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Golpe de Estado constitucional en Paraguay

El aliento del lobo en la nuca

Fuentes: Rebelión

Pueden existir los golpes de Estado constitucionales. El que ha tenido lugar contra Fernando Lugo es, desde luego, un claro ejemplo de ello. Los análisis de este tipo de sucesos suelen estar plagados de lugares comunes poco sólidos con un mínimo de profundización. Que si se trata de los instrumentos parlamentarios que hace más fuerte […]

Pueden existir los golpes de Estado constitucionales. El que ha tenido lugar contra Fernando Lugo es, desde luego, un claro ejemplo de ello.

Los análisis de este tipo de sucesos suelen estar plagados de lugares comunes poco sólidos con un mínimo de profundización. Que si se trata de los instrumentos parlamentarios que hace más fuerte a la democracia, que si al fin y al cabo se ha aplicado la Constitución que se dieron los paraguayos, que si todos los actos se han realizado en el marco constitucional… Muchas de estas razones, desde luego, son esgrimidas para defender el mantenimiento del Estado de Derecho y el normal funcionamiento de las instituciones.

Y es que el normal funcionamiento de las instituciones se suele dar, fundamentalmente, en las dictaduras. Si por «normal» se entiende simplemente «dentro del marco legal», no duden ustedes de la existencia de una institucionalidad bien fortalecida en el Pinochet de Chile, o en la Italia de Mussolini. De hecho, en las democracias las cosas suelen ser más cambiantes, y las Constituciones, si son realmente normativas y democráticas, van avanzando a medida que los pueblos así lo deciden. Sin traumas ni tapujos. La voluntad democrática es la única que puede sostener a la Constitución democrática: el resto, como nos demuestra el caso paraguayo, no es democracia. Es otra cosa.

¿De dónde proviene la Constitución de 1991, más vigente que nunca en Paraguay? De una alianza entre los partidos políticos destinada a transitar desde la dictadura hacia una sociedad algo más libre y con un maquillaje democrático. Los noventa ya no parecían años de dictaduras en América Latina, y la caída de los bloques avecinaban nuevos vientos. Los regímenes militares no atraían capitales internacionales, y los movimientos de derechos humanos habían complicado la aplicación de férreas disciplinas, vitales para la supervivencia de los sistemas autoritarios. Todos los participantes en la brutal Operación Cóndor fueron cayendo uno a uno: las juntas militares en Brasil, Bolivia y Argentina, el pinochetismo, la dinastía de los Somoza… Al estilo del «puntofijismo» venezolano, que marcó la pauta de lo que se conocería por «transición democrática» (competitividad electoral, finalmente) con la salida de Pérez Jiménez, América Latina fue indudablemente avanzando hacia un marco de mayores libertades, pero bajo la vigilancia de la coalición de partidos políticos que no prometían grandes avances democráticos. Sólo Perú, a un costo altísimo, dio marcha atrás con Fujimori.

En Paraguay, los que derrotaron la dictadura de Stroessner fueron los mismos colorados que lo apoyaron desde el parlamento y legitimaron el régimen. Fue, finalmente, la traición a uno de los suyos cuando perdió los apoyos en el partido del que formaba parte. El objetivo: una transición controlada, con algunos tintes de pluralidad, hacia un sistema de gobierno donde la incorporación de los opositores, los liberales, relegitimaran el poder en la época de las democracias. Pero la partidocracia no es una democracia auténtica. Es una democracia limitada basada en el acuerdo de los partidos políticos que forman parte del sistema con los factores de poder (ejército, iglesia, grandes capitales…) y la exclusión de cualquier alternativa democrática que vaya más allá de ellos. De trata de un régimen más abierto y plural que las dictaduras, pero a su vez autoreproductivo e incapaz de regenerarse por él mismo, que usa mecanismos conocidos (leyes electorales, sistemas clientelares, dominio de medios de comunicación…) para garantizar la estabilidad y la institucionalidad. Lógicamente, dentro del marco constitucional. La Constitución partidocrática es muy diferente a la democrática: no surge de un poder constituyente popular, sino que es el certificado de bautismo de un espejismo de democracia y libertad.

En el caso paraguayo, la ceremonia tuvo lugar el 20 de junio de 1992, cuando se aprobó la Constitución partidocrática. No es casualidad que el 82% de los miembros de la convención constituyente que sancionó la Constitución vigente estuviera formado por miembros de los dos partidos del sistema, el colorado y el liberal. Entre 1947 y 1963, los colorados fueron los únicos que podían legalmente presentar candidatos a las elecciones paraguayas, y la dictadura de Stroessner se basó en el control del partido durante más de tres décadas. Los liberales, tradicionales opositores a los colorados, se adaptaron rápidamente a las nuevas condiciones partidocráticas tras el fin de la dictadura que ellos mismos ayudaron a derrocar, y por lo que algunos de ellos fueron perseguidos y torturados. Pero las mieles del poder producen extraños compañeros de viajes.

Frágil cesto se podía conseguir con esos mimbres. La Constitución de 1992, por lo tanto, fue un texto negociado para el mantenimiento de la estabilidad partidista, con el visto bueno del ejército, y que impedía, como se ha demostrado, cualquier sorpresa dentro del marco constitucional. Cuando el outsider Fernando Lugo ganó las elecciones en 2008 con una coalición que incluía al Partido Liberal, la suerte estaba echada. Aunque tuviera amplio apoyo popular y de varios pequeños partidos al margen del sistema, sin una regeneración democrática la fórmula Lugo-Franco estaba condenada a acabar mal. La historia demuestra la dificultad de derribar murallas desde la fortaleza. Luis Federico Franco Gómez, médico de profesión, se afilió al Partido Liberal Radical Auténtico a los catorce años. Contó con el carnet de afiliado nº 250. Era una criatura de la partidocracia. Posiblemente Fernando Lugo entendió que contando con un vicepresidente del sistema las cosas iban a ser más fáciles, y que el contexto internacional impediría cualquier alteración de la voluntad ciudadana. Nada más lejos de la realidad. En su momento, Lugo no vio la necesidad de sustituir las normas del juego de la partidocracia por unas realmente democráticas, lo que suponía necesariamente convocar a un proceso constituyente popular. Ahora, que debe someterse a las reglas de los de siempre, ya sabe de lo que ha sido víctima, y su vicepresidente es en estos momentos, constitucionalmente, el Presidente de la República.

En Paraguay, como en Honduras hace unos años, hemos sido testigos de que cuando se siente el aliento del lobo en la nuca, es muy probable que muerda.

Rubén Martínez Dalmau es Profesor Titular de Derecho Constitucional de la Universitat de València

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.