La Historia no se repite, como creen los simplistas, ni se ha terminado, como quisieran los explotadores. Por el contrario, estamos en los albores de una nueva era, anunciada tanto por los sangrientos estertores del imperialismo como por los gritos de libertad de los pueblos y de las clases oprimidas. Y si, como dice Engels […]
La Historia no se repite, como creen los simplistas, ni se ha terminado, como quisieran los explotadores. Por el contrario, estamos en los albores de una nueva era, anunciada tanto por los sangrientos estertores del imperialismo como por los gritos de libertad de los pueblos y de las clases oprimidas. Y si, como dice Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, la primera explotación y el paradigma de todas las demás fue la explotación de la mujer por el hombre, la liberación de la mujer y su reciente incorporación a los ámbitos de decisión marca el comienzo y señala el camino de esa nueva era de libertad, igualdad y fraternidad a cuyo nacimiento tenemos el privilegio de asistir y por cuya consolidación tenemos el deber de luchar. Una nueva Edad que bien podríamos denominar Postcontemporánea, en el sentido de que, por primera vez en la Historia, los pueblos del mundo podrían sustraerse a su confinamiento en la estricta contemporaneidad de la mera supervivencia cotidiana para convertirse en dueños de su futuro. Y Postcontemporánea también en el sentido de que sucederá a una Edad en la cual quienes se creen amos y gestores del tiempo, lo jerarquizan desde una contemporaneidad supuestamente definitiva (a la vez que definitoria) que postula, en su formulación misma, el fin de la Historia.
En las páginas siguientes, sin ninguna pretensión de exhaustividad, ni siquiera de sistematicidad, intentaré señalar algunas características, condiciones, problemas e instrumentos del proceso que apunta, cada vez con más fuerza, hacia esa Edad Postcontemporánea. Un proceso que, como todas las grandes transformaciones, implica, ante todo, lo que los científicos llaman un «cambio de paradigma», es decir, un nuevo mapa de la realidad, una nueva visión del mundo (tema al que dedicaré los siete primeros puntos de mi exposición).
1. Filosofía y ciencia
Hace unos años, le pregunté a Stephen Hawking cómo veía la relación actual entre filosofía y ciencia, y me contestó: «Ahora los filósofos solo se dedican al lenguaje, y los científicos tenemos que ocupar el lugar que han dejado vacante». Los antiguos filósofos fueron los primeros científicos. Los nuevos científicos son los últimos filósofos.
En Dialéctica de la naturaleza, dice Engels: «Los científicos creen librarse de la filosofía ignorándola o despreciándola. Pero puesto que sin pensamiento no pueden avanzar y para pensar necesitan pautas de pensamiento, y toman dichas pautas, sin darse cuenta, del sentido común de las llamadas personas cultas, dominado por los residuos de una filosofía ampliamente superada, o de ese poco de filosofía que aprendieron en la universidad, o de la lectura acrítica y asistemática de textos filosóficos de toda índole, no son en absoluto menos esclavos de la filosofía, sino que la mayoría de las veces lo son de la peor; y los que más desprecian la filosofía son esclavos precisamente de los peores residuos vulgarizados de la peor filosofía».
A primera vista, Hawking parece contradecir a Engels; pero, en última instancia, está señalando el mismo problema –la misma dicotomía– desde un ángulo y un momento diferentes.
Los «intelectuales» (con las comillas quiero señalar que me refiero a lo que habitualmente se entiende por tales) suelen ser gente de letras. Y, viceversa, los científicos no suelen ser considerados (ni considerarse a sí mismos) intelectuales. Sin embargo, hablar de los problemas económicos, políticos y sociales sin saber matemáticas (sin conocer, por ejemplo, la teoría de la información o la teoría de juegos), es, hoy más que nunca, una impostura. Una impostura tan grande –y tan frecuente– como arrogarse el título de filósofo sin un profundo conocimiento de la física del siglo XX y de la lógica posterior a Gödel. La vieja advertencia platónica –«Que no entre aquí quien no sepa geometría»– sigue en la puerta de la Acadenia. Solo que ahora la geometría ya no es euclídea y la advertencia está en un idioma que la mayoría de los «pensadores» no entienden.
El anaritmetismo (la incapacidad de leer el lenguaje de los números) es uno de los grandes problemas de nuestra cultura, y afecta de forma alarmante a la mismísima élite intelectual. Y el discurso sociopolítico se resiente gravemente de ello.
2. Marxismo y ciencia
Decía Popper (cuyas contribuciones a la epistemología no se pueden ignorar, a pesar de su lamentable deriva hacia la derecha) que el marxismo, en el que creyó en su juventud, lo había decepcionado por sus infundadas pretensiones científicas y la falta de rigor de sus «profecías». Venía a decir sir Karl (como se hacía llamar al final de su vida) que él, junto a tantos otros ingenuos, había luchado contra el capitalismo creyendo que su caída era inevitable, como asegura Marx. Al comprender que el pronóstico carecía de base suficiente, se había sentido profundamente decepcionado y había abandonado la lucha. Le escribí, al respecto, lo siguiente: «Su argumento parece sugerir que solo hay que luchar si la victoria está asegurada de antemano, cuando lo cierto es más bien lo contrario: si el capitalismo llevara en su seno el germen de su propia destrucción, como afirma Marx, y su caída fuera inevitable, entonces podríamos relajarnos, como puede relajarse el médico cuando la curación del enfermo es segura o el bombero que sabe que el fuego va a extinguirse por sí solo. Precisamente porque la caída del capitalismo no es inevitable (mejor dicho, no sabemos a ciencia cierta si lo es o no), porque la victoria no está asegurada de antemano, tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas». (Nunca me contestó.)
