«Les propongo que ustedes, los líderes empresariales reunidos en Davos, y nosotros, las Naciones Unidas, iniciemos un pacto mundial de principios y valores compartidos, que darán una cara humana al mercado global». El 31 de enero de 1999, Kofi Annan se presentaba en el Foro Económico Mundial de Davos y, con estas palabras, anunciaba el […]
«Les propongo que ustedes, los líderes empresariales reunidos en Davos, y nosotros, las Naciones Unidas, iniciemos un pacto mundial de principios y valores compartidos, que darán una cara humana al mercado global». El 31 de enero de 1999, Kofi Annan se presentaba en el Foro Económico Mundial de Davos y, con estas palabras, anunciaba el lanzamiento de una nueva iniciativa internacional: el Global Compact (o Pacto Mundial). Aquella propuesta, cuyo objetivo era tejer una «alianza creativa entre Naciones Unidas y el sector privado», fue adoptada oficialmente un año y medio después en la sede general de la ONU en Nueva York, con la participación de 44 empresas transnacionales -como BP, Nike, Shell y Novartis, entre otras- y algunos sindicatos y ONG. Desde entonces, el Pacto Mundial se ha convertido en la principal referencia para la vigilancia y el seguimiento de las compañías multinacionales y, ahora que se cumplen diez años de su puesta en marcha, parece necesario analizar de forma crítica los resultados obtenidos.
No está de más recordar que la discusión sobre la firma de unas normas internacionales que regulen las operaciones de las empresas transnacionales viene de lejos: desde la década de los setenta. A finales de 1972, ante la Asamblea General de la ONU, Salvador Allende pronunció un discurso que hoy, cuatro décadas después, conserva toda su vigencia: «Estamos ante un conflicto frontal entre las grandes corporaciones transnacionales y los Estados. Estos aparecen interferidos en sus decisiones políticas, económicas y militares por organizaciones globales que no dependen de ningún Estado y que no están fiscalizadas por ningún parlamento». En aquellos años ya se intentó aprobar en el seno de Naciones Unidas sin resultado un código externo vinculante para estas compañías. Pero, a lo largo de los años ochenta y, sobre todo, de los noventa, este debate se fue desactivando a la vez que iba ganando importancia el discurso de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC), impulsado por las escuelas de negocios y las propias multinacionales. Y la creación del Global Compact sirvió para dar por buena toda esta evolución desde la lógica de la obligatoriedad hacia la filosofía de la voluntariedad.
Porque una de las cuestiones centrales del Global Compact es que se trata de un acuerdo voluntario. Las empresas que se adhieren a él han de suscribir diez principios genéricos -sobre derechos humanos, medio ambiente, derechos laborales y corrupción- y su única obligación es tener al día el llamado informe de progreso, con el que se considera que rinden cuentas a la sociedad. Sin embargo, destacan la notable indefinición de los contenidos del Pacto y la ausencia de cualquier mecanismo mínimo de supervisión: la información que se comunica es voluntaria, unilateral y sin controles de ninguna clase; pero, eso sí, permite disponer del aval de la ONU para definirse como una compañía responsable. «Tal vez, dentro de los informes de progreso de una empresa no todo lo que se cuenta es cierto», reconoce Jeff Senne, miembro de la oficina del Pacto Mundial, pero «no tenemos ninguna manera de verificar esto, y tampoco es nuestra intención hacerlo».
Con la consolidación del Global Compact y de otras iniciativas voluntarias similares, ha ganado la batalla de las ideas ese concepto del que tanto se ha oído hablar en los últimos años: la Responsabilidad Social Corporativa. Este nuevo paradigma en el que las empresas transnacionales afirman basar su comportamiento ha servido para generar una extensa bibliografía, pero en torno al mismo sigue habiendo una cierta ambigüedad conceptual que resulta preocupante. De hecho, la RSC se ha convertido en una especie de cajón de sastre en el que tienen cabida desde el marketing solidario hasta los códigos de conducta, pasando por los informes de sostenibilidad, las actividades sociales y culturales, y la puesta en marcha de proyectos educativos y de cooperación al desarrollo en países empobrecidos, entre otras muchas actividades.
Uno de los argumentos más citados para cuestionar la RSC es que es una herramienta de marketing: sirve para evitar la erosión de la imagen corporativa y funciona como un buen mecanismo para el lavado de cara empresarial. Y, efectivamente, se trata de una adaptación de las grandes corporaciones al medio, como resultado de haber aprendido cómo se deben afrontar las críticas que se les hacen desde la sociedad civil por los efectos de sus operaciones. Pero, además, es muy rentable económica y socialmente, porque es muy útil para potenciar al mismo tiempo el valor de la marca, la fidelización de los clientes y, por lo tanto, los beneficios de la empresa.
Jurídicamente, la extensión de la RSC y de los códigos de conducta impide, de facto, que haya sistemas normativos capaces de neutralizar la fortaleza de la lex mercatoria. Y es que no tiene sentido que, por una parte, los derechos de las empresas transnacionales se protejan mediante los múltiples acuerdos que forman el Derecho Comercial Global -una complicada arquitectura jurídica fundamentada en las normas vinculantes de la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial, el FMI, los Tratados de Libre Comercio y los Acuerdos de Protección de Inversiones, entre otras- mientras que, por otra, sus obligaciones a nivel ambiental, laboral y social se dejan en manos de la ética.
En nuestra opinión, para paliar esta asimetría, sería necesario poner en marcha un código internacional que no parta del principio de voluntariedad y que posea un carácter imperativo, coercitivo, sancionador y exigible ante los tribunales competentes. En esa misma línea, habrían de crearse tanto un Centro de Estudios y Análisis sobre empresas transnacionales -en el seno de Naciones Unidas- como un Tribunal Internacional para las multinacionales. Finalmente, con todo ello, nos encontraríamos en disposición de empezar a afrontar uno de los grandes desafíos en la era de la globalización: medir los verdaderos efectos sociales, económicos, laborales, ambientales y culturales de las actividades de las empresas transnacionales por todo el planeta.
Juan Hernández Zubizarreta es profesor de la Universidad del País Vasco
Pedro Ramiro pertenece al Observatorio de Multinacionales en América Latina – Paz con Dignidad