Alemania conmemoró el nueve de noviembre el decimoquinto aniversario de la caída del Muro de Berlín sin haber terminado el proceso de unificación territorial. La economía del este no se ha recuperado y los habitantes de la desaparecida República Democrática Alemana son ciudadanos de segunda clase. El canciller alemán, Gerhard Schröder, reclamó el pasado lunes […]
Alemania conmemoró el nueve de noviembre el decimoquinto aniversario de la caída del Muro de Berlín sin haber terminado el proceso de unificación territorial. La economía del este no se ha recuperado y los habitantes de la desaparecida República Democrática Alemana son ciudadanos de segunda clase. El canciller alemán, Gerhard Schröder, reclamó el pasado lunes «un verdadero esfuerzo nacional» para «completar la reunificación» alemana.
No obstante, la retórica oficial continúa al pretender que la desaparición del muro fue un «triunfo de la libertad y la democracia» y se superó «una dictadura que despreciaba los derechos humanos». El pasado mes de septiembre, dos encuestas publicadas por las revistas Stern y Der Spiegel sobre el criterio frente a la unificación, causaron estupor pues revelaron que el 20% de los alemanes añoran el muro. El desempleo en la antigua RDA asciende al 18.5%. Los germanos del este lamentan que se haya perdido el sistema educacional de alto nivel alcanzado en la desaparecida Alemania socialista.
Entre ambos países se efectuó una pugna entre dos concepciones del mundo. De una parte la lucha por la justicia social, por la igualdad, por la distribución equitativa de la riqueza, por la continuación de los principios de las revoluciones inglesa y francesa. De la otra, la vigencia del libre mercado, la ley de la oferta y la demanda, la democracia burguesa. De una parte la sociedad ineficiente y cerrada en que declinó el experimento soviético; de la otra, la expansión alienante del capitalismo. De una parte, la oligarquía; de la otra, la burocracia. Ese encuentro terminó con la supremacía de una nueva versión del liberalismo y la postergación del proyecto frustrado de la izquierda progresista.
Los múltiples errores de Mihail Gorbachov contribuyeron al cambio. El líder soviético estaba persuadido que su país no podía seguir como iba, eran necesarias transformaciones radicales que eliminaran el monopartidismo y la centralización financiera. Pero Gorbachov emprendió ambas reformas simultáneamente cuando debió haber permitido que el cambio en la economía diera lugar a la democracia socialista. De otra parte, un gobernante mediocre pero astuto, Helmut Kohl, advirtió la debilidad soviética en el momento preciso, cuando había que arrancarle concesiones. El resultado, hoy, es que Rusia anda en andrajos, desgarrada por la guerra entre mafias, convertida en poco más que un satélite de Estados Unidos.
Breznev gobernó durante dieciocho años durante los cuales la Unión Soviética se encaminó a su declinación. Los índices de crecimiento se contrajeron progresivamente, los bienes de consumo fueron más escasos y la economía fue engullida por la producción de armamentos para sostener la paridad bélica con Estados Unidos. La ineficiencia, la corrupción, el mercado negro y el descontento aumentaron como nunca antes. El Partido perdió su capacidad de movilización de las masas. Los índices de suicidio y alcoholismo crecieron extraordinariamente. A la despolitización del pueblo se añadió el descreimiento de los intelectuales y el cinismo de la burocracia. Lo más grave: en esos años se produjo una especie de segunda revolución industrial, la revolución informática, y la URSS no ajustó su paso a los nuevos tiempos y fue quedando rezagada.
La elección de Gorbashov era la señal esperada para conducir a la nación soviética hacia una nueva modernización. La esclerosis política impidió la necesaria ruptura con el pasado. El socialismo solo podía satisfacer las necesidades materiales y espirituales del hombre mediante un sistema de administración dinámico, ágil y perceptivo del latido popular, pero el «socialismo real» se hizo mas moroso y ninguno logró entender que el mecanismo de su propia destrucción ya había iniciado su cuenta regresiva.
Durante decenios el Muro de Berlín fue el hito que marcó el punto mayor de fricción entre capitalismo y comunismo, entre dos culturas y dos grupos de nacionalidades, entre la cristiandad occidental y el orbe eslavo ortodoxo. La necesidad de un cambio se convirtió, en Rusia, en un reclamo de las masas cuando aun no existían las fuerzas políticas capaces de impulsar la reforma necesaria. La mudanza indispensable vino desde arriba, de la propia dirección. La torpeza de Mihail Gorbachov desencadenó el caos final.