El marxismo no es una ciencia, y el hecho de que muchos de sus seguidores atribuyeran a sus formulaciones el rango de leyes científicas, ha sido una de las causas del fracaso del llamado «socialismo real». El marxismo no es una ciencia, pero tiene una clara vocación científica y sabe que necesita de la ciencia. Tanto como la ciencia necesita del marxismo para dejar de ser esclava del capital.
3. Pensamiento y acción
El intelectual rumiante (que come y regurgita papel impreso) es una especie domesticada que solo vive en las granjas, los zoos y los circos del poder.
La «soledad solidaria» de la que hablaba Aranguren (la del pensador preocupado por los problemas sociales, pero aislado en su torre de marfil) ya no es suficiente, si es que alguna vez lo fue. El mero hecho de obtener informaión veraz se ha covertido, en estos tiempos de manipulación mediática global, en una tarea incompatible con el tradicional aislamiento de los cenáculos culturales.
Las movilizaciones y los foros sociales necesitan de la participación de los intelectuales (es decir, de quienes han hecho de la cultura y la comunicación su oficio); pero estos, a su vez, no pueden desarrollarse sin participar activamente en dichos foros y movilizaciones.
La dialéctica teoría-praxis bien entendida empieza por uno mismo. Y no vale decir que la generación de teoría es en sí misma una praxis, en un momento en el que sin verdadera praxis (sin participación directa en los procesos sociopolíticos) es imposible tan siquiera acceder a la información necesaria para generar nueva teoría.
Los intelectuales necesitan más «formación física» en ambos sentidos de la expresión: no solo tienen que aprender física (y matemáticas: sin pensamiento cuantitativo, las posibilidades de predicción y transformación son muy escasas), sino que han de mejorar su forma física y no desdeñar la acción, el movimiento, la lucha.
4. La colmena utópica
Hay otra razón por la que los intelectuales tienen que salir urgentemente de sus madrigueras. Y de sus países.
Por las características mismas de su trabajo, el intelectual y el artista tienden al individualismo. Y en estos momentos de guerra abierta del poder contra la razón y la cultura, la lucha individual no es suficiente. Los intelectuales (sin perjuicio de otras formas de organización) tienen que organizarse «gremialmente», planear y llevar a cabo empresas colectivas. Las movilizaciones masivas no serían más que clamorosos testimonios si no dieran lugar a la aparición de «propiedades emergentes», de nuevas formas de relación y organización en y entre los diversos estamentos sociales. Y el estamento intelectual no puede ser una excepción.
El pensador-jardinero que cuida su hortus conclusus y ocasionalmente regala (o vende, más bien) sus flores y frutos a los simples mortales del mundo exterior, ha de dejar paso al pensador-abeja capaz de trabajar en enjambre y de defender la colmena con su aguijón. La colmena utópica, tanto en el sentido literal (no está en un lugar concreto ni tiene una realidad física) como en el literario: el laboratorio de ideas donde colectivamente se proyecta y se prepara la utopía (que no es lo imposible, sino lo imposibilitado por unas circunstancias que hay que subvertir, como nos recuerda Alfonso Sastre).
La caída de Constantinopla en poder de los turcos, a mediados del siglo XV, no solo marca el comienzo de la Edad Moderna, sino que la hace posible. La huida de los sabios bizantinos a la Europa occidental (sobre todo a Florencia, Venecia, Bolonia y otras ciudades italianas) dio un impulso decisivo al Renacimiento, pues con ellos –con sus bibliotecas– volvieron, para reinar en las universidades y en las cortes ilustradas, Platón y Aristóteles, Pitágoras y Euclides (que los árabes ya habían empezado a introducir por Andalucía).
Ahora que la vieja Europa es una gran Bizancio de decadente cultura sometida a los nuevos depredadores imperialistas, los intelectuales europeos tienen que viajar espiritualmente (y también físicamente, cuanto más mejor) a Latinoamérica, donde un nuevo Humanismo y un nuevo Renacimiento han encontrado en Engels y Marx su Sócrates y su Epicuro. (La Historia no se repite: simplemente, permanece. Lo que describe círculos –aunque solo aparentes: en realidad son los ciclos abiertos de una espiral en expansión– es nuestra mirada; nuestra memoria, que constantemente recuerda y olvida las lecciones del pasado.)
Desde que la revolución galileana inauguró la ciencia tal como hoy la entendemos, un científico es necesariamente un experimentador. Desde que Marx y Engels dejaron claro que la función de la filosofía es cambiar el mundo, y no solo explicarlo, los pensadores que no son también hombres –o mujeres– de acción, no son gran cosa, máxime en situaciones de catástrofe material y moral como la que nos ha tocado vivir. Parafraseando a Marañón, el intelectual que es solo un intelectual, no es ni siquiera un intelectual.
Hay que participar personalmente en los foros y en las movilizaciones sociales. Hay que ir a Iraq y a Palestina. Hay que ir a Cuba y a Venezuela, a Brasil y a México. Y no a dar lecciones, precisamente, sino a aprender.
