Este año, el Foro Social Mundial no se reúne en un escenario único, tal y como ocurrió en el pasado, y pese a algún intento de diversificación, en Porto Alegre, en Mumbai o en Nairobi. Habida cuenta de algunos de los problemas que la fórmula desplegada en el último lustro ha ido arrastrando, la decisión […]
Este año, el Foro Social Mundial no se reúne en un escenario único, tal y como ocurrió en el pasado, y pese a algún intento de diversificación, en Porto Alegre, en Mumbai o en Nairobi. Habida cuenta de algunos de los problemas que la fórmula desplegada en el último lustro ha ido arrastrando, la decisión de los organizadores, bienvenida, ha consistido en acometer un ambicioso proceso de descentralización que pretende acercar las sesiones de los foros -hablemos mejor, ahora, en plural- a las casuísticas de los diferentes lugares. De resultas, y en el entorno que nos es más próximo, a lo largo de estos días se celebran sesiones del Foro Social Mundial en escenarios varios, como es el caso de Andalucía, Canarias, Cataluña, Galicia, Madrid o Valencia, además de en un sinfín de localidades que vertebran sus propios cónclaves.
Conviene que explique cuanto antes por qué acabo de sugerir que la decisión en cuestión es, por fuerza, bienvenida. Vaya por delante que el Foro Social Mundial ha tenido, en los últimos años, una utilidad difícil de negar. Así, ha operado como inexcusable escaparate mediático que permite recordar que los movimientos que contestan la globalización existen, ha aportado un escenario razonablemente interesante para que cobren cuerpo debates de enjundia y ha permitido -cerremos aquí el enunciado de las virtudes- que intercambien experiencias e iniciativas redes que de otra manera se habrían sentido a menudo huérfanas en su quehacer cotidiano.
Pero de un tiempo a esta parte se han hecho evidentes algunas lacras a las que es inexcusable prestar atención, toda vez que, de no hacerlo, muchos de los elementos articuladores de lo que son los movimientos antiglobalización -no oculto que prefiero este término al, cada vez más común, que nos habla de movimientos alterglobalizadores- se verían en peligro. Diré, por lo pronto, que aunque las sesiones celebradas en el pasado en Porto Alegre, en Mumbai o en Nairobi han tenido por escenario físico países del Tercer Mundo, en los hechos, y por detrás, han sido ante todo, y pese a las apariencias, foros europeos en los que los movimientos del Norte han disfrutado de una clara preeminencia.
Al amparo de lo anterior, y por añadidura, las reuniones celebradas parecen haberle otorgado un papel desmesurado a los santones intelectuales -por lo general, gentes procedentes, de nuevo, de los países ricos- en detrimento de los movimientos y de los activistas de base. No se olvide, sin ir más lejos, que el desplazamiento a escenarios tan alejados como ésos reclamaba de un esfuerzo económico que, por razones obvias, no estaba al alcance de todos.
En el debe del Foro Social Mundial, hay que anotar, también, el hecho de que aquél se ha convertido en escenario idóneo para un proceso delicado: el desembarco, a menudo espectacular, de agentes que es legítimo considerar ajenos a los movimientos, como es el caso, en lugar significado, de los segmentos más lúcidos de la socialdemocracia europeo-occidental. No se me malinterprete: en modo alguno pretendo negarle a esta última -faltaría más- su presencia en esas reuniones. Lo que quiero subrayar es que la experiencia de los últimos años invita a concluir que, infelizmente, hay una dramática distancia entre las declaraciones públicas vertidas, en Porto Alegre o en Nairobi, por los portavoces de esas fuerzas políticas y la práctica real que, luego, despliegan al amparo de instancias como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio.
Aun con todo, lo que realmente me preocupa no es, a la postre, nada de lo anterior. El principal de los problemas que se ha hecho presente en las reuniones del Foro Social Mundial no es otro que el riesgo, delicadísimo, de que este último, en la intención y en la práctica cotidiana de muchas gentes, acabe por sustituir, material y simbólicamente, a los movimientos de base. Me he sentido obligado a decirlo muchas veces: foros y contracumbres -las dos fórmulas organizativas supraestructurales de las que se han dotado los movimientos que contestan la globalización- sólo tienen sentido si antes hay redes sociales independientes, activas y con vida propia en el ámbito local. Para entender lo que quiero decir me atreveré a agregar que uno de los termómetros que hemos decidido emplear para evaluar cuál es el estado -de crecimiento o de retroceso- de nuestros movimientos sociales está cargado de equívocos: me refiero al que remite al número de personas que acuden a una manifestación.
El planeta está lleno de movimientos sociales extremadamente sugerentes y rompedores que no son capaces de sacar a nadie a la calle, como está lleno de redes más bien tristes e inoperantes que funcionan a la perfección cuando se trata de montar vistosos espectáculos.
Sería absurdo pretender que la fórmula arbitrada este año, al amparo de una ambiciosa descentralización, va a resolver como por arte de magia todos esos problemas. Configura, sin embargo, un paso adelante en la dirección adecuada, en la medida en que pretende acercar los foros a las realidades precisas, a los problemas, de las redes y de los activistas que operan en cada ámbito geográfico preciso.
Tenemos razones sobradas para afirmar, en cualquier caso, que el futuro de los movimientos antiglobalización no se dirime en Porto Alegre, en Mumbai o en Nairobi: se dirime, antes bien, en el día a día del trabajo sórdido, casi siempre poco vistoso, de quienes, en barrios y pueblos, han decidido plantar cara a esa vorágine de especulación, concentración del poder, deslocalización, desregulación y crecimiento del crimen organizado que es la globalización capitalista.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de ‘Movimientos Antiglobalización. Qué son, qué quieren, qué hacen’
Ilustración de Mikel Jaso