Sucedió hace un par de nochebuenas, de madrugada, en torno a una mesa y a un juego de palabras. Se trataba de juntar letras, con sentido, y acumular sus puntos. Sumaba más una Z, zote, que una A, artista. «Ocho letras. Clítoris», soltó orgulloso Mikel. «¿Qué es eso?», preguntó para sorpresa de toda su familia […]
Sucedió hace un par de nochebuenas, de madrugada, en torno a una mesa y a un juego de palabras. Se trataba de juntar letras, con sentido, y acumular sus puntos. Sumaba más una Z, zote, que una A, artista. «Ocho letras. Clítoris», soltó orgulloso Mikel. «¿Qué es eso?», preguntó para sorpresa de toda su familia la madre. «Eso no existe. No vale inventar palabras», sentenció incrédula.
Sería más fácil, sin duda, si las palabras pudieran comprarse en los centros comerciales o en las tiendas de barrio… «Ponme una barra de pan grande y aquella palabra del fondo, la redonda, que se me ha terminado la que tenía». ¿Cómo hacer cuando escasean, se gastan, cuando ya no nombran las palabras? No queda otra, toca inventar nuevas, un vocabulario íntegro, de primera boca y de abajo arriba.
Faltan palabras. Valientes. Que expliquen las cosas. Sinceras. Que amanezcan mundos. Palabras mayores, sin fronteras ni servidumbres. Cuenta Unamuno que una vez le recriminaron por utilizar una palabra que no aparecía en el diccionario a lo que él contestó: «Ya existirá». Palabras, por ejemplo, como el verbo haitiar, ocupar militarmente y adueñarse de un país con la excusa de un terremoto. Haitiazgo, atracón solidario que provoca apatía y multiplica las conciencias tranquilas. Haitibilidad, destreza en el arte de volver libertador al verdugo. Haitina, orden internacional injusto sustentado en la explotación de los más pobres entre los pobres. Haitimo, haitillo… Palabras fabulosas, fantásticas. ¡Ya existirán!
Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.