5. La torre y el púlpito
La función del intelectual no es ni puede ser otra que la de buscar, difundir y defender la verdad. Y la verdad es revolucionaria, como nos recuerda Lenin. Luego el intelectual, si no es un impostor, está, por definición, al servicio de la revolución. Denunciar las mentiras, sofismas y tergiversaciones del poder es su irrenunciable misión. Pero el intelectual es un privilegiado, y a menudo luchar contra los poderes establecidos significa luchar contra los propios privilegios. Algunos lo hacen (todos, en realidad: los demás son impostores), pero muy pocos llevan la lucha hasta sus últimas consecuencias. Y uno de los privilegios a los que el intelectual casi nunca renuncia, es el púlpito.
Como si pasar directamente de la torre de marfil al nivel del suelo fuera un salto demasiado brusco, la mayoría de los intelectuales se detienen en un escalón intermedio: el púlpito, la cátedra o la tribuna. Se acercan a los viles mortales lo suficiente como para ser oídos, pero manteniéndose a una prudencial altura por encima de sus cabezas. Y desde el púlpito pueden hablar sin mesura y sin temor a ser interrumpidos por su auditorio cautivo.
En una conversación normal, nadie habla ininterrumpidamente durante una hora seguida o más, y si alguien lo intenta, sus interlocutores lo cortan o le administran un tranquilizante. Las conferencias y mesas redondas deberían consistir en breves exposiciones introductorias seguidas de debates abiertos. Soltar un discurso (máxime cuando el orador, como ocurre a menudo, se limita a leer un texto en voz alta) solo tendría sentido ante un público analfabeto; de lo contrario, sería mucho más razonable darles a los interesados la ponencia escrita para que cada cual la leyese donde y cuando quisiera. Los discursos solo tienen sentido –si lo tienen– cuando el auditorio no puede participar (porque es excesivamente numeroso o porque el orador se dirige a él mediante la radio o la televisión).
A mediados de febrero, participé en La Habana en una larga mesa redonda (ocupó dos mañanas enteras) sobre el mercado de las ideas y el papel de los intelectuales. Pocas veces he tenido unos compañeros de mesa tan competentes (Atilio Borón, Luis Britto, Heinz Dieterich, James Petras) y un auditorio tan selecto (en primera fila, Irene Amador, Eva Forest, Abel Prieto, Iroel Sánchez, Eva Sastre…). Fue muy interesante, pero podría haberlo sido mucho más si hubiera habido más tiempo para el debate. Además, no solo las ponencias, sino también los propios ponentes éramos excesivamente homogéneos. Como señalaron nuestras amigas de la primera fila, todos éramos «hombres, blancos y viejos» (mientras que en el público abundaban las mujeres, los negros y los jóvenes). Hay que escuchar a los ancianos de la tribu, por supuesto; pero no solo a ellos, y menos en estos tiempos vertiginosos. Y, desde luego, hay que escuchar a las mujeres (más que a los hombres, que llevamos demasiado tiempo monopolizando el discurso público). Y a los «hiperpigmentados», como se autodenominan irónicamente algunos caribeños.
6. La revolución pacífica
Más que un oxímoron, «revolución pacífica» parece una contradicción in términis. ¿Cómo se puede expulsar pacíficamente del poder a quienes defienden sus privilegios con la más brutal de las violencias?
Y sin embargo, la revolución es fundamentalmente «pacífica», en el sentido de que su causa es la paz (la Irene de los griegos: la Paz hija de la Justicia, la única deseable, la única posible); y también su efecto.
Y, al parecer, en determinadas circunstancias la revolución también puede ser pacífica en el sentido más coloquial del término. De hecho, la revolución cubana fue poco cruenta, y la venezolana, por ahora, todavía menos.
Cuando los politólogos empezaron a hablar de la cubanización de Venezuela, Fidel Castro replicó que era Cuba la que se estaba venezolanizando. Las dos cosas son ciertas. Venezuela aprendió de Cuba, y Cuba aprende de Venezuela. Y toda Latinoamérica –y todo el mundo– tiene que aprender de ambas.
Hace poco hablaba de ello con Adina Bastidas, ex vicepresidenta del Gobierno venezolano. Como ocurre con otras disciplinas protocientíficas, lo que impide a la politología convertirse en una ciencia propiamente dicha, es la imposibilidad de diseñar y llevar a cabo experimentos controlados. De ahí la extraordinaria importancia –no solo histórica, sino también teórica– de ese gran «experimento» que es la revolución bolivariana (y de ese largo experimento que sigue siendo la revolución cubana). Hay muchas conclusiones que sacar, muchas cosas que aprender, muchas teorías que revisar a la luz de lo que está pasando en Latinoamérica. Y no solo en Cuba y en Venezuela. El zapatismo, el MST brasileño, los distintos movimientos indigenistas… Esos son los grandes laboratorios políticos, y las nuevas ideas tienen que forjarse o templarse en sus crisoles.
7. El nuevo paradigma
¿En qué consiste y cómo se lleva a cabo el cambio de paradigna? Contestar a esta pregunta es, precisamente, una de las principales tareas que nos impone la actual crisis (por no decir catástrofe) política, cultural y moral.
Algunas líneas de reflexión y de trabajo están bastante claras (en los párrafos anteriores he intentado esbozarlas), y pasan por la superación de dicotomías y oposiciones sólidamente instauradas: ciencia-filosofía, ciencia-religión, ciencias-letras, ocio-trabajo, público-privado, valor de uso-valor de cambio, pensamiento-acción, maestro-discípulo, joven-viejo, hombre-mujer… Y no es casual que la ciencia sea uno de los términos recurrentes de las dicotomías y oposiciones a superar. Porque la ciencia, en el sentido galileano de cuantificación del saber, es la gran protagonista y la herramienta básica de la revolución cultural que nos traerá un nuevo paradigma, una nueva visión del mundo. Una nueva visión del mundo que no desaproveche nada de la antigua, cuya culminación-superación es el marxismo. Actualizarlo, eliminar sus restos de dogmatismo, feminizarlo, matematizarlo… Esa es la tarea. Marx y Engels nos legaron un magnífico borrador: hay que corregirlo y aumentarlo, hay que pasarlo a limpio. Pero no de una vez por todas, sino continuamente.
