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El caso Bolivia y Ecuador

Dos visiones sobre las constituyentes en América Latina

Fuentes: Rebelión

En su discurso de balance del gobierno del MAS, un año después de haber tomado posesión, Evo Morales insistió en la necesidad de que la Asamblea Constituyente refunda la República. Bolivia necesita esta refundación, este cambio que mueva los cimientos del dominio oligárquico de las minorías poderosas y establezca un futuro democrático bajo la dirección […]

En su discurso de balance del gobierno del MAS, un año después de haber tomado posesión, Evo Morales insistió en la necesidad de que la Asamblea Constituyente refunda la República. Bolivia necesita esta refundación, este cambio que mueva los cimientos del dominio oligárquico de las minorías poderosas y establezca un futuro democrático bajo la dirección del pueblo. Eso prometió Evo, y está moralmente comprometido por sus palabras. Hasta ahora los avances han sido decisivos. Si en un país latinoamericano la Constituyente tenía frente a si un trabajo titánico era en Bolivia. Explotado y empobrecido, poco cohesionado, de orografía tan bella como difícil, al que nunca se le ha agradecido sus aportes a la humanidad, con la moral de sus habitantes por los suelos y con una minoría dirigente excluyente y racista que se considera, todavía hoy, la dueña de lo habido y por haber. Las predicciones se han hecho realidad. La Asamblea Constituyente boliviana ha tenido que hacer frente a todo tipo de presiones, desde la siempre miserable de la chequera en blanco (miserable no sólo por la actitud de quien la impulsa, sino por la acción de quien la acepta, que apunta directamente a las miserias humanas, comprensibles pero nunca justificables) hasta la que demagógicamente ha pregonado a quien ha querido escuchar el golpe de Estado que supone tomar las decisiones por mayoría simple.

La voluntad de estas minorías, cabe insistir, ha sido bloquear la acción de la Constituyente. Para ello se han rodeado de lo mejor que saben hacer: esconder sus verdaderas pretensiones y organizar un frente de defensa respecto a las actitudes autoritarias de los que quieren cambiar la cosas. Por esta razón llaman a los sabios a consultas, se rodean de un halo de intelectuales, políticos y periodistas, que les siguen y desarrollan su discurso. Procuran que la gente salga a la calle con eslóganes diversos que alteran la sustancia de ese gen primitivo del que hablan los darwinistas y que, en épocas de todos contra todos, nos impulsaba al odio y a la muerte para garantizar la supervivencia. El trabajo de la Constituyente boliviana es arduo, pero no es para menos. Se está enfrentando con siglos de dominación, con intereses multimillonarios, que no van a ceder en sus prebendas mientras puedan evitarlo.

Rafael Correa asumió el discurso constituyente y lo proyectó como una esperanza para los ecuatorianos. Ecuador estrenó Constituyente hace menos de diez años, pero fue truncada por los intereses de las minorías y un poder político que no acompañaba a la voluntad de los ecuatorianos. A principios de agosto de 2006, Rafael Correa ocupaba el quinto lugar en las encuestas electorales, a pocos les sonaba como el ministro de finanzas de Gutiérrez que se opuso al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, y la Constituyente era considerada por el pueblo más como una propuesta voluntarista que una acción con visos de prosperar. De hecho, meses atrás, durante la presidencia de Alfredo Palacio, la propuesta constituyente fue obstaculizada por un parlamento inmovilista. Pero Correa supo apostar y ganó: prefirió no presentar candidatos al parlamento. ¿Para qué, se preguntaba, si voy a solicitar que se elija democráticamente una Constituyente que estará por encima de los poderes constituidos? Este signo, extraño en política, caló hondo, y lo llevó a la Presidencia de la República en apenas tres meses. Arriesgó y ganó. Hoy en día, el 78% de los ecuatorianos están a favor de una Asamblea Constituyente.

Días antes del discurso de Morales, Rafael Correa tomaba posesión de la Presidencia del Gobierno en Ecuador. A través de ECUAVISA se distribuyeron las imágenes del acto por todo el mundo. Rafael Correa habló de los cambios necesarios en el país, de la expectativa creada, de la necesidad de escuchar al pueblo. Comentó las injusticias que la versión más conservadora del liberalismo había provocado en Ecuador, donde más de una quinta parte de la población ha tenido que emigrar, los esfuerzos económicos se destinan a pagar los intereses de una deuda externa asfixiante y el Estado no llega a la gran mayoría del pueblo. Y se refirió a la forma en que iba a iniciar el conjunto de cambios necesarios: a través de una Asamblea Constituyente, fundamento de su programa político y piedra de toque para calibrar las posibilidades reales de una transformación.

