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Donde un derecho es violentado, la humanidad entera retrocede

Fuentes: Rebelión

Sumarse a la defensa de los derechos del otro no es un acto de caridad ni una postura ideológica pasajera. Es una acción profundamente humana que nace desde el corazón del Ubuntu, esa filosofía ancestral africana que nos recuerda que “yo soy porque nosotros somos”.

«Somos porque el otro es. Así lo enseñaron los abuelos cimarrones, con la voz curtida por el monte y la esperanza. Caminar tras sus huellas no es solo honrar la memoria, es comprometerse con la justicia viva, esa que no descansa hasta que cada ser humano ande erguido y libre. Seguir su camino es entender que la libertad no es una conquista individual, sino una construcción colectiva donde la vida —toda vida— se pone por delante. Porque allí donde uno es negado, todos somos disminuidos. Y donde uno florece, todos nos elevamos.»

Sumarse a la defensa de los derechos del otro no es un acto de caridad ni una postura ideológica pasajera. Es una acción profundamente humana que nace desde el corazón del Ubuntu, esa filosofía ancestral africana que nos recuerda que “yo soy porque nosotros somos”. Porque no existe humanidad sin la otra persona, no hay paz sin justicia compartida, no hay libertad si no es colectiva. Una herida en uno, es una herida en todos. Un grito de dolor en un pueblo, retumba en la conciencia de toda la humanidad.

No importan las fronteras, ni los colores de los pasaportes, ni los acentos ni los credos. Si del otro lado del río, en la otra orilla, en un barrio, una ciudad o un país distinto, a un ser humano se le violan sus derechos fundamentales, y tú permaneces quieto, indiferente, esperando que no te alcance, estás permitiendo que esa injusticia crezca como sombra. Hoy es con el otro, mañana será contigo. Y cuando llegue ese día, quizás ya no haya nadie para alzarse por ti.

Cuando la justicia deja de ser justicia y se convierte en herramienta para el posicionamiento político, para el espectáculo mediático, para el revanchismo o el cálculo electoral, entonces hemos regresado al tiempo de los látigos invisibles y las cadenas disfrazadas de leyes. Es el retorno peligroso a la ley del más fuerte, al despojo legitimado, a la barbarie vestida con toga, cruz y bandera. La manipulación de la ley no solo corrompe la norma, sino que corroe la esperanza.

La ley, en su principio más sagrado, existe para garantizar la convivencia en paz entre los ciudadanos. Es un pacto ético, no solo jurídico. Pero cuando esa ley es manipulada, cuando se dobla al antojo de los poderosos, se quiebra su esencia. El que guarda silencio, el que se esconde tras la aparente neutralidad o se abriga en su propio bienestar sin mirar al costado, se convierte en cómplice de esa injusticia. Porque la neutralidad, cuando hay una víctima, siempre favorece al verdugo.

No se trata de ideologías, se trata de humanidad. Se trata de asumir que el dolor del otro también es tuyo, aunque no lleve tu nombre ni tu rostro. Cuando en un rincón del mundo un hombre, una mujer, un niño, es atropellado en su dignidad, la humanidad entera es arrastrada hacia el abismo. Porque no somos islas. Porque la indiferencia es la primera piedra en el camino hacia el olvido, y el olvido es el umbral del horror.

Por eso, defender al otro es defenderte a ti. Porque quien hoy calla ante la injusticia, mañana no tendrá voz para pedir justicia cuando sea su turno. Defender los derechos humanos no es un lujo de quienes militan en alguna causa, sino una necesidad vital para quienes creen en la vida como bien supremo.

Los dueños del capital, en su lógica insaciable, colocarán siempre sus intereses económicos por encima del bienestar humano. Lo han hecho siempre. Lo seguirán haciendo mientras no pongamos la vida por delante, mientras no comprendamos que el desarrollo no puede sostenerse sobre cuerpos rotos ni sobre el llanto de los pueblos. Mientras las cifras de crecimiento oculten el empobrecimiento de los cuerpos y las almas, estaremos caminando hacia el abismo.

Por eso, hoy más que nunca, hay que volver al sueño de los abuelos cimarrones, a su resistencia llena de sabiduría y amor. Ellos no pensaban solo en su libertad, pensaban en que nadie más volviera a ser encadenado. Nos enseñaron que ser es más importante que tener, que la libertad se construye juntos, que la dignidad no se negocia ni se arrienda.

Hay que volver a ser, donde sea que estemos. Volver a ser humanos. Volver a mirar con ternura. Volver a indignarnos. Volver a gritar. Volver a danzar por la vida y no solo sobrevivir. Porque cuando se apaga la humanidad del otro, algo tuyo también muere. Cuando se silencia su tambor, también se debilita tu memoria, tu raíz.

El sonido del tambor no es solo música. Es un llamado. Es memoria sonora. Es un grito que traspasa siglos y mares, que convoca a no rendirse, a no quedarse quieto, a seguir luchando por la vida. Es la melodía que nos une, que nos recuerda que la libertad es colectiva o no será. Porque la libertad de uno no vale si se pisa la libertad de otro.

Por eso, es necesario estar alertas. Aquí, allá, en cualquier rincón del mundo, donde un derecho sea violentado, debemos alzar la voz. No por heroísmo, sino por coherencia. No por protagonismo, sino por amor a la vida. Porque si algo debe regir nuestras relaciones humanas, es la verdad. Sin ella no hay justicia. Sin ella, no hay paz. Sin verdad no hay memoria, y sin memoria no hay futuro.

Y si la verdad guía nuestros pasos, entonces no hay miedo, no hay duda, no hay marcha atrás. Porque sabremos que estamos caminando con nuestros muertos y con los que aún no nacen. Por ellos, por nosotros, por todos. Porque todos nosotros somos yo.

La justicia, entonces, no puede ser mercancía, ni privilegio, ni trofeo de guerra electoral. La justicia debe ser una práctica viva, cotidiana, comunitaria. Debe oler a tierra mojada, a sudor colectivo, a palabras tejidas en comunidad. No se decreta en oficinas. Se construye con abrazos, con resistencia, con solidaridad activa. Con Ubuntu.

Ubuntu no es solo una palabra. Es una ética, una práctica, un horizonte. Nos recuerda que el bienestar del otro me construye, me sostiene, me da sentido. Nos recuerda que el dolor del otro me duele, aunque no lo vea. Que la felicidad del otro me alimenta, aunque esté lejos. Porque nadie florece solo. Porque la dignidad no admite fronteras.

Hoy, más que nunca, urge alzar la voz. Porque las injusticias se visten de modernidad, se camuflan en discursos huecos, se ocultan tras leyes redactadas para excluir. Pero hay algo que no pueden apagar la verdad que nace del corazón de los pueblos. Esa verdad que no se rinde. Esa verdad que camina descalza pero digna. Esa verdad que nos recuerda que la humanidad solo avanza cuando se une para defender al más débil.

Yo existo porque tú existes, dice el Ubuntu. Yo soy libre porque soy rebelde, y por rebelde, grande. Porque entendí que la única forma de ser plenamente humano es abrazando al otro. No con lástima, sino con respeto. No desde arriba, sino hombro a hombro. Y que cada vez que un derecho es violentado, la humanidad entera retrocede un paso. Pero cuando uno solo se levanta por el otro, toda la humanidad da un salto hacia adelante.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.