Huelga señalar que los intelectuales tienen una responsabilidad muy especial y mucho trabajo por hacer. Y su primera obligación es la de formarse e informarse debidamente. Se habla mucho, y con razón, del derecho a la educación y del derecho a la información. Pero, para quienes han hecho de la cultura y la comunicación su oficio, formarse e informarse es, ante todo, un deber cotidiano. Y no todo está en los libros (nunca estuvo todo en ellos, pero hoy menos que nunca). Hay que visitar las nuevas ágoras y las nuevas palestras, tanto virtuales como físicas. Hay que salir de las torres y de los claustros. Hay que apearse de los púlpitos y de las cátedras. Hay que asumir todos los riesgos, incluso el de hacer el ridículo.
Según una vieja metáfora recientemente recuperada por el subcomandante Marcos, el intelectual ha de convertir su pluma en una espada. Pero en los tiempos que corren también ha de estar dispuesto a empuñar espadas menos metafóricas. Como me consta que están dispuestos a hacer –o ya lo hicieron– algunos intelectuales cubanos y venezolanos de primera fila.
Hacer de la pluma una espada. Y, si es preciso, cambiar la pluma por la espada. Y hacer de la espada una pluma.
A continuación, quisiera insistir en un tema ya esbozado en los puntos anteriores (sobre todo en el segundo, «Marxismo y ciencia»), que me parece clave y que creo que debemos devolver al primer plano del debate filosófico y político; me refiero al controvertido tema de la vigencia del marxismo.
8. Tragarse vivo a Marx
Galileo y Newton no sólo dieron a la física una estructura matemática precisa, coherente y operativa, sino que sentaron las bases de un método científico que sigue siendo la más poderosa herramienta del conocimiento. Con su consigna fundacional («Hay que medir todo lo que es medible y hacer medible lo que no lo es») y su aforismo leonardiano («El libro del universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas»), se puede decir que Galileo inaugura la ciencia moderna. Y con su ley de la gravitación universal, Newton pone orden en la naturaleza. Desde que Buda y Tales de Mileto, cada uno a su manera, dieron la espalda a los dioses para buscar las respuestas (y las preguntas) en la realidad misma, la mente humana no había dado un salto tan grande y, en apariencia, tan definitivo.
Pero a principios del siglo pasado Einstein formuló la teoría de la relatividad, que afirma que el espacio y el tiempo no son realidades absolutas y separadas, que hay un límite infranqueable para la velocidad, que la materia y la energía no son esencialmente distintas… Y en su momento se dijo que la relatividad suponía el fin de la física newtoniana, el derrumbamiento de su majestuoso edificio conceptual. Pero en realidad lo que hizo Einstein fue (un famoso científico lo expresó con esta feliz metonimia) «tragarse vivo» a Newton. En efecto, la relatividad no invalida la física tradicional: sencillamente (y nunca mejor dicho), la relativiza, la integra en un esquema más amplio. De hecho, en la mayoría de los casos seguimos utilizando la vieja física de siempre, que sólo deja de ser válida a nivel subatómico o a velocidades próximas a la de la luz.
Decir que Marx y Engels son los Galileo y Newton de la política puede parecer exagerado o gratuito, pero las similitudes no son pocas ni irrelevantes. Y tal vez el aspecto más instructivo de este paralelismo sea el de la falsa periclitación de ambos sistemas. La física newtoniana no ha sido refutada, sino tan sólo desposeída de su apariencia de formulación completa y definitiva de las leyes de la naturaleza, y con el marxismo ha ocurrido otro tanto, pese a los cacareos de «nuevos filósofos», posmodernos y pensadores débiles.
A pesar de los excesos y defectos del llamado «socialismo real», a pesar de los propios errores de Marx y sus continuadores, el marxismo sigue siendo el gran paradigma socioeconómico, ético y político de nuestro tiempo. Sólo que no puede pretender ser la explicación total y última de los fenómenos sociales. No puede autoproclamarse «científico» en el sentido fuerte del término, y menos aún arrogarse la facultad de predecir el futuro. Profetizar la inexorable autodestrucción del capitalismo y el seguro advenimiento del «paraíso comunista», son errores de bulto que el marxismo ha pagado muy caros, residuos de religiosidad vergonzante que nos hacen temer que Marx fuera menos lúcido o menos honrado de lo que pretenden sus hagiógrafos. Pero, en cualquier caso, ello no resta ni un ápice de validez al materialismo dialéctico, del mismo modo que la física no se resiente del hecho de que Galileo fuera un pícaro y Newton un paranoico.