Hay quien asegura que en política no existen las casualidades, y probablemente la toma de televisión durante aquel acto televisado no fuera una casualidad: Hugo Chávez y Alan García figuraban en primer plano, sentados, detrás de un Correa que dominaba con buen verbo el plano de la cámara. A la izquierda de la imagen, Hugo Chávez asentía con la cabeza, quizás recordando aquel día de febrero de 1999 en que él tuvo su oportunidad de juramentar sobre la moribunda Constitución de 1961 el cargo como Presidente de la República. Inmediatamente firmó el Decreto de convocatoria de la Asamblea Constituyente, que sesionó durante todo el año y que al cabo de pocos meses presentó un proyecto de Constitución al país. Antes de que finalizara el año, Venezuela disfrutaba de la flamante Constitución bolivariana. Ahora se habla de que necesita cambios para avanzar en las conquistas sociales, lógico por cuanto ninguna Constitución útil puede ser inmune a las nuevas necesidades de la sociedad. Pero nadie puede negar los avances de todo tipo que se han conseguido con la Constitución bolivariana, ni dejar de ver que fue esta Constitución la que intentaron erradicar los golpistas del 11 de abril, y a la que se aferró el pueblo venezolano para recobrar la democracia.

A la derecha de la imagen, detrás de Correa, la visión era radicalmente diferente. Alan García escuchaba consternado el discurso del Presidente, sujetándose una pierna con las manos, cabizbajo, con la mirada perdida. No son buenas épocas para formas de pensar como la de Alan García, aislado -con Uribe- de la dirección de los vientos en América Latina. Unos meses atrás, Estados Unidos se negó a firmar con Perú el Tratado de Libre Comercio, a pesar de la actitud mendicante de un Presidente que fue elegido como el mal menor por los electores de Lima -porque, cabe recordarlo, en el interior del país ganó por goleada Ollanta Humala-. A Alan García tampoco le gustan las asambleas constituyentes. El programa de gobierno de Ollanta Humala incorporaba la refundación de la República siguiendo la fórmula constituyente, y hace unos días su partido insistió en esa idea. García salió airado en defensa del status quo. «Una Constituyente sólo va a desordenar el país», adujo con gestos de negación hacia la posibilidad de cambio real.

Chávez y García representan dos visiones sobre qué está pasando en América Latina. Para Chávez -y en buena medida Morales, Correa…- el cambio es lento, pero imparable, y la Constituyente es un trecho en el camino por el que hay que pasar. Para García, que ve las cosas dispuestas sobre un tablero de ajedrez, las negras pierden, pero la reina sigue protegida, y una Constituyente puede propiciar el jaque mate. De nada sirve pregonar un análisis maniqueísta sobre el papel de las constituyentes para los cambios sociales, como el que he escuchado últimamente acerca de que una constituyente sólo puede ser promovida por posiciones radicales. Ejemplos de constituyentes inmovilistas sobran; el pensador Heinz Dieterich, desde posiciones de izquierda, entiende que «es obvio que el constitucionalismo latinoamericano, cual producto de la burguesía atlántica, es eurocéntrico, burgués-colonizador, racista y estadista». Estos análisis simplistas son atractivos, pero no aportan mucha luz sobre lo que está ocurriendo en América Latina. No se trata de que Alan García sea de izquierdas porque Haya de la Torre, ideólogo principal del APRA, estuviera alineado claramente a favor del latinoamericanismo y contra el imperialismo (APRA son las iniciales de Alianza Popular Revolucionaria Americana; denominación que hoy difícilmente suscribirían las cúpulas apristas en el sentido real de sus términos), y promoviera una constituyente para definir un antes y un después en el devenir político peruano. Tampoco que Heinz Dieterich sea conservador porque opine que las asambleas constituyentes son una trampa en la revolución latinoamericana. Aunque Alan García y Heinz Dieterich coincidan en que la mejor constituyente es la que no existe.

La cuestión es, desde luego, mucho más compleja. Izquierda y derecha deberían entender que promover una Constituyente no es en sí la solución para nada, sino la vía para encontrar una solución. Es la vía democrática de establecer los caminos por los que una generación quiere recorrer, la que dota de legitimidad al poder público, los puertos de destino y las rutas para alcanzarlos. En América Latina, es el mecanismo que están utilizando los pueblos para avanzar hacia una sociedad más justa e igual. Por ello, tenemos que felicitar a los bolivianos por el trabajo que llevan contra marea; dar la bienvenida a los ecuatorianos en la esperanza constituyente; y seguir defendiendo que, si bien la Constituyente puede no ser la única vía posible para la emancipación democrática, el resto de caminos son mucho más tortuosos y susceptibles de fracasar.

Universitat de Valencia
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