por las instituciones pilares del sistema capitalista como el Banco Mundial (BM), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), etc., con los pueblos indígenas, en cualquier parte del continente americano, han sido impuestos y casi nunca consultados, trasladando previsiones y requisitos ajenos que han causado la desaparición de sus bases económicas y la desestructuración sistemática de sus culturas. En esta línea, han sido vistos en muchas ocasiones como obstáculos para el desarrollo, excluyéndoseles de los procesos implementados y de los niveles de decisión. Desde fuera se dicta el camino del desarrollo que deben seguir, como si fueran menores de edad desconocedores de aquello que más les conviene. Se obvia otro derecho reconocido, cual es el que se define como consentimiento libre informado previo (o fundamentado), que traspasa el simple derecho a la consulta e implica el derecho a decir «no» a cualquier actividad de desarrollo propuesta que pudiera afectar negativamente a las tierras y territorios indígenas, así como a su integridad cultural, social y política.
En suma, y aunque así se reconoce en la teoría, en la práctica real podemos afirmar que se niega a los pueblos indígenas su propia capacidad de gestión, sus propios métodos a la hora de solucionar sus problemas y, lo que es más grave, su capacidad de hablar en su propio nombre. Se niega el ejercicio del derecho reconocido.
En el caso que nos ocupa la obligación de consultar a los pueblos indígenas y promover su participación en/sobre cualquier proyecto que les afecte se incumple flagrantemente y se aprueban, por parte del gobierno peruano, toda una serie de decretos que abren la selva amazónica a la venta y explotación de sus recursos naturales por parte de las transnacionales. Como en tantas ocasiones, el resultado final es conocido: millones de dólares de beneficios para estas empresas; alguna posta sanitaria y letrinas para las comunidades indígenas, además del territorio deforestado, los ríos contaminados y las comunidades desarticuladas política, social y culturalmente, además de hundidas en una profunda miseria. Pero todo se hace en «aras del beneficio nacional» aunque, incluso en ese plano, Perú seguirá siendo un país dependiente y con los mayores índices de pobreza del continente, excepto su pequeña clase dominante, la cual gozará de las migas de riqueza que reparten las transnacionales a cambio de abrir el país a su explotación.
Y mientras tanto, la comunidad internacional mira para otra parte, ni tan siquiera pregunta que pasó realmente en los enfrentamientos que el gobierno peruano ha planteado como ataque salvaje a la policía por parte de los atrasados indios; no preguntará por los desaparecidos, por las sospechas de cadáveres indígenas quemados, arrojados a los ríos o enterrados en fosas comunes, denunciados permanentemente por la población afectada. Ni tan siquiera planteará la necesidad de una misión de verificación internacional que pueda esclarecer lo ocurrido. Se aludirá para ello al respeto a la soberanía de los estados y que estos hechos son cuestiones internas sobre las que no se pueden inmiscuir terceros. Sin embargo, no se respeta esa misma soberanía nacional cuando se protege y se impulsa la entrada de las multinacionales en esos estados a los que se ha condenado al papel de proveedor de materias primas para el mundo rico.
Como decimos, una cosa es reconocer derechos, otra muy diferente, reconocer el derecho a ejercer esos derechos.