Retomando una reflexión ética milenaria cuyos ancestros más ilustres son Buda y Lao Tse, Sócrates y Epicuro (como es bien sabido, Marx centró su tesis doctoral en la comparación de los sistemas atómicos de Demócrito y Epicuro), el marxismo propugna, básicamente, una revolución moral. A la vieja moral cristiano-burguesa adoptada (y adaptada) por el capitalismo, basada en la sumisión, la esperanza en otra vida y la aceptación de la jerarquía social, el marxismo opone una nueva moral basada en la solidaridad, la resistencia, el cuestionamiento de lo establecido, la confianza en las propias fuerzas, la decisión de cambiar la sociedad. Y del mismo modo que Galileo vio en la experimentación el método por excelencia, la llave maestra de la ciencia, Marx vio en la praxis la clave de una nueva filosofía cansada de limitarse a explicar el mundo y decidida a transformarlo.
Vivimos en una sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre. Analicemos las relaciones de intercambio que la configuran y perpetúan, con objeto de sustituirlas por otras relaciones que pongan fin a la explotación, que realicen y fomenten la solidaridad. Ese es, en última instancia, el proyecto del marxismo. Y no ha perdido ni un ápice de vigencia.
De qué manera o maneras llevar adelante ese proyecto en un mundo en el que el imperialismo (fase superior del capitalismo) parece más fuerte y más dispuesto que nunca a demoler todos los obstáculos que encuentre en su camino: ése es el problema de la izquierda. Y si el viejo marxismo dogmático es un callejón sin salida, una trampa para nostálgicos de lo absoluto, dar la espalda a sus logros y sus propuestas es, sencillamente, un suicidio moral y político. La solución, aunque todavía no la tengamos del todo clara (como no tenemos clara la futura evolución de la física, que aún dista mucho de explicarlo todo), pasa necesariamente por tragarse vivo a Marx.
Siguiendo con el tema del marxismo, quisiera proponerles ahora una pequeña reflexión sobre el consabido tema de la conversión de la cantidad en calidad.
9. Cantidad y calidad
La conversión de la cantidad en calidad (CCC) es uno de los conceptos básicos del pensamiento marxista. No solo en la economía y en la sociedad, sino en la propia naturaleza, en el comportamiento mismo de la materia, abundan los ejemplos de este fenómeno, y la imparable reacción en cadena que se produce al alcanzar la masa crítica una sustancia radiactiva, ha sido utilizada a menudo como metáfora de la revolución.
Pero no todos los casos de CCC son positivos, ni en todos ellos se puede entender «calidad» en un sentido meliorativo. Una mentira repetida insistentemente por los medios de comunicación de masas (y los primeros en hacer de ello una estrategia explícita fueron los nazis) no se convierte en verdad, pero puede desplazar a la verdad, arrinconarla. A efectos prácticos, la mentira cuantitativamente –masivamente– reforzada por los medios usurpa el lugar de la verdad.
Ya nadie cree que en Iraq haya armas de destrucción masiva. Todo el mundo sabe que Estados Unidos quiere apoderarse del petróleo iraquí y hacerse con el control estratégico de la zona. Nadie ignora que el Gobierno de Aznar apoyó la invasión de Iraq en contra de la voluntad de la inmensa mayoría de los españoles. ¿Tomaron la Moncloa las masas enardecidas por la más justa de las indignaciones? No. ¿Cómo es posible? Porque nuestros repulsivos medios de comunicación repiten a todas horas, de forma más o menos solapada, que la masacre sistemática de iraquíes y palestinos (no olvidemos que ambos conflictos son inseparables), el saqueo de Bagdad, el asesinato de José Couso y el sinfín de atropellos cometidos por Bush, Blair, Aznar y compañía, son necesarios para luchar contra el «terrorismo» y defender la «democracia». Y si mucha gente, a fuerza de oírlo miles de veces, puede llegar a creer que Coca Cola es la chispa de la vida o que la felicidad pasa por tener un automóvil que corra el doble de lo permitido por la ley y por la más elemental sensatez, ¿por qué no iba a creer que hay que asesinar a cien mil iraquíes, la mitad de ellos niños, para que ETA deje de matar?
Cuando, al final de la II Guerra Mundial, los aliados entraron en los campos de concentración nazis, obligaron a la población alemana a visitarlos, porque no habían querido enterarse de los horrores que allí se cometían. ¿Cuándo visitará Guantánamo la población estadounidense? ¿Cuándo se enterarán los «demócratas» españoles de que Amnistía Internacional, la ONU, la Asociación Contra la Tortura y otras organizaciones están hartas de denunciar, año tras año, que en el Estado español se tortura impunemente?
Si la CCC fuera un proceso lineal, mecánico, la mentira –cualquier mentira– se impondría con la misma fuerza (bruta) que la Coca Cola. Pero es un proceso dialéctico, que conlleva su recíproco: la conversión de la calidad en cantidad.
El pajar sepulta la aguja y la hace casi inencontrable. Pero basta una chispa para incendiar un pajar (o un bosque, como decía Mao), y una vez quemada la paja, reaparece la aguja, intacta.
En un mundo de más de seis mil millones de habitantes, la heroica lucha de diez millones de cubanos podría parecer insignificante, sobre todo si se tiene en cuenta que la primera potencia mundial lleva más de cuatro décadas dedicando una considerable fracción de su energía y sus recursos a intentar acabar con ellos. Pero Cuba es la chispa que ha encendido la mecha del polvorín americano, que pronto les estallará en las manos a los depredadores imperialistas.
La resistencia iraquí, frente al ejército estadounidense, es menos que un tirachinas palestino frente a un tanque sionista. Pero las chinas, en Iraq y en Palestina, provocarán una avalancha, la están provocando ya.
La calidad se convierte en cantidad por el efecto multiplicador e incendiario de la verdad. Y esa cantidad cada vez mayor de personas que se sustraen a los mecanismos estupefacientes de los medios, es decir, a las mentiras del poder, está dando paso a su vez a una nueva calidad social y política.
Nunca el poder de los canallas que gobiernan el mundo fue tan grande; pero su mismo gigantismo lo hace más vulnerable. Nunca la dignidad estuvo tan acorralada; por eso descubre cada día nuevas formas de expresión y de lucha. Nunca los aguijones de la verdad estuvieron sepultados bajo tan enormes masas de paja mediática; pero nunca saltaron tantas chispas como ahora, por todas partes.
Antes de terminar, quisiera volver brevemente al tema inical del cambio de paradigma, que implica, obviamente, un cambio en el discurso; pero no solo en el discurso literal, sino también en el discurso literario, en el metalenguaje poético.
10. Una poética de la paz
Consciente o inconscientemente, y no sólo cuando escribimos o leemos, sino también cuando vivimos, puesto que vivir es en buena medida una actividad simbólica, nos remitimos a una poética, es decir, a un conjunto de reglas y principios, de criterios estéticos (y por lo tanto morales: nulla estetica sine etica). Y nuestra poética, o mejor dicho, la poética del sistema, la que automáticamente se activa «por defecto» si no nos oponemos a ella con lucidez y determinación, es una poética fundamentalmente bélica.
No en vano el primer gran poema occidental se autodefine desde su mismo comienzo como un canto a la cólera de un guerrero. No en vano llamamos protagonistas, que quiere decir «primeros combatientes», a los personajes principales de cualquier historia, real o ficticia. No en vano dijo Heráclito que la guerra es la madre de todas las cosas.
Los seres humanos, como todos los animales sociales, se mueven entre dos polos antinómicos: la colaboración y la competencia. Y desde siempre el poder ha manipulado ambas instancias básicas en función de sus intereses. Por eso las manifestaciones más perversas del sistema son la colaboración forzosa de la servidumbre y la competencia extrema de la guerra.
Como señala Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, la primera explotación, y la base de todas las demás, es la explotación de la mujer por el hombre, basada, pura y simplemente, en la fuerza bruta. Por eso vivimos -seguimos viviendo- en una sociedad patriarcal, y por eso la poética subyacente a nuestra cultura es una poética de la guerra, es decir, una exaltación de la lucha, del triunfo, de la conquista y, en última instancia, de la fuerza.
Tanto el fútbol como la poesía amorosa, por citar dos fenómenos culturales aparentemente alejados entre sí, son expresiones de una poética guerrera. No en vano, en el discurso amoroso, se utilizan recurrentemente términos como «conquista», «asedio» o «rendición». No en vano se representa a Eros mismo como un arquero y se habla de las batallas, las heridas y los estragos del amor.
Por eso la consabida consigna «haz el amor y no la guerra» es tan superficial e inoperante como casi todo lo que nos han legado los hippies. Mientras la mayoría de la gente piense y viva el amor en términos de conquista, posesión y dependencia, Eros y Ares no sólo estarán juntos, sino revueltos. O viceversa, más bien viceversa: mientras nuestra cultura esté íntimamente contaminada por una estética y una erótica -es decir, una poética- de la guerra, será muy difícil amar sin competir y competir sin pelear.
¿Qué podemos hacer para desmilitarizar nuestra cultura, para eliminar su nefasto sustrato bélico? En términos generales, la solución es muy simple: cambiar el actual sistema de relaciones de producción, es decir, acabar con el capitalismo. En términos más cotidianos y concretos, creo que podemos y debemos esforzarnos por contribuir a generar un discurso alternativo, una estética de la resistencia, una poética antibélica.
No es una tarea específica de escritores y artistas, sino de todos y todas. El lenguaje es nuestro patrimonio más valioso, la sustancia misma de nuestra mente, y nuestra propia vida debería ser la mejor obra de arte, como decía Oscar Wilde, que a fuerza de ser frívolo descubrió que la superficialidad es el único pecado.
En estos momentos en que la dominación se ejerce mediante el discurso tanto como mediante las armas, a quienes no creemos en las armas o todavía no nos hemos decidido a empuñarlas, nos queda la palabra. Nos queda el inviolable derecho y el irrenunciable deber de comprometernos activamente en la construcción y difusión de un nuevo discurso, un discurso de la colaboración y la fraternidad frente al viejo discurso de la competencia y el dominio.
Y, para terminar, una pequeña reflexión explícita sobre el concepto mismo de revolución, puesto que, en última instancia, hablar «en defensa de la humanidad» es hablar, necesariamente, de revolución.
11. El tamaño de la revolución
Debo reconocer que cuando, en mi juventud, visité algunos países de la Europa del Este, me llevé una amarga decepción. Junto a logros innegables y muy importantes, percibí un generalizado desánimo, un excesivo silencio, una difusa tristeza social. Tuve que admitir ante mí mismo que, tal vez por comodidad o cobardía (es decir, en función de unos privilegios personales a los que me resistía a renunciar), prefería vivir en la seudodemocrática Italia o en la España tardofranquista.
Se ha hablado mucho de las causas del fracaso del socialismo soviético: la elitización de la nomenclatura, la hipertrofia de la burocracia, la ineficiente planificación económica… Y sin duda son estas (sin olvidar el implacable acoso del imperialismo estadounidense y del mundo capitalista en general) las causas últimas del desmoronamiento del llamado «socialismo real». Pero cabría señalar, como causa inmediata (consecuencia de las anteriores, pero causa a su vez de la fragilidad del tejido social), la tristeza colectiva. La revolución es necesariamente dura, pero no puede ser triste.
La ineficacia económico-administrativa de la Unión Soviética (baste recordar el estrepitoso fracaso de los «planes quinquenales») se debió, en buena medida, a su gigantismo. Si el telégrafo hizo posible la revolución, para gestionarla habría sido necesaria la informática. (No hace mucho, en Quito, hablaba con el matemático escocés Paul Cockshott y el físico cubano Raimundo Franco de la necesidad de crear un nuevo hardware para poder planificar eficazmente la producción de un país industrializado: ni siquiera las poderosas herramientas informáticas actuales son suficientes para ello.) Y una gestión ineficaz propicia la hipertrofia de la burocracia –la «sobrerrepresión», como diría Marcuse– y la corrupción (y viceversa). Es decir, la tristeza colectiva, el deterioro del tejido social.
No me parece exagerado afirmar que una de las claves del triunfo de la revolución cubana fue (sigue siendo, puesto que una revolución no es un hito histórico sino un proceso continuo) su reducido ámbito territorial y demográfico. Cuba tenía, al comienzo de la revolución, una población equivalente a la de Madrid, y en la actualidad no supera la de algunas grandes ciudades. Tal vez tenga que ser esta (al menos al principio, al menos por ahora) la escala de la revolución, su tamaño humano, la dimensión de su entusiasmo, de su irrenunciable alegría de vivir. Tal vez la revolución, como ocurrió con la civilización misma, tenga que germinar y consolidarse en pequeños e intensos focos, capaces de irradiarla luego a su alrededor, de transmitirla por emulación, como se transmiten los grandes descubrimientos, como la está transmitiendo Cuba a toda Latinoamérica.
Lo cual, por cierto, conferiría un sentido trascendente, revolucionario, a determinados proyectos nacionalistas planteados desde la izquierda. Tal vez en Euskal Herria sea posible, por sus abarcables dimensiones y su fuerte cohesión social, llevar adelante, a partir de la autodeterminación, un proceso capaz de culminar en una democracia realmente participativa. (No me parece casual que el pueblo vasco sea, junto con el cubano, uno de los más hospitalarios y vitales del mundo, puesto que estas cualidades dimanan de un tejido social tupido y sólido, la clase de tejido capaz de resistir los zarpazos de los opresores.)
Y esa potencialidad transformadora –revolucionaria– es también la clave del encono con que tanto los neofascistas como los socialdemócratas atacan el nacionalismo vasco (que es el mismo encono con que atacan a Cuba). Porque podría convertirse en una alternativa real, viable, a la globalización neoliberal, al pensamiento único, al neocolonialismo imperialista, al capitalismo, en última instancia. Y podría cundir el ejemplo.
A modo de epílogo, y de homenaje, quisiera añadir a mi apresurada exposición un artículo que escribí recientemente, y que con todo mi afecto, mi gratitud y mi admiración dedico a nuestros anfitriones, los compañeros y compañeras de la República Bolivariana de Venezuela:
LA REVOLUCIÓN TRANQUILA
La revolución pacífica
Cautelosa, modestamente, los bolivarianos llaman «proceso de cambio» a lo que están haciendo en Venezuela; pero es una revolución.
Una revolución pacífica, dicen algunos, y la fórmula parece, más que una paradoja, una contradicción in términis, una de esas «fusiones de contrarios» que solo son posibles en los sueños. ¿Cómo puede ser pacífica una revolución? ¿Cómo se puede poner fin sin violencia a la suma violencia de la explotación? ¿Cómo pueden abolirse sin recurrir a la fuerza unos privilegios de clase obtenidos y mantenidos por la fuerza? No en vano el Manifiesto Comunista empieza recordándonos que «la historia de todas las sociedades es la historia de la lucha de clases», para proclamar luego abiertamente que el objetivo de la revolución es la abolición de la propiedad privada, y concluir diciendo que dicho objetivo «solo puede ser alcanzado derrocando por la violencia el orden social existente».
Si por revolución pacífica entendemos no violenta, la fórmula no parece viable, aunque el propio Lenin acariciara la idea: «Si existe una sola posibilidad entre cien (de un desarrollo revolucionario pacífico), vale la pena intentar realizar esa posibilidad» (Sobre los compromisos, 1917), dijo poco antes de la Revolución de Octubre. Pero el intento, como es bien sabido, fracasó. ¿Por qué? El propio Lenin lo diría poco después, en el VIII Congreso del PCR, en marzo de 1919: «Señores capitalistas, vosotros sois los culpables. Si no hubierais ofrecido una resistencia tan feroz, tan insensata, insolente y desesperada, si no os hubierais aliado con la burguesía de todo el mundo, la revolución habría asumido formas más pacíficas».
Los capitalistas venezolanos también están ofreciendo una resistencia feroz, insensata e insolente; aunque, por desgracia, no tan desesperada como la de los capitalistas rusos de hace cien años, pues cuentan con el apoyo de la CIA y de las multinacionales. La revolución bolivariana, por tanto, no puede ser pacífica, si por pacífica entendemos inerme y sin violencia alguna; pero tal vez consiga ser incruenta. Es imprescindible tener las armas listas, pero tal vez no sea necesario usarlas.
Normalmente, la burguesía cuenta con el ejército, el clero, los políticos corruptos y los intelectuales vendidos al poder para anestesiar o reprimir a la clase obrera. Pero, por una serie de circunstancias (dignas, por cierto, del más atento análisis), en Venezuela la situación es tan atípica como esperanzadora. Los bolivarianos no solo cuentan con el apoyo del pueblo, sino también con el del ejército y el clero progresista, así como de un importante sector de los intelectuales. Sus enemigos son solo los explotadores y los grandes medios de comunicación (que, como en la «España democrática», como en casi todo el mundo, están en manos de gángsters). Sin interferencias externas, la victoria de la revolución bolivariana habría sido rápida y aplastante.
Pero Estados Unidos no puede tolerar que triunfe el proyecto emancipatorio venezolano. Y no es el petróleo la principal causa, como no lo es en Iraq. Lo que más preocupa, y con razón, a la plutocracia estadounidense es la posibilidad de que Venezuela se convierta en una nueva Cuba, en un segundo foco revolucionario capaz de «contaminar» a toda Latinoamérica. Para Washington y sus aliados, el nuevo «eje del mal» es el eje Habana-Caracas, y la violenta campaña mediática internacional contra Cuba y Venezuela de los últimos meses (en la que los medios españoles, sobre todo el diario «El País», han desempeñado un papel especialmente inicuo) es una buena prueba de ello.
¿Qué están dispuestos a hacer la CIA y el Pentágono para impedir el triunfo de la revolución bolivariana? Cualquier cosa, no nos quepa la menor duda. Pero, afortunadamente, en estos momentos no pueden permitirse el lujo de hacer todo lo que quisieran. La heroica resistencia bélica del pueblo iraquí y la heroica resistencia pacífica del pueblo cubano, entre otras cosas, limitan considerablemente las posibilidades de agresión directa de la mayor y más despiadada potencia militar de todos los tiempos.
La revolución dialéctica
Como los seres vivos, como las especies mismas, la sociedad y la economía son sistemas complejos adaptativos, capaces de modificarse en función de las circunstancias para mejorar sus expectativas de supervivencia y desarrollo. Las maniobras adaptativas son continuas, pero, salvo en situaciones críticas, no suelen ser bruscas ni aparatosas: en general, responden a estrategias recurrentes que se confunden con el flujo mismo de la existencia. Solo en ciertas situaciones de máximo riesgo o de extrema tensión, los seres vivos, las especies, las sociedades y las economías cambian radicalmente de estrategia adaptativa.
Una revolución (en el sentido marxista del término) es una estrategia de supervivencia colectiva radicalmente nueva, provocada por condiciones (socioeconómicas) extremas. Una estrategia que nace de la desesperación y la convierte en esperanza, en la única esperanza posible para los desposeídos, para los que no tienen nada que perder más que sus cadenas. Y, por lo tanto, una revolución no es un paso hitórico más,sino un salto brusco, en alguna medida imprevisible e incontrolable. El consabido esquema ensayo-error-rectificación-acierto, base de todo aprendizaje, deja de ser cíclico, deja de ser una espiral de expansión lenta pero segura, y se vuelve lineal (al menos a corto plazo), se convierte en un grafo sin bucles, en un camino sin cambios de sentido, en un experimento con escaso margen para las repeticiones y rectificaciones necesarias. El proceso revolucionario, arrastrado por su propio impulso inicial, por el enorme empuje necesario para «romper las cadenas», adquiere una peligrosa inercia, corre el riesgo (y hasta ahora casi siempre ha caído en él) de volverse mecánico, adialéctico.
Cuba, gracias a unas circunstancias físicas y políticas peculiares (1), logró moderar su «inercia postruptural», lo que permitió, entre otras cosas (y entre otras causas), que su revolución fuera mucho menos violenta que otras. Venezuela, en circunstancias aún más peculiares, podría haber logrado poner en marcha una revolución dialéctica, en la que la teoría y la praxis transformadora tienen tiempo de confrontarse y corregirse mutuamente. Una revolución tranquila, pausada, si no del todo pacífica. Pues la única paz posible, y la única deseable, es la Irene de los griegos, la Paz hija de la Justicia, y mientras no haya justicia en el mundo, no podrá haber auténtica paz, ni internacional ni intranacional.
La Nueva Internacional
Mientras en Iraq y Palestina se libra la madre de todas las batallas, en Cuba y Venezuela se sufre y se resiste el padre de todos los asedios. Un implacable asedio económico, político y mediático contra el que debemos luchar sin descanso, y no solo por solidaridad, sino por nuestro propio futuro. Frente al imperialismo genocida, frente a la homologadora globalización del expolio y el exterminio, todos somos palestinos e iraquíes, cubanos y venezolanos, vascos e irlandeses… Una Nueva Internacional de pueblos dignos y valerosos (que no necesita número, pues es a la vez primera y última en su género) está tomando forma para desesperación de los imperialistas y sus cómplices, de los fascistas y los socialdemócratas. Intentarán desarticularla por todos los medios. No lo conseguirán. Nuestra red espaciotemporal ya es demasiado tupida, demasiado fuerte para desgarrarla. Hoy en Latinoamérica es posible un Chávez porque hay un Castro y ha habido un Allende (y porque hubo un Bolívar, un Martí, un Zapata). Los bolivarianos surgen en una tierra abonada y reclamada por los zapatistas, las FARC, el MST…
Los imperialistas saldrán de Iraq y de Palestina con el rabo entre las piernas, como salieron de Vietnam, y no entrarán en Venezuela, como no han entrado en Cuba. Euskal Herria e Irlanda serán naciones libres e independientes… Y de esa pluralidad de pueblos insumisos, soberanos, nacerá la única unidad deseable, la única posible.